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Authors: Ann Holt

Tags: #Intriga, policíaca

Crepúsculo en Oslo (7 page)

—Quizás una copita —dijo ella, y se sentó ante la mesa vacía.

—¿Podrías pasarle un trapo, por favor?

Con un gesto cotidiano, casi casual, Inger Johanne agarró los papeles que Yngvar había arrojado al llegar a casa. La carpeta era fina. En esta ocasión no había fotos. Un par de informes personales, dos notas manuscritas y un plano de Lørenskog con una cruz roja sobre la dirección de Vibeke Heinerback estaban enganchados sin ningún método, por lo que Inger Johanne podía apreciar.

—Esta vez tampoco tenéis mucho a lo que agarraros, por lo que veo.

—¡Descubrimos el asesinato esta mañana!

—Y tú has censurado la carpeta. ¿Querías ahorrarme las fotos? —preguntó Inger Johanne.

—No. —Parecía sincero y se sentó rascándose la cabeza—. Todavía no hemos sacado bastantes copias —añadió bostezando—. Pero no te pierdes nada. Una imagen horrorosa. Sobre todo lo de que…

—Gracias, gracias.

Enseñó las palmas de las manos y negó con la cabeza.

—Fuiste lo suficientemente explícito por teléfono. Yngvar. Visto así, al menos, sí que hay un rasgo común. Las liquidaron de un modo considerablemente grotesco. Los dos cadáveres están mutilados, simple y llanamente.

A Yngvar se le frunció el ceño. Ladeó la cabeza. Movía los labios, como si quisiera decir algo, pero sin saber bien qué.

—Mutilado —repitió finalmente—. Cortarle la lengua a alguien seguro que entra en el concepto de mutilación. En lo que se refiere a Vibeke Heinerback…

Volvió a adquirir esa expresión de duda. Guiñó los ojos entrecerrados y meneó la cabeza casi imperceptiblemente, como si la imagen de un asesino cazando mujeres famosas para matarlas fuera demasiado para él. Le echó una mirada a la cuna.

—¿Tú crees que es posible que se esté enterando de algo de esto? —preguntó Yngvar.

—Aún no tiene ni tres semanas.

—Pero el cerebro es como una esponja, ya sabes. Quizás inconscientemente lo capta todo y luego lo almacena. Puede que le vaya a influir, quiero decir. Más adelante.

—Tontorrón. —Inger Johanne alargó el brazo por encima de la mesa y puso la mano sobre la mejilla de él—. Tienes miedo de que la prensa tenga razón —dijo—. ¿Has visto las ediciones especiales de los periódicos?

Él negó con la cabeza. Ella no lo soltaba.

—Están dando un espectáculo de fiesta. Les tiene que haber destrozado que esto no se descubriera hasta esta mañana, y aún más tarde oficialmente. Las ediciones especiales son una chapuza tremenda. Llenas de especulaciones, de datos terriblemente imprecisos y hasta erróneos, a juzgar por lo que me has contado. «El asesino de famosas», lo llaman…, al autor de los hechos.

—O a la autora —dijo Yngvar, que le cogió la mano. Posó los labios sobre el dorso de la mano de la mujer y lo besó.

—O a la autora, vale. No seas tan puntilloso. Por suerte el telediario ha sido algo más escueto, pero también especulan con que ande por ahí un loco a la caza de mujeres guapas y de éxito. Al diario
VG
le ha dado tiempo de conseguir que un reconocido psicólogo les haga el perfil: un misógino discapacitado, rechazado por su madre y sexualmente frustrado.

Ella rio por lo bajo y le pegó un sorbito a la copa.

—¿Sabes?, hasta ahora no me había dado cuenta de lo bueno que es esto en realidad. Ahora que llevo diez meses sin probarlo, quiero decir.

—Eres… —insinuó él.

—Preciosa —completó ella, y le dirigió una sonrisa aún mayor—. ¿Tú qué piensas?

—¿Sobre ti?

—Sobre la conexión. La idea no os puede resultar completamente ajena. Sigmund, tú y algunos más trabajáis en los dos casos. Los dos casos..

—Ocurrieron en Lørenskog, las dos víctimas son mujeres, las dos son famosas, las dos son personajes de los medios con mucho carácter, las dos…

—Están estupendas. Estaban, al menos.

Dejó rotar la copa entre las manos mientras proseguía:

—Y, en los dos casos, el autor de los hechos ha dejado un mensaje, una humillación al cadáver de fuerte carga simbólica. —Inger Johanne hablaba ahora más despacio. El tono de su voz había caído, como si le hubiera asustado su propio temperamento—. La prensa aún no sabe nada del libro —dijo él—. Del Corán. En realidad se lo había pegado con celo a los muslos. Puede dar la impresión de que la idea fuera metérselo en el chichi, pero…

—¡No uses esas expresiones!

—Bueno, la vagina, la vulva. Tenía el libro pegado a los muslos con celo, junto a la vagina.

—O el ano.

—O el ano —repitió él, sorprendido—. ¡Debía de tener algo de eso in mente! ¡Del tipo
up yours
!

—Puede ser. ¿Más? —preguntó Inger Johanne.

Yngvar asintió y ella sirvió el resto de la botella en la copa de él. Apenas había tocado el contenido de su propia copa.

—Si nos ponemos de verdad a buscar rasgos comunes, aparte de los más evidentes, que pueden ser pura casualidad, es obvio que lo que se me ocurre es la fuerza simbólica —dijo ella—. Cortarle a alguien la lengua y dividirla en dos es una acción tan banal, de una simbología tan evidente, que te haría creer que el autor del crimen, de pequeño, leyó demasiados libros de indios. Una biblia musulmana metida por el culo tampoco es un mensaje demasiado sublime.

—No creo que a nuestros nuevos compatriotas les complazca mucho que digas que el Corán es una biblia —dijo Yngvar, que se llevó la mano a la nuca—. ¿Me harías el favor?

Ella se levantó, sonrió con satisfacción y se colocó detrás de él. Apoyó la espalda contra la barra americana y agarró firmemente la nuca de Yngvar.

Era tan ancho. Tan grande; se notaba como los músculos formaban duros racimos bajo la piel sorprendentemente suave. Su tamaño fue lo primero que la enganchó; le fascinó que un hombre pudiera pesar 115 kilos sin parecer realmente gordo. Poco después de que empezaran a vivir juntos, lo había puesto a régimen. Por la salud, le había dicho, pero él lo dejó a las tres semanas. No es que Yngvar se pusiera de mal humor cuando comía menos, es que se desesperaba. La tarde en que enjugó algo que podían ser lágrimas ante un plato con un pedazo de merluza hervida, una patata y un puñado de zanahorias al vapor, para luego irse al baño y quedarse allí el resto de la noche, pusieron punto final al proyecto. Le ponía mantequilla a todo, salsa a la mayoría y opinaba que una comida decente siempre tiene que acabarse con postre.

—Evidentemente es aún muy pronto para decir algo —dijo Inger Johanne taladrándolo con los pulgares entre los omoplatos y la columna vertebral—. Pero te quiero advertir que tengas cuidado con dar por hecho que se trata del mismo asesino.

—Por supuesto que no lo damos por hecho —jadeó él—. Más. ¡Un poco más arriba! Para decirte la verdad, me basta con pensarlo para morirme del susto. Quiero decir… Ahh. Ahí, sí.

—Quieres decir que como realmente se trate de un solo asesino, ya podéis prepararos para más —dijo Inger Johanne—. Víctimas, quiero decir. Más asesinatos.

A Yngvar se le petrificaron los músculos entre sus manos; enderezó la espalda, la apartó suavemente de sí y se puso la camisa. En el salón sonaban los pequeños resoplidos de Ragnhild, y era evidente que algún gato había salido a echar los tejos por la parte exterior de la casa. Sus maullidos rasgaban desagradablemente el silencio de la noche y a Inger Johanne le daba la impresión de que el olor a meado de gato llegaba hasta la segunda planta.

—Odio a esos animales medio salvajes —dijo, y se sentó.

—¿Podrías ayudarme? —Ahora había intensidad en la voz de Yngvar, casi insistencia—. ¿Eres capaz de sacar algo en claro de todo esto?

—Tengo demasiado poco. Ya lo sabes. Tengo que revisarlo todo… Necesito… —Luego se rio, abatida, y abrió las manos—. Por Dios. Claro que no os puedo ayudar. ¡Tengo una niña recién nacida a la que cuidar! ¡Estoy de baja! Claro que podemos hablarlo un poco por encima…

—No hay nadie en este país que sepa hacer esto tan bien como tú. Aquí no hay verdaderos
profilers
, y nosotros…

—Yo no soy una
profiler
—se enfadó ella—. ¿Cuántas veces te lo tengo que decir? Estoy harta de que…

—Vale —la interrumpió él enseñándole las palmas de las manos en señal de paz—. Pero, joder, no veas lo que sabes de trazar perfiles para no ser una profesional. Y tampoco conozco a nadie más que haya aprendido de uno de los tipos más destacados del FBI…

—¡Yngvar!

La noche antes de que se casaran, al final había prometido por lo más sagrado y con la mano sobre el corazón que nunca preguntaría por el pasado de Inger Johanne en el FBI. Se habían peleado, dura y extrañamente, ella con palabras que él no hubiera creído que ella supiera usar, él verdaderamente enfurecido por el hecho de que un período importante de la vida de ella fuera a quedar en la oscuridad.

Pero Inger Johanne no quería compartirlo. Nunca, y con nadie. Cuando era una jovencísima estudiante de Psicología en Boston, tuvo ocasión de participar en uno de los
profiler courses
de la Agencia Federal de Investigación. El director del curso era Warren Scifford, una leyenda ya a los cincuenta años, tanto por su pericia como por seducir sin escrúpulos a las estudiantes más prometedoras. Lo llamaban
The Chief
, e Inger Johanne había confiado en el viejo jefe de tribu, que le sacaba más de treinta años. Con el tiempo empezó a creer que era algo especial. Que la habían seleccionado, tanto él como el FBI, y que por supuesto se iba a divorciar de la mujer en cuanto los niños crecieran un poco.

Todo salió mal, y casi le costó la vida. Se metió en el primer avión que salía para Oslo, tres semanas más tarde empezó a estudiar Derecho y, en tiempo récord para Noruega, se licenció. Warren Scifford era un nombre que llevaba casi trece años intentando olvidar. El tiempo que pasó en el FBI, los meses con Warren y el catastrófico suceso que obligó a
The Chief
a retirarse medio año al escritorio de su despacho hasta que todo cayó en el olvido y volvió a ser uno de los chicos grandes era un capítulo de su vida que alguna vez le cruzaba la mente, involuntariamente y provocándole siempre mareos, pero sobre el que nunca, bajo ninguna circunstancia, quería hablar.

El problema era que Yngvar conocía a Warren Scifford. La última vez que se habían visto había sido el verano anterior, cuando Yngvar fue a un encuentro internacional de policías en Nueva Orleans. Al volver a casa mencionó su nombre de pasada durante la cena y a Inger Johanne le dio un violento ataque de rabia en el que rompió dos platos. Y luego salió corriendo hacia el cuarto de invitados, cerró la puerta con llave y se quedó dormida entre sollozos. Durante tres días no le dirigió más que monosílabos.

Ahora, de nuevo, estaba peligrosamente cerca de romper su promesa.

—Yngvar —repitió ella cortante—.
Don't even go there
!

—Relájate. Si no quieres ayudar, no ayudes y ya está. —Yngvar se recostó en la silla y le sonrió con indiferencia—. Al fin y al cabo, esto no es problema tuyo.

—No seas así —le dijo ella con hartazgo.

—¿Así, cómo? Me limito a constatar lo evidente. No es problema tuyo que anden por ahí matando y mutilando a alguna que otra mujer famosa a las afueras de Oslo.

Vació la copa y volvió a dejarla sobre la mesa, un poco demasiado fuerte.

—Tengo hijos —dijo Inger Johanne con vehemencia—. Tengo una niña de nueve años que requiere mucha atención y un bebé de un par de semanas, y un montón de cosas de las que ocuparme, como para encima tener que asumir un montón de responsabilidades en una investigación policial complicada.

—¡Está bien! Que está bien, te digo. —Yngvar se levantó de pronto y fue a buscar dos cuencos para el postre—. Macedonia, ¿quieres?

—Yngvar, francamente. Siéntate. Podemos… Estoy completamente dispuesta a hablar de tus asuntos. Así, por la noche, cuando las niñas se hayan acostado. Pero los dos sabemos lo mucho que exige hacer un perfil, lo absorbente…

—¿Sabes? —la interrumpió él, plantando el cuenco de plástico sobre la mesa con tanta fuerza que se salpicó la nata montada—. A la muerte de Fiona Helle no le falta riesgo: Trágico. Casada, con una niña pequeña y demasiado joven para morir. Es verdad que Vibeke Heinerback no tenía hijos, pero creo, quizá, que veintiséis es un poco pronto para abstenerse. Pero aparte de todo esto. Están muriendo personas. Las están asesinando.

—Sí…, ya lo sé…

Yngvar se pasó el dedo por el puente de la nariz; esa nariz recta y bien formada, cuyas fosas nasales se ponían a vibrar las raras veces que se enfadaba de verdad.

—En este país, día sí día no, se mata a gente, lo que me subleva, lo que me da… miedo… —Sorprendido por sus propias palabras, se quedó un poco aturdido antes de repetir—: Miedo. Tengo miedo, Inger Johanne. De estos casos no entiendo ni una palabra. Hay tantos rasgos comunes entre los dos que lo único en lo que pienso es…

—Cuándo caerá la próxima víctima —le auxilió Inger Johanne cuando tampoco esta vez Yngvar consiguió acabar la frase.

—Sí. Y por eso te estoy pidiendo ayuda. Ya sé que es mucho pedir. Ya sé que tienes más que suficiente con Kristiane y Ragnhild y tu madre y la casa y…

—¡Ok!

—¿Qué?

—Vale. Veré lo que consigo hacer. —Inger Johanne tenía un aire decidido.

—¿Lo estás diciendo en serio?

—Sí. Pero entonces voy a necesitar todos los datos. De los dos casos. Y una cosa tiene que quedar clara desde el principio: me puedo retirar en cualquier momento.

—En cualquier momento —asintió él con decisión—. Quieres que…, puedo cogerme un taxi al trabajo y…

—Son casi las diez y media.

La risa de ella sonó dócil. Pero no dejaba de ser una risa, pensó Yngvar. Escrutó su cara buscando algún signo de irritación: un temblor en el labio inferior, algún músculo que lanzara sombra sobre los pómulos. No vio más que dos hoyuelos y un largo bostezo.

—Voy a echar un vistazo a las niñas —dijo ella.

Yngvar amaba su manera de caminar. Estaba delgada sin ser enjuta. Incluso ahora, a pocas semanas del parto, se movía con la ligereza de un chico y lo obligaba a sonreír. Tenía las caderas estrechas, los hombros rectos. Cuando se inclinó sobre Ragnhild, el cabello le cayó sobre la cara, suave y enredado. Se lo colocó detrás de la oreja y dijo algo. Ragnhild roncaba ligeramente.

Yngvar la siguió hasta el cuarto de Kristiane. Ella abrió la puerta con cuidado. La niña dormía con la cabeza en la parte de los pies, con el cuerpo encima del edredón y tapada con el edredón de plumas. La respiración era constante. Un suave olor a sueño y a ropa limpia llenaba la habitación, Yngvar cogió a Inger Johanne entre sus brazos.

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