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Authors: Ann Holt

Tags: #Intriga, policíaca

Crepúsculo en Oslo (12 page)

—No —dijo Sigmund.

—¿Cómo?

Ella se volvió hacia él.

—No era por eso —dijo él llanamente—. Hablé mucho con Bjarne en esos momentos, ¿sabes? Con el yerno, quiero decir.

—Sé cómo se llama el yerno de Yngvar.

—Claro. En todo caso… Ese arreglo era para ayudar a Yngvar. Para darle algo por lo que vivir. Estábamos preocupados. Muy preocupados, Bjarne y yo. Me alegra ver que… —Se bebió el resto del aguardiente de un trago y echó una alegre mirada a su alrededor—. Éste es un buen hogar —dijo con inesperada solemnidad en la voz; tenía los ojos húmedos.

Inger Johanne meneó la cabeza y se rio entre dientes. Se puso los brazos en jarras, ladeó la cabeza y le siguió las manos con los ojos. Él se sirvió una copa triple, antes de ponerle el corcho a la botella con un dramático chasquido.

—Ya está. Suficiente por hoy. A tu salud, Inger Johanne. Eres toda una mujer, hay que decirlo. A mí me encantaría llegar a casa todos los días con la parienta y saber que le interesa lo que ando haciendo en el trabajo. Que supiera algo de eso. Como tú. Eres una gran chica. Salud otra vez.

—Y tú eres un tipo muy curioso, Sigmund.

—Qué va. Sólo estoy un poco borracho. ¡Anda!

Alzó la copa hacia Yngvar, que triunfalmente levantó los brazos y aplaudió con las manos por encima de su cabeza.

—Un cacho de bebé, un cacho de niña de nueve años y un mamarracho de bestia perruna duermen como tronquitos. Secos y limpios, todos ellos. —Se dejó caer sobre la banqueta de bar—. ¿Estás festejando, Sigmund? ¿Un lunes?

—Sí, por lo general salgo muy poco —dijo Sigmund, le había entrado hipo—. Oye, Inger Johanne…

—¿Sí?

—Si tuvieras que imaginarte al peor de los asesinos posibles…, al más difícil de los asesinos en serie…, al más difícil de cazar, me refiero. Si tuvieras que hacer el perfil del asesino en serie perfecto, ¿qué pinta tendría?

—¿No tenéis vosotros dos bastantes problemas con los criminales que realmente hay? —dijo inclinándose sobre el banco.

—Hazlo —le sonrió Yngvar—. Cuenta. Cuéntanos cómo sería.

La vela del alféizar de la ventana estaba a punto de consumirse. Bramaba alterada. Motas de hollín flotaban ante los reflejos de la oscura copa. Inger Johanne sacó otra vela, la insertó en el candelabro y encendió la mecha. Se quedó algunos segundos estudiando la llama.

—Sería una mujer —dijo lentamente—. Simplemente porque siempre nos imaginamos a un hombre. Tenemos problemas para imaginarnos el mal encarnado en una mujer. Curiosamente. La historia nos ha demostrado expresamente que las mujeres pueden ser malvadas.

—Una mujer —dijo Yngvar asintiendo.

—¿Más?

Inger Johanne se volvió hacia ellos y contó velozmente con los dedos:

—Rica en conocimientos, por supuesto, y además competente, inteligente, retorcida y sin escrúpulos. Cosa que son, normalmente, las mujeres. Pero lo peor, lo peor de todo sería que…

De pronto daba la impresión de estar pensando en algo completamente distinto, como si estuviera buscando una idea que sólo se hubiera mostrado huidizamente. Los dos hombres le pegaron un sorbo al coñac, y se oyeron los berridos de un grupo de muchachos por la calle. Alguien apagó una luz en casa del vecino, la oscuridad al otro lado de la ventana de la cocina se hizo más densa, los reflejos más fuertes.

—¿Lo peor de todo sería…? —se impacientó Yngvar.

—Es exactamente como si —comenzó ella, y se enderezó las gafas con el dedo índice estirado—. Es como si… Este caso me produce una sensación de
déjà vu
. Sólo que no consigo… —Volvió a enfrascarse en la llama de la vela, que bailaba en la corriente de la ventana que todavía no se habían podido permitir cambiar. Algo fugaz cruzó la cara de Inger Johanne—. Olvidadlo. Seguro que no es más que una tontería.

—Sigue —dijo Sigmund—. Por ahora sólo has enumerado lo más evidente. ¿Qué más haría falta para que esta tipa tuya fuera imposible de coger? ¿No están siempre más o menos locos?

—Locos no. —Inger Johanne negó decidida con la cabeza—. Perturbada, por supuesto. Embrutecida. Presumo que sufre de algún tipo de trastorno de personalidad. Pero no está completamente loca. En el sentido del derecho criminal, los asesinos rara vez están desequilibrados, la verdad. Pero lo que realmente dificultaría…, lo que haría que fuera prácticamente imposible pillarla, a no ser que se la cogiera con las manos en la masa…

—Cosa que esta supermujer evidentemente no dejaría que ocurriera —la interrumpió Yngvar restregándose la nuca.

—Exactamente —dijo Inger Johanne, y guardó silencio.

El grupo de muchachos de allá fuera había pasado ya. Las luces se iban apagando en las casas a lo largo de la calle Hauge. En el piso de abajo por fin había silencio. Sólo uno de los sempiternos gatos maulló en el jardín, para luego desaparecer. Inger Johanne se pilló sintiendo el silencio, la seguridad que había en aquella casa; por primera vez desde que se mudaron, se sintió realmente en casa. Pasó sorprendida la mano por la superficie del banco. Un tajo le rozó el dedo. Kristiane había estado jugando con el cuchillo en un momento que no la vigilaban. Inger Johanne recorrió con la mirada la pared que daba al oeste. La pared tenía arañazos de las garras de
Jack
; el parqué, rayones de los patines de la cuna de Ragnhild. Un dibujo a rotulador de un rascacielos rojo pálido se alzaba desde el suelo hasta el marco de la ventana.

Olisqueó. Olía a comida y un poco a cerrado, a bebé limpio y a perro sucio. Le llegó un leve olor a coñac en el momento en que Yngvar pegó su último sorbo. Se inclinó para recoger un colorido juguete de bebé que estaba tirado en el rincón del lavavajillas, y se percató de que Kristiane había escrito su nombre sobre el rodapiés con letras extrañas y torcidas.

Por fin habían habitado la casa, pensó Inger Johanne. Esto era ahora su hogar.

—Lo peor —dijo, manoseando una sonriente cabeza de león rodeada de anillos para morder y cintas de varios colores—. Lo peor de todo sería un asesino sin móvil.

Respiró profundamente, dejó el juguete y se quitó las gafas. Con la punta de la camisa intentó quitarles la grasa de la comida y las huellas de los dedos de las crías. Después dirigió su mirada miope hacia Sigmund y lo dijo una vez más:

—El asesino más difícil de pillar es el que mata sin motivos. El asesino cualificado e inteligente que no tiene el más mínimo motivo para desearles algún mal a sus víctimas. Toda investigación táctica moderna consiste, en el fondo, en encontrar el móvil del crimen. Se puede descubrir al más demente de los asesinos en serie, ya que en la elección más absurda y aparentemente azarosa de las víctimas habrá algún tipo de lógica oculta, alguna conexión. Si no hay nada de eso, ningún motivo, ninguna lógica, por muy delirante que sea, nos dan jaque mate. Un asesino así nos puede tomar el pelo…, eternamente.

La luz del alféizar ondeaba ahora con más fuerza y se apagó. Inger Johanne se puso las gafas, agarró los pomos y cerró mejor la ventana.

—Pero en realidad nunca he oído hablar de monstruos como ése —dijo con ligereza—. Me tengo que acostar. ¿Alguna pregunta más antes de que me vaya?

Ninguna.

Rudolf Fjord estaba limpiando el baño.

Eran las tres de la mañana del martes. El desgarbado caballero estaba a cuatro patas, restregando las junturas entre los azulejos del suelo. Usaba un cepillo de dientes y amoniaco. El hedor le picaba y le irritaba la nariz. Tosía, frotaba, maldecía y lo enjuagaba todo con agua demasiado caliente para sus manos desnudas. Estaba a medias. Los azulejos desde el lavabo y hasta la taza del váter estaban ya enmarcados en claro; juntas gris pálido contra cerámica azul acero. Resultaba extraño que un cuarto de baño pudiera ensuciarse tanto en sólo medio año. Iba a hacer también las paredes, pensó mientras se secaba los mocos con la manga de la camisa. Iba a vaciar los armarios, limpiar los cajones. Incluso le daría una pasada al interior de la cisterna. Todavía faltaban muchas horas para que tuviera que ir al trabajo.

No conseguía dormir.

Quizá vaciara las librerías, para pasarles la aspiradora a los libros, uno a uno. Eso haría que transcurriera el tiempo.

El alivio que había sentido ante la muerte de Vibeke, el jubiloso alivio físico del sábado por la mañana le había durado doce minutos. Cuando se dio cuenta de que Vibeke Heinerback era mejor seguro viva que muerta, se derrumbó, literalmente.

Había intentado levantarse del sofá, pero le habían fallado las piernas. Sudaba a mares, pero en frío. Las ideas le daban vueltas en la cabeza. Finalmente había conseguido llegar a la ducha y, después, reunir un atuendo adecuado para la reunión extraordinaria del grupo parlamentario.

Lo habían mirado.

Con el ceño fruncido.

Rudolf Fjord alzó el cepillo de dientes.

Las cerdas estaban chatas y grises. Inservibles. Se puso en pie y rebuscó por encima en la basura a la caza de otro. No encontró ninguno. El nudo en la garganta crecía. Arremetió contra uno de los cajones del mueble del baño y se cortó feamente al intentar sacar un cepillo nuevo del rígido envoltorio de plástico. El hedor a amoniaco resultaba ya insoportable. No encontró tiritas.

Realmente lo habían mirado con el ceño fruncido.

—Buenos compañeros de partido —había sonreído Vibeke, algo estirada, cuando los periodistas, con algo de curiosidad de más, habían intentado profundizar en la relación que había entre ellos—. Trabajamos muy bien juntos, Rudolf y yo.

Procuró respirar más profundamente.

Enderezó la espalda. Sacó pecho, metió tripa, como en la playa el año anterior, aquel verano maravilloso cuando aún nada estaba decidido. Cuando estaba seguro de que lo iban a nombrar líder del partido tan pronto como el viejo por fin decidiera que el momento estaba maduro para un cambio.

Sencillamente no conseguía respirar.

Estrellas rojas le bailaban ante los ojos. Estaba a punto de desmayarse. Tambaleándose, con las manos contra la pared, consiguió salir del baño. En el pasillo se recuperó un poco, le dieron arcadas pero no vomitó, y siguió tambaleándose hacia el salón, hasta la puerta de la terraza. Estaba cerrada. Intentaba mantener la calma, algo andaba mal con los goznes, sólo tenía que levantarla un poco, así. La sangre dibujó curiosas figuras sobre el marco. La puerta se abrió.

El aire gélido lo golpeó insuflándole vida.

Abrió la boca y respiró.

Lo habían mirado de un modo tan raro.

Llamativo, seguro que habían pensado eso. Extraño que Rudolf Fjord fuera claramente el más afectado por la brutal muerte de Vibeke Heinerback. Kari Mundal fue la peor.

De verdad que la gente no tenía ni idea de cómo era Kari Mundal. Una graciosa, diminuta y aguda ama de casa, pensaban todos.

Aguda desde luego era.

En el mejor de los casos no pasaría nada, pensó Rudolf Fjord tragando aire limpio. Ya estaba más tranquilo, y se abrochó la camisa con manos ligeramente temblorosas. La sangre ya había empezado a coagular. Se chupaba cuidadosamente el dedo.

La mezcla del amoniaco había que hacerla más diluida, se daba cuenta.

En el mejor de los casos no pasaría absolutamente nada.

C
apítulo 6

La casa a la entrada del bosque era típica de los años cincuenta. No era gran cosa, casi podía pasar por una cabaña; una caja de madera construida con las tablas en vertical y un solitario balcón acristalado en medio de la fachada simétrica. El porche sobre la puerta de entrada era pequeño, con un banco a cada lado. La escalera era de obra y el escalón central necesitaba unos arreglos. Por lo demás el edificio estaba bien cuidado. Yngvar Stubø estaba en la calle, junto a la cancela. Se percató de que el tejado era nuevo y de que el color rojo de la madera era tan aceitoso que la luz de luna se reflejaba sobre la pintura.

El farol de uno de los postes de la cancela estaba roto. Puesto que ya hacía tiempo que habían asegurado todas las huellas, se inclinó hacia el cristal quebrado y levantó la tapa de hierro para poder ver mejor la propia bombilla. También estaba hecha añicos. En el casquillo sólo quedaba un pequeño ribete de cristal dentado. Pasó el dedo índice a lo largo del fondo de la lámpara. Diminutos pedazos de cristal fino y mate se le adherían a la piel. La espiral estaba intacta, lo comprobó a la luz de la linterna. La apagó, se puso el guante y se quedó unos segundos quieto para permitir que los ojos se acostumbraran a la oscuridad.

Bajo el techo del porche, justo encima de la puerta de entrada, también había un farol. No funcionaba. La noche era fría y clara. Al fondo del jardín, la luna colgaba sobre los árboles desnudos, exactamente la mitad, como si alguien la hubiera cortado pulcramente. Su luz hacía que fuera posible apreciar los detalles de la casa, el sendero de gravilla y el desordenado terreno circundante. No había más fuente de luz alrededor de la casa que una farola en la calle, a cincuenta metros de distancia.

—Esto está bastante oscuro —dijo Trond Arnesen innecesariamente.

—Sí —dijo Yngvar—. Y más oscuro estaba la semana pasada, que ni siquiera había luna.

Trond Arnesen moqueó. Yngvar le puso la mano sobre el hombro.

—Escucha —dijo en voz baja, la respiración flotaba entre ellos en nubes azuladas—. Comprendo lo duro que es esto para ti. Sólo quiero que sepas lo siguiente, Trond… ¿Está bien que te llame Trond?

El hombre asintió, y se humedeció los labios con la lengua.

—Tú no estás bajo sospecha en este caso. ¿Vale? —El otro asintió de nuevo y se mordió el labio—. Sabemos que estuviste celebrando una despedida de soltero toda la noche del crimen. Sabemos que Vibeke y tú estabais bien juntos. Os ibais a casar en verano, por lo que he oído. De hecho puedo incluso decirte que… —Miró a su alrededor, de modo tangiblemente furtivo—. Este tipo de cosas nunca las desvelamos —susurró sin soltar el brazo del otro—. Pero toda la familia de Vibeke está libre de toda sospecha. Los padres, el hermano. Tú. De hecho tú fuiste el primero que tachamos de la lista. El primero de todos. ¿Me escuchas?

—Sí —murmuró Trond Arnesen, y se pasó la mano enguantada por los ojos—. Pero voy a heredar… Me va a tocar esta casa y todo. Teníamos un…

El llanto detuvo las palabras, un llanto extraño y suave. Yngvar le pasó la mano por la espalda. Lo sujetaba. El chico medía una cabeza menos que Yngvar, y se apoyó ligeramente sobre él cuando se echó las manos a la cara.

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