Read Crepúsculo en Oslo Online

Authors: Ann Holt

Tags: #Intriga, policíaca

Crepúsculo en Oslo (2 page)

—¿Me puedo ir ya? —preguntó débilmente—. ¿Me puedo ir?


Visceredera
al trono —dijo la chiquilla, y sonrió.

El hombre medio desnudo se pasó la cuchilla lentamente por el cuello antes de enjuagarla y volverse. La niña estaba sentada en el suelo sacándose el cabello a través de los agujeros de un gorro de baño estropeado.

—Así no puedes ir —dijo él—. Quítatelo, anda. Podemos coger el gorro que te han regalado para Navidad. ¡Seguro que te quieres poner guapa para ver a tu hermana por primera vez!


Visceredera
al trono —repitió Kristiane, y se caló más aún el gorro de baño—.
Peredera
al trono. Heredera al tono.

—Quizá lo que quieres decir es heredera al trono —dijo Yngvar Stubø, y se aclaró con agua el resto de la espuma—. Eso es alguien que antes o después acaba siendo reina.

—Mi hermana va a ser reina —dijo Kristiane—. Supongo que eres el hombre más grande del mundo, en realidad.

—¿Eso crees?

Alzó a la niña y se la colocó sobre la cadera. Los ojos de la chiquilla vagaron de un punto al otro, sin determinación, como si mirada y contacto físico al mismo tiempo fueran demasiado para ella. Era pequeña para sus casi diez años de edad.

—Heredera al trono —dijo Kristiane mirando al techo.

—Correcto. Resulta que nosotros no somos los únicos que hemos tenido hoy un bebé. También…

—Mette-Marit es tan guapa —le interrumpió la niña aplaudiendo entusiasmada con las manos—. Sale en la tele. Nos han dado pan con queso para desayunar. La mamá de Leonard ha dicho que ha nacido una princesa. ¡Mi hermana!

—Sí —dijo Yngvar, y la volvió a dejar en el suelo para intentar quitarle el gorro de baño sin tirarle demasiado del pelo—. Nuestro bebé es una hermosa princesa, pero no es heredera al trono. ¿Cómo piensas que se debería llamar?

Por fin el gorro se aflojó. Largos cabellos se adherían a su interior, pero Kristiane no reaccionó al dolor cuando él se lo quitó.


Abendgebet
—respondió ella.

—Eso significa «oración nocturna» —le explicó él—. No se llama así. La muchacha encima de tu cama, quiero decir. Es alemán, y explica lo que hace la chica de la foto…


Abendgebet
—dijo Kristiane.

—A ver qué dice mamá —dijo Yngvar, y se puso los pantalones y la camisa—. Ve a buscar el resto de tu ropa. Tenemos que poner tierra de por medio.

—Tierra de por medio —dijo Kristiane, y salió al pasillo—. Tierras. Con vacas y caballos y gatitos. ¡
Jack
! ¡El rey de América! ¿Quieres venir a ver al bebé?

Un enorme perro, con el pelo marrón dorado y una lengua que le caía de entre sus fauces sonrientes, salió corriendo del cuarto de Kristiane. Meneaba el rabo con entusiasmo al mismo tiempo que correteaba en torno a la niña.


Jack
se va a tener que quedar en casa —dijo Yngvar—. ¿Dónde se habrá metido tu gorro?


Jack
se viene con nosotros —dijo Kristiane alegremente, y ató una bufanda roja al cuello del animal—. La heredera al trono también es hermana suya. En Noruega hay igualdad entre los sexos. Las chicas pueden hacer lo que quieran. Eso dice la mamá de Leonard. Y tú no eres mi papá. Isak es mi papá. Eso lo digo yo.

—Y es todo verdad —se rio Yngvar—. Pero yo te quiero mucho. Y ahora vamos a tener que irnos.
Jack
se queda en casa. Está prohibido llevar perros al hospital.

—El hospital es para los enfermos —dijo Kristiane cuando él le puso el abrigo—. El bebé no está enfermo. Mamá no está enferma. Pero están en el hospital.

—Eres una pequeña muy lógica.

La besó en los labios y le caló el gorro sobre las orejas. De pronto ella lo miró a los ojos. Él quedó petrificado, como hacía siempre en estos raros momentos de apertura, repentinas mirillas a una existencia que nadie conseguía apresar del todo.

—Ha nacido una heredera al trono —dijo ella con solemnidad, antes de coger aire y seguir citando las noticias matutinas de la televisión—: Un acontecimiento para el país, para el pueblo, pero sobre todo para los padres, claro. Y todos nos alegramos especialmente de que en esta ocasión haya sido una niñita. —Un pitido sonó medio ahogado bajo la fila de ropa de abrigo que colgaba de un perchero—. El teléfono móvil —apuntó mecánicamente—.
Dam-di-rum-ram
.

Yngvar Stubø se levantó y se puso a palpar frenéticamente las chaquetas y los abrigos que colgaban en un caos hasta encontrar lo que estaba buscando.

—Hola —dijo con escepticismo—. Aquí Stubø.

Tranquilamente, Kristiane se volvió a quitar la ropa. Primero el gorro, después el abrigo.

—Un momento —dijo Yngvar al aparato—. ¡Kristiane! No… Espera un poco.

—No.

La chiquilla ya se lo había quitado casi todo. Sólo le quedaban la camiseta y las braguitas rosas. El leotardo se lo puso en la cabeza.

—Ni hablar —dijo Yngvar Stubø—. Tengo quince días de baja por paternidad. Llevo despierto más de veinticuatro horas, Sigmund. Por Dios, hace menos de cinco horas que ha nacido mi niña y ya…

Kristiane se colocó las piernas del leotardo como si fueran largas trenzas que bajaban por su tripita.

—Pipi Calzaslargas —dijo alegremente—. Tararí tarará.

—No —dijo Yngvar tan cortante que Kristiane pegó un respingo y rompió a llorar—. Estoy de baja. He tenido una hija. Yo…

El llanto de la niña se convirtió en aullidos. Yngvar no conseguía acostumbrarse a los broncos sollozos de la criatura.

—Kristiane —dijo abatido—. No estoy enfadado contigo. Hablo con… ¿Hola? No puedo. Por muy espectacular que sea todo el asunto, no puedo abandonar a mi familia en estos momentos y ya está. Adiós. Suerte.

Cerró la tapa de un golpe y se sentó en el suelo. Hacía ya rato que deberían estar en el hospital.

—Kristiane —repitió—. Mi pequeña Pipi. ¿No podrías enseñarme al señor Nilson?

No se le ocurrió la mala idea de abrazarla, sino que se puso a silbar.
Jack
se tumbó en su regazo y se echó a dormir. Bajo la boca abierta, una mancha de humedad se fue entendiendo por el muslo de su pantalón. Yngvar tarareó y canturreó y entonó todas las canciones infantiles que consiguió recordar. Pasados cuarenta minutos, el llanto de la niña se acalló. Sin mirarlo, Kristiane se quitó los leotardos de la cabeza y empezó a vestirse lentamente.

—Ya es hora de visitar a la heredera al trono —dijo sin tono en la voz.

El teléfono móvil había sonado siete veces.

Yngvar lo apagó vacilante, sin escuchar el contestador.

Transcurridos ocho días era obvio que la policía no había avanzado un solo paso. Cosa que no le sorprendía.

Los periódicos de Internet son desastrosos, pensó la mujer, sentada ante el ordenador portátil. Al no haberse tomado la molestia de contratar una conexión local, navegar le resultaba sangrantemente caro. Se estaba agobiando al pensar en el dinero que iba desapareciendo mientras ella esperaba la respuesta de una parsimoniosa línea analógica que se mostraba reticente en la conexión con Noruega. Obviamente podía irse al Chez Net. Cobraban cinco euros por cuarto de hora y tenían banda ancha. Desgraciadamente el sitio estaba desagradablemente lleno de australianos borrachos y británicos ruidosos, incluso ahora en invierno. Pasaba, por lo menos por ahora.

Era sorprendente lo poco que había llamado la atención el asesinato los primeros días. La niña de la realeza llenaba ella sola todo el circo mediático. El mundo verdaderamente quería que lo engañaran.

Pero ahora, por fin, habían empezado a cubrir la noticia.

La mujer, sentada ante el ordenador, no soportaba a Fiona Helle, simple y llanamente. Sus sentimientos, por supuesto, eran de una inquietante corrección política, pero así iba a tener que ser. Los periódicos usaban la expresión «apreciada por la gente». Ciertamente, ya que más de un millón de personas seguían sus programas, todos y cada uno de los sábados durante cinco temporadas consecutivas. Ella no había visto más que un par de ellos, justo antes de marcharse. Más que suficiente para constatar que, por una vez, iba a tener que estar de acuerdo con el modo en que la élite cultural, tan insoportablemente arrogante como de costumbre, calificaba ese tipo de entretenimiento. De hecho, fue uno de esos agresivos análisis, un artículo en el periódico
Aftenposten
, escrito por un catedrático de sociología, el que hizo que una noche de sábado se sentara ante la pantalla y desperdiciara una hora y media con Fiona en faena.

Claro, que tampoco fue en balde. Hacía siglos que nada la provocaba tanto. O los participantes eran idiotas o eran profundamente infelices. Pero difícilmente se les podía reprochar ninguna de las dos cosas. Fiona Helle, en cambio, era una mujer calculadora y de éxito, que ni siquiera era consecuente con su populismo, ya que entraba en el estudio engalanada con ropa de diseño comprada muy lejos de H&M. Sonreía sin pudor a la cámara mientras aquellas pobres criaturas revelaban sus sueños sin esperanza, sus falsas expectativas y desde luego también, su extremadamente limitada inteligencia.
Prime time
.

La mujer que se levantó de la mesa y se puso a dar vueltas por un salón ajeno sin saber exactamente lo que quería no participaba en el debate público. Pero tras un episodio de
Fiona en faena
se vio tentada de hacerlo. Cuando llevaba ya escrita media encendida carta al director, tuvo que sonreír e ironizar sobre sí misma antes de borrar el documento. Había pasado el resto de la noche alterada. El sueño se negaba a llegar y, para colmo, se permitió consumir un par de horrorosas películas nocturnas de TV3, de las que de todos modos sacó cierto provecho, según creía recordar.

Sentirse provocada era al menos una forma de emoción.

Y su forma de expresión no eran las cartas al director de
Dagbladet
.

Mañana iría a Niza para buscar prensa noruega.

C
apítulo 2

Era de noche en Tåsen. En la casa vivían dos familias, una en el primer piso y la otra en el segundo. En la calleja tras la valla del fondo del jardín había tres tristes farolas. Hacía mucho que la furia de los niños había reventado las bombillas con bolas de nieve dura. El vecindario parecía tomarse en serio el llamamiento al ahorro de electricidad. El cielo estaba claro y negro. Hacia el noreste, sobre el cerro de Grefsen, Inger Johanne veía una constelación de estrellas que le parecía reconocer. Le produjo la sensación de estar bastante sola en el mundo.

—¿Estás otra vez aquí? —preguntó Yngvar, abatido.

Estaba bajo el marco de la puerta de la entrada y se rascaba la entrepierna con gesto somnoliento. Los calzoncillos se le ceñían a los muslos. Sus hombros desnudos eran tan anchos que casi rozaban el marco de la puerta.

—Sí, aquí estoy…

—¿Cuánto tiempo vas a seguir así, bonita?

—No lo sé. Vuélvete a acostar, anda.

Inger Johanne se giró de nuevo hacia la ventana. El cambio entre la vida en un piso y una zona residencial había sido mayor de lo esperado. Estaba acostumbrada al lamento de las tuberías, al llanto de bebé arraigado en las paredes, a los adolescentes peleándose y al sonido del televisor de la señora del primero, que realmente oía mal y con frecuencia se quedaba dormida viendo los programas nocturnos. En un piso se podía hacer café en mitad de la noche, escuchar la radio, mantener una conversación, incluso. Aquí casi no se atrevía a abrir la nevera. El olor del meado de Yngvar impregnaba el baño todas las mañanas, le había prohibido molestar a los vecinos de abajo tirando de la cadena antes de las siete.

—Andas por aquí de puntillas —dijo él—. ¿No podrías al menos sentarte un rato?

—No hables tan alto —dijo Inger Johanne en voz baja.

—Déjalo ya. Tampoco es para tanto. ¡Tú estás acostumbrada a tener vecinos, Inger Johanne!

—Sí, muchos. Más o menos anónimos. Aquí es como si estuviéramos demasiado pegados. Al estar sólo ellos y nosotros es como si… No sé.

—Pero ¡si es una alegría tener ahí a Gitta y a Samuel! ¡Por no decir al pequeño Leonard! Si no fuera por él, Kristiane apenas tendría…

—¡Échale un vistazo a esto, anda!

Inger Johanne le enseñó el pie riéndose por lo bajo.

—Es la primera vez que uso zapatillas. ¡Casi no me atrevo a salir de la cama sin ellas!

—Son monas. Parecen
amanitas muscarias
.

—Bueno, ¡es que se supone que tienen que parecer
amanitas muscarias
! ¿No podías haberla convencido de que eligiera alguna otra cosa? ¿Conejos? ¿Ositos? ¿O, mejor, unas zapatillas marrones completamente corrientes?

El parqué crujió con cada paso que él dio hacia ella. La mujer hizo una mueca antes de volverse a girar hacia la ventana.

—Kristiane no es exactamente fácil de manejar —dijo él—. Y tienes que dejar de tener tanto miedo. No ocurre nada.

—Eso decía también Isak cuando Kristiane era un bebé.

—Eso es otra cosa. Kristiane…

—Nadie sabe exactamente qué le pasa. Nadie puede saber si a Ragnhild también le pasa algo.

—¿Estamos ya de acuerdo sobre Ragnhild?

—Sí —dijo Inger Johanne.

Yngvar la cogió entre sus brazos.

—Ragnhild es un bebé de ocho días de edad sano como una manzana —susurró—. Se despierta tres veces cada noche, toma leche y se vuelve a dormir inmediatamente después. ¿Quieres un café?

—No hagas ruido, anda —dijo ella.

Él quiso agregar algo. Abrió la boca, pero finalmente negó imperceptiblemente con la cabeza, recogió un jersey del suelo y se lo puso de camino a la cocina.

—Siéntate aquí, por favor —dijo finalmente—. Si para ti es cosa de vida o muerte quedarte despierta toda la noche, lo mejor es que hagamos algo sensato.

Inger Johanne acercó la banqueta de bar al banco de la cocina y se ajustó la bata. Con los dedos hojeaba sin concentrarse la gruesa carpeta del caso, que no debería estar en la cocina.

—Sigmund no se rinde —dijo ella restregándose los ojos bajo las gafas.

—No, pero es que tiene razón. Se trata de un caso fascinante.

Yngvar se volvió tan bruscamente que el agua de la cafetera salpicó.

—He estado una hora en el trabajo —dijo a la defensiva—. Desde que salí de aquí hasta que volví…

—Relájate, hombre. No pasa nada. Entiendo perfectamente que tengas que pasarte por ahí de vez en cuando. Tengo que admitir que…

Sobre la carpeta había una fotografía, un lisonjero retrato de una futura víctima de asesinato. Su estrecho rostro parecía aún más estrecho porque llevaba la raya de su media melena en medio. Por lo demás, pocas cosas eran anticuadas en Fiona Helle. La mirada era desafiante, los labios gruesos y la sonrisa que le dirigía al fotógrafo, segura de sí misma. El maquillaje de los ojos era pesado, pero paradójicamente no resultaba vulgar. En suma, había algo fascinante en la foto, un toque abiertamente erótico contrastaba fuertemente con el perfil mundano y familiar de su programa, que ella había construido con gran éxito.

Other books

Midshipman by Phil Geusz
Valentine by Heather Grothaus
Joan Makes History by Kate Grenville
Sworn Brother by Tim Severin
Inside Out by Mandy Hollis
Populazzi by Allen, Elise


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024