No había modo de contar la verdad.
Ni siquiera hubiera podido decirlo al principio, cuando todavía tenía la oportunidad de hacerlo, en el cuarto, con el policía que tenía pinta de estar a punto de echarse a reír.
Ese viernes había sido la última vez, y no le había costado nada olvidarlo.
Entonces vino Bård.
Menudo idiota.
Trond metió las manos en los bolsillos del abrigo. Caminaba rápido. A esa hora no había nadie más en la calle y, en la fila de casas sin luz, hacía ya tiempo que la gente se había retirado. Un gato cruzó la calle, se detuvo un instante y lo miró fijamente con sus ojos amarillos fosforescentes antes de desaparecer entre unos matorrales.
Echaba de menos a Vibeke. Un sumidero se le había instalado bajo las costillas; una añoranza que no recordaba haber sentido antes, pero que se parecía a la añoranza de su madre, que sentía cuando era pequeño y estaba de campamento.
Vibeke era tan fuerte. Ella lo hubiera arreglado.
Las lágrimas le dejaban huellas heladas sobre las mejillas.
Se sorbió los mocos, se los sonó masculinamente con los dedos y se detuvo. En el mismo lugar donde el taxi había parado para que vomitara. La nieve lo cubría todo ahora, pero estaba bastante seguro. Probó a clavar la punta de la bota en la nieve. Aquí había más luz, cada quince metros había una farola. La nieve fulguraba como diamantes azulados cuando le pegaba patadas.
Apareció su reloj de pulsera.
Se inclinó con sorpresa.
Era su reloj. Sopló, le quitó la nieve, se lo puso ante los ojos. Las cuatro menos veinte. El segundero avanzaba fielmente y la pantalla de la fecha mostraba el número dieciocho.
El plástico helado le escoció en la piel al ponerse el reloj.
Se alegró y sonrió. El reloj le recordaba a Vibeke, colocó la mano en torno a la correa negra y presionó.
Debería avisar.
Con el jaleo que había montado con el reloj, tendría que avisar a Yngvar Stubø de que había aparecido. Trond se había equivocado, así de claro. No lo había dejado en casa, había ido con él a la fiesta y se le había caído cuando estaba agachado vomitando la borrachera.
Quizás el policía pensaba remover cielo y tierra para resolver el asunto. Lo último que deseaba Trond es que se removiera cielo y tierra. Quería tener tranquilidad y el menor contacto posible con la policía.
La solución era un SMS. Stubø le había dado el teléfono de su móvil asegurándole que podía llamar cuando quisiera. Un SMS no era nada peligroso. Un mensaje de texto era algo cotidiano y poco dramático, un método moderno de transmisión de recados triviales y pequeñas nimiedades.
«He encontrado el reloj. Lo había perdido. ¡Disculpas por el jaleo! Trond Arnesen.»
Ya estaba hecho. Se dio la vuelta. No podía pasarse las noches deambulando por las calles. Quizá pudiera encontrar un DVD con el que matar el tiempo. Podía tomarse una de las pastillas para dormir de Vibeke. Nunca las había probado, así que era probable que cayera rendido si se tomaba dos. Eso le resultaba tentador.
El libro desaparecido no le importaba nada.
Que Rudolf Fjord se comprara uno nuevo.
—Yngvar.
Inger Johanne le pegó un empujón.
—Hummm…
Yngvar se colocó de costado.
—Tengo miedo —dijo ella.
—No tengas miedo. Duerme.
—No lo consigo.
Él suspiró elocuentemente y se cubrió la cabeza con la almohada.
—A veces tenemos que dormir un poco. —Su voz sonó medio ahogada—. Sólo alguna que otra vez. Asomó la cabeza y bostezó.
—¿Y de qué tienes miedo ahora?
—Me he despertado cuando ha pitado tu móvil y entonces… —aclaró ella.
—¿Me han llamado al móvil? Joder, debería…
Sus manos tantearon la lamparita de la mesilla en busca del interruptor. El vaso de agua se volcó.
—Joder —jadeó Yngvar—. ¿Dónde…?
La luz lo alcanzó en toda la cara. Hizo una mueca y se incorporó en la cama.
—No han llamado —dijo Inger Johanne rápidamente—. Pitó. Y después…
Yngvar manejaba torpemente el móvil. La luz verde brillaba.
—Por Dios —murmuró—. Vaya horas para mandar un mensaje. Pobre chico. No podrá dormir, supongo. Parece un poco aprensivo, si te soy sincero.
—¿Quién? —ella estaba despejada.
—Trond Arnesen. Olvídalo. No tiene importancia. —Se levantó entumecido y se estiró los calzoncillos—. Está bien que por fin hayas accedido a que Ragnhild duerma sola, la verdad. Si no andaríamos todos por aquí como zombis. Como si no lo estuviéramos ya.
—No te enfades, anda. ¿Adónde vas?
—El agua —dijo él, airado y señalando—. Tengo que buscar un trapo.
—Déjalo. Sólo es agua.
Por un momento vaciló, luego se encogió de hombros y se volvió a meter bajo el edredón. Amortiguó la luz y alargó el brazo hacia Inger Johanne. Ella se arrimó a él.
—Hummm…
—¿De qué tienes miedo? —repitió Yngvar—. Ragnhild está bien.
—No es eso. Son estos casos…
—Lo sabía —dijo él, desanimado, y se recostó mejor.
La luz seguía rasgándoles desagradablemente los ojos.
—Nunca debería haberte metido en este lío. Soy un idiota. ¿Podrías apagar la luz?
—Mmm. Sólo que creo que andáis mal de tiempo —apuntó ella.
—¿Qué quieres decir?
—Lo que digo. —Inger Johanne pretendía ser clara.
—Todos sabemos que el tiempo es nuestro peor enemigo —dijo él bostezando largamente—. Pero, por otro lado, ya que el caso es que no encontramos pistas calientes, es mejor que seamos minuciosos. Que pongamos una piedra sobre otra.
—Pero…, y si…
Él se desembarazó bruscamente y se incorporó hasta sentarse.
—Son casi las tres —jadeó—. ¡Quiero dormir! ¿No podríamos dejarlo para mañana?
—¿Y si el autor de los hechos hubiera ido sólo por una de las víctimas? —dijo lentamente Inger Johanne—. Si por ejemplo iba por Fiona, y a Vibeke se la quitó de en medio para camuflar sus motivos.
—Oye —dijo Yngvar llenándose los mofletes de aire—. Vivimos en Noruega. ¡Asesinatos de camuflaje! ¿Alguna vez has oído hablar de algo así?
—Sí. Muchas veces —admitió ella.
—Pero ¡no aquí! —Al estampar las manos contra el edredón, Yngvar produjo un sonido ahogado—. ¡No en el pequeño reino de Noruega, donde la gente, por lo general, se mata con un cuchillo y porque está borracha! ¡Además de que un solo asesinato es un camuflaje bastante mísero, la verdad! ¡Y ahora tenemos que dormirnos!
—Shhhhh —sopló ella.
—Hablo tan alto como me dé la gana.
—Estoy de acuerdo en que un solo asesinato es poco camuflaje —insistió Inger Johanne—. Por eso andáis mal de tiempo.
Yngvar se levantó de un salto y el suelo crujió por el golpe. El agua salpicó y él se puso a maldecir. El vaso rodó lentamente bajo la cama.
Agarró el edredón y fue hacia la puerta.
—Es admirable el poco sueño con el que tú te apañas —dijo. Ella hubiera jurado que le temblaba la voz, como si se estuviera obligando a no llorar—. Pero como ves a mí no me pasa lo mismo. Si tienes miedo…
—Yo…, esto.
A Yngvar se le hundieron los hombros. Tenía problemas con la ropa de cama. Después suspiró profundamente y continuó:
—Me puedes despertar, por supuesto. Pero que sea que tengas mucho miedo. Que estés verdaderamente aterrorizada. Me voy a dormir a la cama de Kristiane. Buenas noches.
La puerta se cerró de un portazo. Ragnhild rompió a llorar.
A Vegard Krogh no le gustaba el bosquecillo que tenía que atravesar para llegar a casa de su madre. Cuando era pequeño, sólo se atrevía a coger el sendero a pleno día y, preferiblemente, en compañía. Se contaba que entre los árboles había fantasmas. Se decía que el sitio fue en tiempos un cementerio desmantelado en el siglo XVIII sin ningún respeto por el descanso de los muertos. Los
poltergeists
se tomaban la revancha, pensaban los niños del barrio, asediando sin descanso a quienes alguna vez se aventuraban a penetrar en el bosque después de la entrada de la noche.
Pamplinas, por supuesto, y a Vegard Krogh le daba pereza dar el rodeo. Era ya tarde por la noche del jueves 19 de febrero. La nieve, que el último par de días se había posado sobre las ramas desnudas formando una fina manta entre los árboles, por suerte proporcionaba un poco de luz. Al menos veía el pie que ponía delante.
Llevaba dos elegantes bolsas de diseño. La madre le había prestado quince mil coronas sin vacilar y sin la preceptiva y quejumbrosa reprimenda por ser ya un hombre adulto y casado que debería mantener en orden su propia economía. Al contrario, le había entregado el dinero con brillo en los ojos. A cambio, le había prometido a la madre pasar un par de noches con ella. Estaba bien, tendría una buena comida a la mesa y vino gratis en la copa.
Quince mil coronas no daban para mucho, pero estaba contento. Al escribir el
weblogg
del día, estuvo tentado de mencionar la invitación. No lo hizo. Discreción, había pensado, y se conformó con hacer una descripción de sus compras. Acabó siendo una epístola irónica sobre las boutiques en las que hay cinco prendas y dos empleados que dan la impresión de estar tan cansados de la vida como para pegarse un tiro en la sien en cualquier momento.
Quizá los lectores más importantes comprendieran por qué él, que normalmente iba en vaqueros y sudadera de capucha, había fulminado una fortuna en Kamikaze y Ferner Jacobsen, donde finalmente había encontrado algo que creía ser tanto
casual
como
sharp
.
Tres de los ensayos de
Puenting
estaban accesibles en su página Web. No le había pedido permiso a la editorial. De todos modos no hacían una mierda por difundir el material. Lo mismo daba. Mañana pondría un par más. La gente se había abalanzado sobre ellos. La primera discusión tardó sólo un par de horas en comenzar. Era sobre todo la parte sobre la cultura ligera establecida la que había desencadenado el debate. Utilizaba el cartón de leche como metáfora en una historia sobre los superfluos productos de masas del estado del bienestar. No sabían a nada, no servían para nada y estaban por todas partes, en envases de marca fácilmente reconocibles que recirculaban eternamente en su corrección política. «Cultura desnatada», se llamaba el ensayo, y cuando añadió una pequeña pista con vínculo a la sección cultural del periódico
Dagbladet
, la polémica se desató.
Vegard Krogh caminaba a paso ligero. Las botas eran nuevas y le iban bien al pie. Las gruesas suelas le permitían caminar sin problemas por el sendero resbaladizo.
Quizá debería dar más la lata y llegar a un acuerdo con la NRK para trabajar como autónomo.
Gran Estudio
no era un programa exactamente de su tipo. Demasiado fácil, por supuesto, y demasiado superficial. Pero era un programa lo suficientemente ágil, a veces incluso rudo y urbano, y además Anne Lidmo era una mujer elegante.
Se iba a esforzar más para conseguir el trabajo.
Pronto saldría del bosquecillo. A la vuelta de la curva en ligera pendiente, pasando la pequeña loma donde en tiempos construyó una casa en un viejo roble, junto al borde del bosque, estaba la casa de su infancia. Su madre le había prometido comida, aunque llegara tarde.
Alguien venía caminando detrás de él. La angustia le oprimía el cuello, reconocía el miedo de las sofocantes carreras de su infancia a través del bosque con los fantasmas en los talones.
Se volvió tranquilamente. Notó que agarraba las bolsas de las compras con más fuerza, como si lo peor que le pudiera ocurrir fuera que le robaran sus prendas nuevas.
La persona no estaba detrás de él, ahora se daba cuenta. Salía del bosque, de entre los árboles, donde no había sendero y las huellas formaban una cadena de irregulares agujeros negros en la nieve nueva. Resultaba difícil percibir más que el contorno de la silueta. A Vegard Krogh casi lo deslumbra la luz de una potente linterna.
Llevaba ropa llamativa, vio.
Un mono blanco.
El miedo se apaciguó un poco.
—¡Joder! —dijo Vegard Krogh alzando el brazo para hacerse sombra de la potente luz—. Asustas a la gente yendo así de hurtadillas.
La linterna fue bajada y apartada; ahora era la propia cara de la silueta la que estaba iluminada, desde abajo, como hacían los niños más traviesos para asustar a los más pequeños, en la penumbra de las noches de verano, cuando se exaltaban los unos a los otros hasta que echaban a correr aterrorizados, sobre los muertos vivientes.
—Tú —dijo Vegard Krogh, sorprendido, medio irritado; entrecerró los ojos y examinó el rostro más de cerca—. ¿Tú? ¿Eres…? —Se inclinó, ahora furioso—. ¿Eres tú? ¿Qué…? Joder, me has…
Cuando la linterna de dos kilos de peso lo alcanzó en la sien con una tremenda fuerza, no murió. Simplemente se desplomó y cayó de rodillas.
La linterna lo golpeó otra vez, esta vez en la parte de atrás de la cabeza, con un crujido carnoso que quizá lo hubiera fascinado en caso de haber tenido la oportunidad de oírlo.
Pero Vegard Krogh estaba sordo. Murió antes de que el cuerpo alcanzara el deslizante suelo helado.
La mañana del viernes 20 de febrero, Yngvar Stubø caminaba detrás de Sigmund Berli y Bernt Helle. Lo primero que percibió al cruzar las puertas acristaladas del hospital color amarillo situado a las afueras de Oslo fue el hedor a institución. No entendía por qué se obligaba a las personas que necesitaban cuidados a vivir entre el olor del pescado hervido hasta la saciedad y el de los penetrantes productos de limpieza. La pobreza pública no carecía de riesgos, pero estaba claro que el aire fresco era gratis. Al entrar por la puerta del cuarto en que Yvonne Knutsen yacía inmóvil en su cama, por tercer año consecutivo, apenas pudo controlar su impulso de abrir las ventanas.
—Yvonne —dijo Bernt Helle—. Soy yo. Hoy vengo con la policía. ¿Estás dormida?
—No.
Volvió la cara hacia su yerno. La sonrisa era reservada. Bernt Helle le puso la mano sobre el brazo y le dio un fugaz beso en la mejilla. Después acercó a la cama la única silla del cuarto y se sentó. Yngvar y Sigmund seguían de pie junto a la puerta.
—Ya sé que preferirías no hablar con nadie —dijo Bernt Helle cogiendo con su manaza la fina mano de Yvonne Knutsen, en la que se veía brillar las venas en azul pálido bajo la piel—. Aparte de Fiorella y yo, quiero decir. Pero ahora es un poco importante. Que hables. Verás…