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Authors: Ann Holt

Tags: #Intriga, policíaca

Crepúsculo en Oslo (10 page)

No subía lo suficientemente deprisa. Su compañero ya estaba a medio camino. Claro que también era más joven, y además estaba en mejor forma.

Vegard Krogh intentaba pensar en positivo.

En realidad no tenía fuerzas para estas cosas. Se encaminaba a regañadientes hacia los cuarenta, y nunca había obtenido el reconocimiento y la publicidad que se merecía. En su opinión, escribía de un modo accesible, pero también con fuerza literaria y alta calidad. Quienes escribían sus reseñas, en la medida en que la obra de Vegard Krogh era objeto de algo más que comentarios casuales en la prensa local de su lugar de origen, en el fondo estaban de acuerdo. Vegard Krogh tenía voz propia, había escrito uno de los cronistas; una pluma original e irónica. Se decía que tenía talento. Desde entonces no sólo había envejecido, sino que se había convertido en un autor de referencia. Lo sabía muy bien: tenía cosas importantes que contar. Su talento ya había florecido; ya debería estar consolidado, ser uno de aquellos con quienes se cuenta. En el panel de corcho de su casa colgaba la reseña de Morgenbladet de su tercera novela. No era gran cosa, un par de columnas, gastadas y amarillentas tras algunos años en la cocina, pero aparecía la expresión «fuerte, vital y, a veces, técnicamente brillante».

Los lectores, en cambio, lo traicionaban completamente. No pensar. Escalar.

Tendría que haberse puesto un mono de trabajo. Entre el jersey y la cintura del pantalón, había surgido un hueco. El frío lo picoteaba como témpanos de hielo contra las vértebras lumbares. Intentó repujarse la camiseta de lana con una de las manos. Lo alivió durante algunos segundos.

Que fuera lo que Dios quisiera. No sabía bien de dónde sacaba la energía. Sin pensar en el frío, sin prestar atención a la altura creciente sobre el suelo, sin pensar en el proyecto mortalmente peligroso que ahora estaba decidido a llevar a cabo, se concentraba en poner una pierna encima de la otra. Elevar una mano un estribo, mientras la otra se aferraba al metal. Una y otra vez. Mantener el ritmo. Darlo todo.

Estaba arriba.

El viento tenía tal fuerza que sentía cómo oscilaba la grúa. Miró hacia abajo. Cerró los ojos.

—No mires abajo —le gritó su compañero—. ¡Todavía no mires abajo, Vegard! ¡Mírame a mí!

Los párpados se le pegaban al iris.

Quería mirar, pero no se atrevía. La náusea se le echó encima, en tremendas oleadas.

—Esto tú ya lo has hecho antes —oyó la voz de su compañero, esta vez mucho más cerca—. Todo va bien, ¿sabes?

Una mano lo agarró por el brazo. Lo apretó.

—Esto es exactamente igual que en verano —dijo la voz—. La única diferencia es el tiempo que hace.

Y la ilegalidad, pensó Vegard Krogh intentando no mirar hacia atrás.

El periódico
La lucha de clases
había sido un callejón sin salida. Se había quedado demasiado tiempo. Quizá porque al fin y al cabo le dejaban escribir lo que quisiera.
La lucha de clases
era importante. Tomaba partido. Los periódicos debían tomar partido, sobre fundamentos limpios y políticos, y a Vegard Krogh le permitían despotricar cuanto quisiera. Con tal de que la agresión estuviera puesta en la dirección adecuada, como expresaba el director del periódico. Dado que
La lucha de clases
y Vegard Krogh tenían opiniones casi coincidentes sobre la vida cultural noruega, el escritor contaba con el apoyo incondicional de la redacción para sus venenosas reseñas perfectamente redactadas, sus furibundos análisis y sus burdos e injuriosos comentarios. Siguió durante varios años, hasta que comprendió abatido que casi nadie leía
La lucha de clases
.

Nunca se querellaban contra él.

Cuando le dieron el trabajo en TV2, como colaborador cultural, pareció que las cosas iban a mejorar. Durante un año escaso había sido una especie de figura de culto para los hombres jóvenes, acusadores y vestidos de traje, que sabían dónde se encontraba el país y adonde debía encaminarse Noruega. Vegard Krogh era uno de ellos, un poco mayor, quizá. Pero desde luego uno de ellos. Se dio a conocer como reportero intrépido en
Joven y urbano
, más tarde cada jueves a través de un furibundo rincón propio, de diez minutos de duración, en
Entretenimiento absoluto
.

Después, tras algunas casi demandas de más, que, gracias a un director del canal demasiado jovial y dispuesto a disculparse, nunca llegaron a la sala del juzgado, lo quitaron del cartel. En TV2 no estaban tan abiertos como en
La lucha de clases
a lo que, en una reunión interna de ajuste de cuentas, denominaron como payasadas, demostrando así su ignorancia. En realidad, a Vegard Krogh le dio exactamente lo mismo. TV2 era un canal completamente comercial del peor de los modelos norteamericanos.

Por fin se atrevió a mirar hacia abajo.

—¿Lo ves? —Le gritó el compañero—. ¿Sobre la plancha naranja?

Vegard Krogh miró hacia abajo. El viento le transformó el anorak en un globo; una enorme burbuja que le impedía ver nada.

—Empieza —aulló.

—Tenemos que salir un poco más sobre el brazo de la grúa —le berreó su compañero soltándole el brazo—. ¿Podrás hacerlo?

Finalmente estaba donde tenía que estar. Intentó relajarse. Desdeñó el frío. Olvidó la altura. Fijó la mirada en el libro allá abajo; un rectángulo casi invisible sobre una gran plancha naranja. Se le caían las lágrimas, le echó la culpa al frío e intentó sentir su propia fuerza. A la izquierda, sobre una pila de ladrillos de alta resistencia, estaba la cámara. El fotógrafo se había puesto la capucha. Vegard Krogh alzó el brazo como señal. Una luz muy intensa lo deslumbró, y le llevó varios segundos volver a avistar la diana.

Tenía los tirantes bien ajustados. El compañero los comprobó una última vez.

—Ya está —dijo en voz alta—. Ya puedes saltar.

—¿Así que estás seguro de que la cuerda aguanta? —gritó innecesariamente Vegard Krogh una vez más.

—Hasta el último gramo —le gritó su compañero—. ¡Te pesé tres veces antes de elegirla, joder! ¡La última vez que medí esta grúa fue ayer! ¡Salta! ¡Me estoy congelando!

Vegard Krogh le echó una última mirada al fotógrafo. La capucha con ribete de piel de lobo cubría la mitad de la cámara. El objetivo estaba dirigido hacia los dos que estaban en lo alto. A lo lejos se oía una sirena. Se aproximaba.

Vegard Krogh apuntó al libro, su última colección de ensayos, una mancha casi invisible sobre una plancha circular de color naranja.

Saltó.

La caída fue demasiado lenta.

Tuvo tiempo de pensar. Tuvo tiempo de pensar demasiado. Pensó que pronto cumpliría cuarenta años. Pensó en que su mujer no parecía demasiado fértil; llevaban ya tres años intentando tener un hijo, sin otro resultado que las decepciones mensuales sobre las que ya no merecía la pena hablar en voz alta. Pensó en que seguían viviendo en un piso de dos habitaciones en Granland y que nunca conseguían ahorrar más que unas minucias.

Cuando estaba a media caída, dejó de pensar.

Iba demasiado rápido.

Demasiado rápido, pensó el fotógrafo; el objetivo seguía el periplo del hombre hacia el suelo.

El libro crecía ante los ojos de Vegard. No era capaz de pestañear, sólo veía la cubierta blanca que crecía constantemente; echó los brazos hacia delante y hacia abajo, cayó contra el suelo y al final pensó: esto va demasiado rápido.

El viento le había arrancado el gorro, y su pelo rubio, muy escaso en la frente, rozó levemente la plancha naranja en el momento en que Vegard Krogh comprendió que todo había pasado. Con delicadeza, como si tuviera todo el tiempo del mundo, agarró su libro y se lo apretó contra el corazón; el hueso de la frente sintió un golpecito de tierra firme, el flequillo besó la madera fosforita.

La cuerda de goma pegó un tirón. El movimiento se trasladó al cuerpo, una tremenda presión desde la planta de los pies, un pulso oprimente que subía por las piernas desde las pantorrillas; fue como si la columna vertebral se le distendiera del violento empujón.

Se echó a reír.

Pegaba alaridos mientras se bamboleaba de arriba abajo, de lado a lado. Hipaba de risa en el momento en que la policía entró al descampado de la obra maniobrando con el coche y el fotógrafo procuraba recoger sus cosas al tiempo que corría hacia el agujero en la valla que rodeaba el recinto.

Vegard Krogh nunca se había sentido tan vivo. Con tal de que la película sirviera, todo sería perfecto. El salto había sido exactamente como tenía que ser, como era el libro, tal y como Vegard Krogh pensaba que había sido siempre: audaz, peligroso y desafiante, al límite de todo lo permitido.

No murió este lunes a mediados de febrero; muy al contrario, se sintió inmortal botando bajo la grúa amarillo fósforo, sobre una plancha de madera naranja, bajo los potentes focos azules, de espectáculo, del coche de policía que aullaba contra él allá abajo, en el suelo. Vegard Krogh flotaba entre llamativos colores una ventosa tarde gris, y se aferraba al primer ejemplar de su último libro:
Puenting
.

La muerte de Vegard Krogh se pospondría una semana y tres días, pero de eso él, naturalmente, no sabía nada.

Inger Johanne no conseguía que le gustara Sigmund Berli. El hombre no tenía el menor encanto. Se sacaba los mocos sin pudor. Se tiraba constantemente pequeños pedos sin ni siquiera pedir disculpas. Se hurgaba en los oídos, se mordía las uñas delante de cualquiera y, en estos precisos momentos, estaba desgarrando en pedazos una servilleta de papel sucia, sin pensar siquiera en que la corriente de aire se llevaba los pedazos haciéndolos caer al suelo.

—Es un chico majo —solía decir Yngvar, desanimado por la tibia actitud de Inger Johanne—. Un poco maleducado, nada más. Además Sigmund fue la única persona que realmente habló conmigo tras la muerte de Elisabeth y Trine.

El último argumento era irrebatible. Tras la brutal muerte de su primera mujer y su hija, Yngvar había estado a punto de hundirse. Estaba desvinculándose de la vida laboral y encaminándose a una seria y destructiva depresión, cuando Sigmund, con súbita fortaleza y tiernos cuidados, lo arrastró de vuelta hacia una especie de existencia que no acabó de tomar forma hasta que, dos años más tarde, conoció a Inger Johanne y empezó desde el principio.

—¿Qué importan unos mocos en los pantalones frente la auténtica lealtad? —había preguntado Yngvar, con el resultado de que ahora el hombre estaba sentado sobre una de las banquetas de corcho en casa de Inger Johanne y que acababa de ingerir tres raciones de auténtico pollo de corral y ensalada de rúcula.

—¡Qué comida tan rica haces! —dijo con una gran sonrisa. La mirada iba dirigida a Yngvar.

—Gracias —dijo Inger Johanne.

—Bueno, yo he preparado el aliño de la ensalada —bromeó Yngvar—. El aliño es lo más importante. Pero tienes razón. Inger Johanne es la cocinera de la casa. Yo no soy más que el…
feinschmeckeren
. Me encargo de los detalles. Todo aquello que eleva una comida ordinaria hasta…

Se echó a reír cuando ella lo atacó con el trapo de cocina.

—No soporta que le tomen el pelo —dijo, y la cogió entre sus brazos—. Pero en el fondo es buena.

La besó y se negaba a soltarla.

—La discusión en la cocina —empezó Sigmund arrugando con embarazo la servilleta, antes de dejarla a un lado, sin saber bien qué hacer con los restos destrozados—. Puede haber sido una tontería.

—Sí —dijo Yngvar, dejando que Inger Johanne se fuera—. Pero de todos modos creo que deberíamos recordarlo, por si hubiera algo en ese asunto. No es sólo que Kari Mundal y Rudolf Fjord se pelearan, sino que la discusión era tan importante como para que se perdieran el discurso perfectamente preparado de Kjell Mundal. No es propio de Kari Mundal dejar que se le escape una ocasión así de cultivar y apoyar a su marido. Y Rudolf Fjord parecía bastante alterado.

—La política —dijo Inger Johanne—, como es bien sabido, no es la catequesis. Si las discusiones violentas entre los bastidores políticos fueran fundamento suficiente para ser sospechoso de homicidio, no daríais abasto.

—Pero de todos modos…

Yngvar acercó la otra banqueta a la barra americana y se aposentó. Las piernas abiertas, los antebrazos sobre el banco.

—Había algo en toda la situación —dijo a media voz—. Algo… —Después meneó la cabeza—. Está apuntado —dijo con ligereza—. Pero por ahora lo dejamos así. Tenemos otras cosas de las que ocuparnos. Por ahora, quiero decir.

—Por ahora no tenemos prácticamente nada —dijo Sigmund hoscamente—. En ninguno de los casos. Nada de nada.

—Te estás poniendo muy duro —dijo Yngvar—. Algo tenemos.

—Algo —repitió Sigmund.

—Pero nada encaja —dijo Yngvar—. Nada nos lleva a ningún sitio. En eso estoy de acuerdo. No encontramos más líneas de conexión entre las dos mujeres que las más obvias, lo que determinamos desde el principio. Y que hemos repasado mil veces. La brutalidad de los asesinatos. El sexo de las víctimas. Su vida como personajes públicos. El municipio en el que vivían. —Bostezó largamente y prosiguió—: Pero es muy dudoso que estemos buscando a un asesino con especial predilección por Lørenskog. Vibeke y Fiona no se conocían, no tenían amigos comunes, ni siquiera conocidos, más allá de los que siempre se tienen en un país tan pequeño como éste. No han estado implicadas en ningún trabajo común. Llevaban vidas muy diferentes. Una era soltera y fiestera, la otra mujer de familia y madre. Me da la impresión de que…

—…a pesar de todo se trata de dos casos independientes —intervino Inger Johanne mientras sostenía un cazo bajo el grifo—. Pero los dos asesinos tienen que ser fornidos. A Vibeke la mataron delante de su casa y la llevaron en brazos hasta el dormitorio. Fiona fue reducida.

—¿Soléis hablar así? —preguntó Sigmund.

—¿Cómo?

—¿Completando las frases el uno del otro? Como los gemelos de mi hermana.

—Hombre, es que nosotros somos almas gemelas —dijo Inger Johanne, sonriendo al ver que Sigmund no cogía la ironía—. Pensamos igual, sentimos igual. Todo el rato. ¿Café?

—Sí, por favor. Pero si… —se llevó la mano a la boca intentando mitigar un profundo eructo—, si se trata de dos casos independientes, ¿podría pensarse que el segundo asesino, me refiero al que se encargó de Vibeke Heinerback, hubiera intentado que pareciera una serie?

—Tampoco es que se pueda decir que dos asesinatos son una gran serie —apuntó Yngvar—. Casi un poco mísero. Pero antes que nada tenemos que ponernos de acuerdo en que no se trata del mismo asesino.

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