—Anda, mira —le murmuró a dos policías de uniforme que estaban junto a la escalera con aspecto de desubicados; al ver a Yngvar, uno de ellos se escondió una galleta detrás de la espalda y dejó de masticar.
Dado que se habían aumentado las medidas de seguridad en torno a las emisiones de la NRK, había resultado fácil acceder al estudio. Sólo tuvo que mostrarle una legitimación a un muchacho en la recepción antes de ser conducido en la dirección adecuada. Saludaba y sonreía sin que a nadie pareciera importarle. Unos charlaban mientras otros no paraban de entrar y salir del cuarto abarrotado. Una silla con vistas al monitor estaba libre. Yngvar se sentó y agarró un periódico para no parecer completamente desamparado.
—Yngvar Stubø —dijo una voz, alguien le tocó el hombro.
Yngvar se levantó y se volvió hacia la voz.
—Wencke Bencke —dijo.
—Tengo la impresión de que me está siguiendo —dijo ella, y sonrió.
—De ningún modo. Es por el aumento de las rutinas de seguridad, nada más.
Alzó la mano en dirección a los dos agentes de policía.
—Pues sí que se toman medidas de seguridad sólidas —dijo ella enderezándose las gafas—. Resulta impresionante que empleen a un experimentado y meritorio detective de homicidios para hacer de guardaespaldas durante la grabación de un programa de entretenimiento. ¿Será el modo más sensato de usar los recursos?
Ella seguía sonriendo. La voz era afable, casi burlona. Tras la gafas, Yngvar vio una mirada que le hizo enderezar el espinazo.
—Debemos echar mano de lo que tenemos, ya sabe. De lo que tenemos en estos tiempos.
Estaba sudando y se quitó el abrigo. Lo lanzó sobre la silla de la que se acaba de levantar.
—En estos tiempos —repitió ella—. ¿Qué tipo de tiempo es éste?
—Un asesino anda suelto —dijo él.
—O varios —sonrió ella—. Por lo que entiendo, ni siquiera están ustedes completamente seguros de si se trata de un solo hombre.
—Yo estoy seguro —dijo él—. Un autor de los hechos. O autora, claro. Por ser neutral con el género. En estos tiempos.
Los hoyuelos de ella le dividían las mejillas desde los ojos a la barbilla.
—Es lo mejor —asintió la mujer.
Ella no se quería ir. El presentador del programa subía por las escaleras saludando a diestro y siniestro, una mujer frágil le volvió a empolvar la nariz y él entró después en el estudio. Wencke Bencke no se movió. Tenía la mirada clavada en la de Yngvar.
—Curioso broche el que lleva —dijo él despacio.
—¿Éste? —Ella se acarició el pecho, sin bajar la vista—. Lo compré en una tienda de segunda mano en Nueva York.
—Tiene una historia bastante especial —dijo él.
—Sí —asintió ella—. Por eso lo compré.
—Así que conoce… Sabe por qué el laurel ha sido sustituido por…
—¿Plumas de águila? ¡
The Chief
, por supuesto!
Su risa era suave y oscura. El murmullo de voces en la habitación se había mitigado, era como si la conversación fascinara a algunos otros además de a los implicados.
—
The Chief
—refutó Yngvar—. ¿Lo conoce?
—¿Warren Scifford? No. Sería una exageración. Obviamente sé mucho de él. Probablemente he leído todo lo que ha escrito. Una vez tuve el placer de verlo en persona. En Saint Olaf’s College. En Minesota. Asistí a un ciclo de conferencias. Seguro que él no me recuerda. Pero es imposible olvidar a Warren Scifford. —Por fin se miró la solapa de la chaqueta. Se acarició el broche con un dedo rechoncho—. Pregúntele a su mujer —dijo con ligereza, sin alzar la mirada—. Warren es un hombre al que nunca se olvida.
A Yngvar empezó a darle vueltas todo. Sentía la cabeza ligera, se llevó la mano al cuello e intentó tragar saliva.
—Pero… ¿conoce…?
Ella miró al techo, como si estuviera saboreando la palabra.
—No. —Después se inclinó hacia él. Tenía la cabeza sólo a un palmo de la de él—. ¿Qué está haciendo aquí, Stubø? En realidad, quiero decir.
Había un silencio desagradable. Sólo la charla de la maquilladora salía del cuarto contiguo y flotaba como una suave nana en la habitación. Ella tenía ahora los ojos más oscuros, casi negros, tras los claros cristales de las gafas. Tenía una mancha en el iris, se fijó él; una mancha blanca que se comía parte del ojo izquierdo, Yngvar no era capaz de ver nada más que el defecto blanquecino del ojo de Wencke Bencke, que lo miraba fijamente.
—Casi vamos a tener que entrar —susurró una mujer que llevaba unos grandes auriculares y una escaleta bajo el brazo—. ¡Enseguida empezamos!
Wencke Bencke se enderezó, se apartó el flequillo de la frente, éste volvió a caer.
—¿Vienes? —preguntó la regidora, que la tocó en el brazo.
—En Saint Olaf's hay muchos noruegos —dijo Wencke Bencke sin hacer gesto de querer irse—. Y descendientes de noruegos. Quizá por eso…
—Disculpa, pero es que casi tenemos que…
La ayudante de dirección posó la mano sobre su brazo. Wencke Bencke dio tres pasos tranquilos, hacia atrás.
—Quizá por eso Warren siempre finaliza sus conferencias diciendo…
—Ven —dijo la mujer con los auriculares, ahora ya visiblemente irritada.
—… que Inger Johanne Vik es la mejor
profiler
que nunca haya conocido. O quizás es que sencillamente es verdad.
Después desapareció hacia el estudio. Las pesadas puertas de acero se cerraron lentamente detrás de ella.
—¿Va todo bien? —preguntó el más joven de los policías, parecía preocupado y le ofreció un vaso de agua—. Inspector, ¿va todo….?
Pero el inspector miraba fijamente el monitor. Estaba sonando la sintonía del programa; una liebre y una tortuga danzaban por un laberinto psicodélico obligando a Yngvar a apoyarse sobre el respaldo de la silla. El presentador entró y recibió un ensordecedor aplauso de un público bien instruido.
Wencke Bencke se sentó.
Llevaba un traje chaqueta rojo oscuro.
El presentador se rio de algo que dijo ella. Yngvar no estaba prestando atención. Miraba fijamente un pequeño broche, casi invisible en la imagen. Sólo de vez en cuando el metal relumbraba bajo la luz del estudio, cuando la escritora se movía; cuando se echaba para delante, hacia el presentador. Eran íntimos ante un millón de espectadores, Yngvar no oyó nada hasta que el rubio presentador preguntó:
—¿Qué has estado haciendo allí abajo? En la Riviera en medio del invierno, quiero decir.
—He estado escribiendo —dijo ella—. Estoy escribiendo una novela sobre una escritora de novelas policíacas que empieza a matar porque se aburre.
Todos se rieron. Reían en el estudio; se sentía una vibración, un temblor en el suelo. Reían en la pequeña habitación en la que se hallaba Yngvar, rieron largo y tendido, y el presentador fue quien rio más y durante más tiempo.
—Porque podrás decir lo que quieras —dijo Wencke Bencke cuando finalmente se calmaron, puso la mano suave y maternalmente sobre el muslo del hombre—, pero si hay alguien que lo sepa todo sobre el matar, somos nosotros. Por no decir… —Sonrió de oreja a oreja y agregó—: ¡Sabemos cómo salir impunes!
—Joder, Yngvar. Menuda historia.
En una casa en la calle Sag, justo detrás de los antiguos telares junto al río Aker, el fuego ardía alegremente en una estufa de ladrillo. Era ya de madrugada. Yngvar estaba recostado en un sillón orejero. Cuando cerraba los ojos, oía el salto de agua junto al molino, donde el río caía alborotando y crecido por la primavera, en dirección al fiordo que estaba a algunos kilómetros de distancia hacia el sur. La oscuridad al otro lado de la ventana era compacta debido a la lluvia. Dentro hacía frío, casi se quedó dormido.
Yngvar había contado la historia que no había que contar.
—Sí —dijo—. Es todo un relato.
El otro hombre se levantó y trajo dos copas de la cocina. Yngvar oyó el tintinear de los cubitos de hielo.
—Toma —dijo Bjørn Busk pasándole un sólido whisky antes de echarle otro tronco al fuego y sentarse en la otra silla—. ¿Está Inger Johanne sola en casa?
—No. Esta noche se quedaba a dormir en casa de sus padres. Pero sólo esta noche. Se le ha metido en la cabeza que Wencke Bencke sabe dónde estamos en todo momento. Por eso no quiere dormir bajo el mismo techo que las niñas. En su caso, esa mujer iría por nosotros dos. No por los niños. Nosotros nos quedamos en casa, Kristiane se va a quedar un tiempo con Isak. La madre de Inger Johanne se encarga de Ragnhild. Por la noche, vamos. Los dioses sabrán cuánto tiempo podremos continuar así.
Bjørn Busk apoyó los pies sobre un puf y le dio un sorbo a la copa.
—Estás realmente convencido —dijo pensativo.
—¿De que va por nosotros? No. Pero estoy cien por cien seguro de que mató a Vibeke Heinerback, Vegard Krogh y Håvard Stefansen. Y la verdad es que nunca antes… —se interrumpió a sí mismo y se quedó estudiando el juego del líquido dorado— lo había dicho —completó—. Estoy totalmente seguro con respecto a su culpabilidad, quiero decir. Es un caso despojado de cualquier prueba técnica, de todos modos.
—Está bien que lo digas tú mismo —sonrió Bjørn Busk—. Porque, por lo que puedo entender, no hay nada siquiera cercano a razones de peso para la sospecha.
—Que es el motivo por el que acudo a ti en medio de la noche. Sin previo aviso.
—No pasa nada. Desde que Sara se mudó…
—Lo siento, Bjørn. Tendría que haber hablado contigo cuando me enteré. Tendría que…
—Olvídalo. Así es la vida. Tenemos muchas cosas que atender. Estamos muy atareados. Tenemos bastante con nuestras propias vidas como para implicarnos en los problemas de los demás. Yo estoy bien, Yngvar. En algún sentido…, lo he superado. Y aprecio mucho que hayas venido esta noche.
Bjørn Busk sonrió y dejó la copa sobre una pequeña mesa que había entre ellos. Era un hombre de la edad de Yngvar y de gran tamaño. Eran amigos desde que, con el pelo igual de rapado y con sus carteras azules colgando de sus estrechos hombros, habían entrado en su primera aula en 1962.
—Se puede decir —dijo pensativo— que nuestro procedimiento judicial tiene poco hueco para los asesinatos en los que se carece de móvil. Cuando el resto de las pistas son pocas, o vagas, nos basamos en el móvil. Nunca antes lo había visto exactamente así, pero… —bebió, con el ceño muy fruncido—, puesto que se protege a los ciudadanos de la intromisión arbitraria de las autoridades, imponiendo ciertos requisitos al grado de sospecha antes de permitir investigaciones efectivas…
—Te estás poniendo muy jurídico, Bjørn. El caso es que si no encontramos un móvil, nos tenemos que quedar con los putos brazos cruzados. A no ser que se pille al asesino con la sangre en el cuchillo, los pantalones bajados o con tres testigos con cámara.
—Quizás estés exagerando un poco en el modo de expresarlo. Pero eso era más o menos lo que quería decir.
—Exactamente eso.
Se rieron un poco. Se quedaron en silencio.
—En realidad me estás pidiendo que haga algo ilegal —dijo Bjørn.
Yngvar abrió la boca para protestar.
«Ilegal no. Sólo te estoy pidiendo que aflojes un poco las riendas. Que hagas la vista gorda. Que corras un riesgo, nada más; en nombre de la justicia», pensó.
—Sí —dijo en su lugar—. Supongo que eso es lo que estoy haciendo.
—No se cumplen las condiciones para hacer una entrega en secreto de los extractos. Para nada. Ni para entregarlo de ninguna manera, para ser más precisos.
—Sin una orden no tengo la menor posibilidad de mirar su cuenta —dijo Yngvar, notaba cómo le ardían las mejillas con el calor del alcohol—. Y sin mirar su cuenta no tengo la menor oportunidad de averiguar dónde estaba cuando tuvieron lugar los asesinatos.
—¿No podrías simplemente preguntarle a ella?
Bjørn lo miró por encima de las gafas.
—¿Preguntarle a ella?… ¡Ja!
—Si te permite estudiar su cuenta, quiero decir. No dónde estaba. Tal y como la describes, no me sorprendería que te dijera que sí. Tu relato trata sobre una mujer que quiere que la vean. Que desea mostrarse ante ti en breves momentos, desde donde no la puedas alcanzar, pero de todos modos… ahí. Presente. Como un elfo del bosque. Con haber visto uno, se puede jurar que existen. Pero nunca se puede demostrar.
La madera crepitó en el hogar. De vez en cuando las llamas se hinchaban en lenguas azuladas y amarillas. Un leve aroma a alquitrán se mezclaba con el olor del fuerte whisky de malta; brea y corteza quemada. Bjørn cogió un pequeño cofre de madera de un estante y abrió la tapa.
—Coge uno —dijo, Yngvar sintió que se le humedecían los ojos.
—Gracias —dijo—. Muchas gracias.
Prepararon los puros en silencio. Yngvar los encendió con una cerilla basta y tuvo que contener un suspiro de somnoliento bienestar.
—Lo que tienes que saber de Wencke Bencke —dijo, echando un aro de humo hacia el cielo— es que ha pensado en todo. No sé si habrá nada que cosechar en un extracto de su cuenta. Lo más probable es que no. Todo indica que esto también lo ha previsto. Es aguda y buena en su oficio. Sería inconcebible que no hubiera cubierto sus huellas, también las electrónicas. Pero si no lo hubiera hecho…
Se metió el puro en la boca. El fino tabaco seco se le pegaba a los labios. El humo era suave y casi resultaba fresco en la garganta.
—Si contra todo pronóstico se le hubiera escapado un punto tan central, sería que no se le ha escapado.
Se rio un poco y se quedó mirando el grueso puro afeitado.
—Entonces sería parte del juego. Está tan segura, tan benditamente convencida de que nunca vamos a encontrar nada que justifique una orden de arresto, que se siente protegida. Sabe que no lo vamos a poder comprobar sin su permiso. O sin una orden justificada por razones de peso para la sospecha. Nosotros no tenemos ninguna de las dos cosas. Y ella lo sabe.
Bjørn le acercó un cenicero.
—Necesito esa orden —dijo Yngvar, y golpeó el puro contra el canto—. Sé que te estoy pidiendo muchísimo. Pero tienes que entender que…
El viento había cambiado. Ahora soplaba del oeste. La lluvia había pasado a violentos chaparrones. Un rayo brilló azulado en el jardín. Por un momento se pudieron ver los árboles desnudos; nítidos, pero con sombras planas, como en una fotografía malograda. El estruendo llegó un segundo después.
—Una tormenta ahora —murmuró Bjørn—. Un poco pronto, ¿no? ¿Y con este frío?
—Tú eres juez —dijo Yngvar dándole una calada al puro—. Has estado en el aparato judicial… ¿Cuánto tiempo?