Inger Johanne se sentó lentamente sobre la mesa. La casa estaba en silencio. No se oía ni un ruido de fuera. Los vecinos de abajo estaban de viaje. Inger Johanne e Yngvar estaban solos, al otro lado de la calle alguien apagó una luz.
De pronto llegó llanto del cuarto de las niñas; el chillido doloroso y desgarrador de un bebé de seis semanas de edad.
Wencke Bencke salió despacio a través de las puertas de la recepción del canal público NRK. Era una noche de marzo fresca. Corría el aire. Al mirar al cielo, vio a Venus relumbrar en un hueco azul marino entre las nubes oscuras a la deriva. Sonrió a los periodistas y dejó que los fotógrafos le sacaran aún más fotografías antes de meterse en un taxi y darle una dirección al taxista.
Todo había cambiado. Mucho más de lo que se hubiera atrevido a esperar. El viernes pasado ya lo había notado en Gardermoen, cuando le dio las gracias a la azafata con una amplia sonrisa. Si antes iba encorvada y cabizbaja, ahora llevaba la espalda recta. Había paseado por los interminables pasillos del aeropuerto con una bolsa de
tax-free
colgando alegremente de la mano. Había alzado la mirada. Se había fijado en los detalles del bello edificio; las enormes vigas de madera laminada y el juego de colores de la obra de arte junto a las escaleras que bajaban a la zona de llegadas. Esperó pacientemente su equipaje y charló con un niño pelirrojo que hurgaba su ordenador con curiosidad. Sonrió al padre del niño y se ajustó el nuevo abrigo de Armani que se había comprado en la Gallerie Lafayette en Niza, y que la hacía parecer tan nueva como de hecho se sentía.
Era fuerte.
Y tan maravillosamente segura de sí misma.
Hacía muchos años, cuando entregó su primer manuscrito y descubrió que aquello era a lo que se iba a dedicar, tomó al mismo tiempo una decisión. Iba a hacerse experta en crímenes. Especialista en asesinatos. La raza de los críticos literarios no era de fiar. La dialéctica de los medios de comunicación era previsible y horrenda: primero te subían a la cima y luego te tiraban abajo. El editor la había advertido ya en aquella ocasión. La había mirado con ojos infinitamente tristes, como si Wencke Bencke al debutar como escritora de novelas policíacas estuviera adentrándose voluntariamente en un eterno purgatorio. Y en ese mismo momento lo decidió: nunca iba a leer una reseña.
Nunca, nunca cometería errores.
Iba a crear tramas perfectas. Nunca iba a juzgar mal el efecto de un arma. Quería saberlo todo sobre la anatomía de las personas, sobre los navajazos y las palizas, sobre las heridas de bala y los envenenamientos. Investigación y táctica. Química, biología y psicología. Iba a hacerse con información de toda la cadena económica criminal, desde las organizaciones más poderosas hasta el más humilde de los yonquis que se acurrucaban al final de la escalera de mando, con la mano vuelta hacia arriba: «¿Tienes algo de calderilla?».
No fue capaz de mantener la primera promesa.
Leía las reseñas tan pronto como aparecían impresas.
Pero nadie diría nunca: «Wencke Bencke no sabe lo que se dice».
Y nadie lo dijo.
Llevaba estudiando y leyendo desde 1985. Había hecho investigaciones de campo. Había viajado. Había observado y había examinado. Con el tiempo se dio cuenta de que la teoría nunca podía sustituir a la práctica. Tenía que concretar. El universo ficticio se le hacía demasiado poco tangible. La vida real estaba llena de detalles y de sucesos imprevistos. Desde el escritorio era difícil representarse la multitud de detalles aparentemente insignificantes, de sucesos triviales que al final podían jugar un papel determinante en un caso de asesinato.
Empezó a estudiar a gente real.
El archivo surgió en 1995. Para el libro que iba a escribir necesitaba un director de orfanato y un policía de mala fama. Le escandalizó lo fácil que le resultó encontrarlos. Vigilar a la gente era un aburrimiento, obviamente; horas de espera y de observaciones sin importancia. Las anotaciones eran secas y carentes de pasión.
Pero se le hizo más fácil escribir.
Los reseñistas se mostraron positivos. Su octavo libro fue recibido con cierto entusiasmo, como lo había sido el primero. Un par de críticos señalaron que daba la impresión de que Wencke Bencke estaba más fresca que en mucho tiempo, casi renovada.
Se equivocaban.
Se aburría más que nunca. Vivía apartada del mundo. Hacía mapas de la vida de los demás, pero nunca intervenía en esas vidas, y el archivo iba creciendo. Compró un armario de acero, un artefacto a prueba de incendios que colocó en su dormitorio.
A veces, por las noches, se quedaba en la cama leyendo el contenido de una carpeta. A menudo resultaba irritante. La gente llevaba vidas tan parecidas. El trabajo y los niños, las infidelidades y las borracheras. Los proyectos de obras y los divorcios, los problemas económicos y los mercadillos del equipo de fútbol. Ya podía estudiar a políticos o a dentistas, a gente rica o a clientes de la ayuda social, a hombres o a mujeres, eran todos asombrosamente parecidos.
«Soy única —pensó reclinándose sobre el confortable asiento del taxi—. Y ahora me están viendo. Por fin me ven, como lo que soy. Una experta fuera de lo común. No alguien que entrega todos los otoños su examen para que lo desprecien con ardor de estómago. Puedo. Sé. Y hago.
»Él me vio. Se asustó. Lo sentí; quitó la mano de golpe y miró hacia otro lado. Ahora me están viendo, pero no como yo los veo a ellos. No como yo la veo a ella. Su carpeta es muy gruesa. Su carpeta es la más gruesa que tengo. La he seguido mucho tiempo, y la conozco.
»Ahora me están viendo, y no pueden hacer nada.»
—Mira esto.
Yngvar le enseñó el
Dagbladet
, abierto por la página cinco. Seguía pálido, pero había dejado de dar la impresión de estar gravemente enfermo.
—Wencke Bencke —dijo Inger Johanne, daba vueltas por la habitación con Ragnhild contra el hombro—. ¿Y qué?
—Mira la marca. En la solapa de la chaqueta.
Ella le pasó tiernamente a la niña, cogió el periódico y dio un par de pasos hacia la lámpara de pie.
—Todo encaja —dijo él arrullando a la niña—. Encajan demasiadas cosas de tu perfil. Wencke Bencke realmente tiene el crimen como especialidad. ¡Una escritora de novela policiaca de renombre internacional! Superior sobre el terreno a la mayoría de los asesinos en serie. Malhumorada y amarga, si nos fiamos de los retratos que se han compuesto de ella, a pesar de que nunca concede entrevistas en Noruega. Hasta ahora, vamos. Algo tiene que haber cambiado. Lleva mucho tiempo siendo una ermitaña. Justo como dijiste. Como describía tu perfil. —Ragnhild entreabrió los ojos. Yngvar le pasó la mano por la frente y dijo—: Mira el broche que lleva.
La fotografía del
Dagbladet
no era especialmente buena. Wencke Bencke estaba a punto de decir algo; tenía la boca abierta y los ojos muy redondos bajo las gafas, que se caían sobre la punta de su pequeña nariz respingona. Pero los contornos de la fotografía eran claros. El broche sobre la solapa izquierda de la chaqueta se veía bien.
—Sabía quién era yo —dijo Yngvar al aire—. Era yo quien le interesaba.
—Esto es peor de lo que crees —dijo Inger Johanne.
—Peor…
—Sí.
—¿Qué quieres decir?
Ella se dirigió al dormitorio sin responder la pregunta. La oyó buscar en los cajones de la gran cómoda. El portazo de la puerta de un armario. Los pasos continuaron; hacia el armario trastero, pensó él.
—Mira esto.
Había encontrado lo que estaba buscando. Cogió a Ragnhild de sus brazos y la tumbó de espaldas en el suelo, bajo un móvil con adornos colgando. La niña se regocijó y alargó los bracitos hacia las figuras coloridas. Inger Johanne le pasó la carpeta de anillas que había traído. Era blanca, con una gran marca circular sobre la tapa.
—El logotipo del FBI —dijo él frunciendo el ceño—. Lo conozco, claro. Tengo una placa en el despacho. A eso me refiero, por eso…
Señaló la foto del
Dagbladet
.
—Sí —dijo ella—. Pero te digo que es peor de lo que piensas. —Se sentó junto a él, sobre la punta del sofá—. Los estadounidenses aman sus símbolos —dijo enderezándose las gafas con el dedo índice—. La bandera.
Pledge of Allegiance
. Los monumentos. Nada es casualidad. Esto azul…
Señaló el fondo oscuro del emblema.
—¿Esto azul?
—…junto con la balanza en la parte alta del escudo, simboliza la justicia. El círculo contiene trece estrellas, que representan los trece estados que tenía Estados Unidos al principio. Estas rayas rojas y blancas de aquí son de la bandera. El rojo simboliza el valor y la fuerza. El blanco: la pureza, la luz, la verdad y la paz.
—Es obvio que les parecen más importantes el valor y la fuerza que la verdad y la paz —dijo Yngvar—. Puesto que hay más rayas rojas que blancas, quiero decir.
Inger Johanne no tenía fuerzas para sonreír.
—Así es también la
Star Spangled Banner
—dijo—. Las rojas son una más que las blancas. El ribete de picos en torno al emblema simboliza los grandes retos a los que se enfrenta el FBI, y también la fuerza de la organización.
Ragnhild agitaba las piernas y pataleaba. Las figuras de madera entrechocaban. Yngvar se rascó el cuello y murmuró:
—Imponente. Pero no sé exactamente adonde quieres llegar.
—¿Ves estas dos ramas? —Pasó la uña por las dos líneas de hojas que discurrían a ambos lados del escudo rojo y blanco del interior—. Laurel. Con una lupa podrías contar exactamente sesenta y cuatro hojas. Tantas como estados había en el país en 1908, cuando fue fundado el FBI.
—Sigo muy impresionado —dijo Yngvar—. Pero…
—Ahora mira esto.
Inger Johanne sostuvo la página del periódico con la fotografía de Wencke Bencke bajo la lámpara.
—Miro, miro…
—El broche. El laurel. ¿Lo ves?
—No es laurel.
Él entrecerró los ojos.
—No —dijo ella.
—Son… ¿Plumas?
—Sí.
—Plumas en vez de laurel. ¿Por qué?
—Son plumas de águila —dijo ella.
—Plumas de águila…
—¿Quién usa plumas de águila? —preguntó Inger Johanne.
—Los indios.
—Los jefes indios.
—Los jefes indios —repitió él dócilmente y sin comprender nada.
Inger Johanne levantó cuidadosamente a Ragnhild y se la colocó sobre el hombro. Olía el aroma a jabón y la peste de la caca. Una mancha marrón se estaba extendiendo por el muslo del pantalón de la cría. La abrazó contra su cuerpo.
—
The Chief
—dijo ella—. Warren Scifford. Una panda de estudiantes se hizo estos broches. Cien ejemplares. Se montó un verdadero infierno cuando lo descubrieron. No se juega con la heráldica del FBI. Con el tiempo los broches fueron adquiriendo bastante valor. La gente los llevaba en la parte de dentro de la solapa. Como un carné de socio, como un signo de estar dentro. Ser uno de los discípulos de Warren. A él… le encantaba, claro. No quería saber nada del asunto, pero… le encantaba.
—Así que esto significa que…
—Significa que Wencke Bencke de algún modo u otro conoce a Warren. Ha oído hablar de él, lo ha escuchado o ha hablado con alguien que lo conoce.
—Que a su vez significa que…
—Que desea que la veamos —dijo Inger Johanne.
—¿Cómo?
—Nos está invitando. Retando. Se presenta en la tele, tras doce años de silencio. Deja que le hagan fotografías. Habla. Mata a un vecino y llama a la policía. No quiere esconderse. Se escondió durante muchos años y terminó por serle insoportable. Quiere volver a la luz de los focos, no salir de ella. Y lleva esta marca con la esperanza de que la veamos. Nosotros. Con la esperanza de que la comprendamos. Está jugando con nosotros.
—¿Con nosotros? ¿Nosotros dos?
Inger Johanne no respondió. Hizo una mueca hacia el olor, que era cada vez más fuerte, y se dirigió al baño. Él la siguió.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Yngvar en voz baja.
Ella seguía sin querer contestar. Dejó el agua correr y se inclinó para coger un trapo, con una mano sobre la tripa de Ragnhild, que estaba tumbada sobre la mesita de aseo.
—¿No había desaparecido un libro? —preguntó ella.
—¿Un libro?
—No te tapes la nariz, Yngvar. Esto de aquí es tu hija. —Dejó correr el agua sobre el culito de Ragnhild y continuó—: En casa de Trond Arnesen. Echaba en falta un libro. Y un reloj. El reloj volvió a aparecer. Pero ¿han encontrado el libro? Pásame la pomada.
Él se puso a rebuscar en la cesta junto al lavabo.
—Había un libro —dijo él despacio, y se detuvo, en una mano tenía un tubo de pomada de zinc y en la otra un pañal—. Es verdad. Me preocupé un poco por el reloj durante un tiempo. Me olvidé del libro. Completamente. Sobre todo cuando Trond encontró el puto reloj. Lo del libro no parecía tener ninguna importancia. Era una novela policiaca, creo, un libro que Trond decía que había estado sobre la mesilla, pero…
—Wencke Bencke —dijo ella—. La última novela de Bencke.
Las manos eran anormalmente rápidas, casi bruscas, cuando metió el pañal debajo del culete del bebé y pegó las tiras.
—Fue su primer asesinato —dijo con la misma rapidez—. Tenía cuidado. Vibeke Heinerback vivía en un lugar apartado y esa noche estaba sola, cosa que podía saber cualquiera que mirara su página web. Un asesinato sin peligro. Casi carente de riesgo, si se sabe lo que se hace. Wencke Bencke sabe lo que se hace. Así que cogió el libro. Lo firmó, Yngvar, pero nadie se dio cuenta. Nadie comprendió lo que significaba. Y la siguiente vez…
El body del bebé se resistía. Inger Johanne no conseguía meter el brazo izquierdo y Ragnhild se puso a llorar.
—Déjame —dijo Yngvar, y cogió el relevo.
Inger Johanne se sentó sobre la tapa del váter con los codos apoyados sobre las rodillas y la cara entre las manos.
—La siguiente vez fue más lejos. Se acercó más.
Ahora daba la impresión de que a Inger Johanne le asustaba su propio razonamiento. Había bajado la voz y hablaba más despacio. Se enderezó, se mordisqueó el pulgar. Yngvar le puso un pijama limpio a Ragnhild, que hizo gorgoritos cuando la tumbó boca abajo sobre su brazo y la estrujó contra el cuerpo.
—La segunda vez —dijo Inger Johanne sin hacer señal de quererse levantar—. La segunda vez eligió a Vegard Krogh. Lo despreciaba. Estaba furiosa con él, probablemente. Llevaba años insultándola, ridiculizando todo lo que ella representaba. Wencke Bencke sabía que… —se pegó una palmada en la frente— la bufona campaña de Vegard Krogh… sería un diminuto dedo acusador en su dirección. No demasiado evidente. Desde luego que no. Él tenía muchos enemigos. Pero de todos modos…