Ahora que lo pensaba, no recordaba haber visto nunca un reportaje sobre la casa de Vibeke Heinerback. Stubø había empleado las horas de la mañana en repasar una considerable pila de entrevistas y otros recortes, una reproducción colorida y brillante de una vida aparentemente feliz.
Cuando el novio le pidió la mano, la pareja se marchó a París con la revista
S
e og hør.
Las fotos de los dos, en un constante abrazo junto a la Torre Eiffel, bajo el Arco del Triunfo, ante las tiendas de marca de los Campos Elíseos y callejeando por Montmartre, hacían pensar en los pósteres de publicidad de los años setenta. Vibeke y Trond eran de un rubio pálido e iban vestidos anodinamente. Llevaban pulseras de autoestima a juego con camisas de dibujos sicodélicos en color pastel. Sólo las copas de vino, alzadas en un par de las fotografías, quebraban la ilusión. Deberían haber sido botellas de Coca-Cola.
Cuando Vibeke Heinerback fue elegida como líder del partido, la más joven de Noruega, permitió que un compacto grupo de periodistas la acompañaran a la cama al salir del congreso del partido. Tanto los periódicos como las revistas enfocaron alegremente sobre el baño nocturno. Con la pierna izquierda, bien formada y depilada, apoyada sobre el canto de la bañera, en un mar de espuma rosa, Vibeke elevaba la copa de champán hacia los lectores. Según el pie de foto de esa imagen, estaba completamente agotada.
La escena parecía sacada de una habitación de hotel.
Vibeke Heinerback constituía el concepto mismo de éxito joven y escandinavo. Un par de años en la Facultad de Ciencias económicas fue toda la educación que alcanzó a recibir antes de que la política la absorbiera totalmente. Llevaba zapatos de tacón en el lodazal que se forma en invierno en la calle Karl Johan, pero también se dejaba fotografiar calzada con botas de lluvia en el campo de Marca. En el Parlamento siempre iba impecable. Seguía estrictamente el código del vestir en los debates transmitidos por la televisión, pero cuando tomaba parte en programas más ligeros, ostentaba un gusto que el año anterior le había valido el tercer puesto en la lista de mujeres más elegantes de Noruega. «Tiene tanto gusto para los detalles descarados», dijo el jurado con admiración. Y por supuesto que iba a tener niños, más adelante, le sonrió al impertinente periodista, y siguió escalando en un partido que, en los días en que las encuestas le eran favorables, triunfaba por poco margen sobre los demás.
Yngvar sintió una pizca de culpabilidad por sus propios prejuicios cuando, por tercera vez, recorrió el salón con la vista. Su mirada se posó en la hermosa pantalla de una lámpara, hecha de cristal blanco leche. Tres finos tubos de acero sostenían la cúpula haciendo que el conjunto pareciera un ovni de una película de los cincuenta. La estancia llamaba la atención, un sofá color crema en ángulo recto estaba colocado tras una mesa de acero y cristal. Las sillas eran de un naranja intenso, color que se repetía en las pequeñas manchas de una colosal pintura no figurativa que colgaba de la pared de enfrente. Todas las superficies estaban limpias. No había otro objeto decorativo en la habitación que un jarrón de Alvar Aalto sobre el sobrio mueble bar. Un colorido ramo de tulipanes estaba a punto de extenuarse de sed.
La cesta de los periódicos, fabricada con acero trenzado, estaba rebosante, sobre todo de revistas y prensa amarilla. Yngvar cogió un ejemplar de la revista
Her og Nå
. Coronaban la portada dos divorcios, un aniversario de artistas y la trágica vida en el alcoholismo del cantante de una orquesta de baile.
Aunque la atención que Yngvar le había prestado a Vibeke Heinerback era escasa, no le cabía más remedio que admirar su instintiva y profunda comprensión de la necesidad que siente la gente de encontrar soluciones sencillas. Sin embargo, nunca había vislumbrado en ella una auténtica comprensión de la política, una postura ética y de autoridad. Vibeke Heinerback opinaba que había que bajar el precio de la gasolina y que la política de asistencia a los ancianos era un escándalo para la nación, quería bajar los impuestos y reforzar la policía. Consideraba el hecho de que el pueblo fuera de compras a Suecia era un muy comprensible acto de protesta; si los políticos decidían imponer al alcohol los precios más altos de Europa, era problema de ellos.
Así la había visto él: simple, superficial y con picardía callejera. Poco cultivada, creía; en una entrevista se desveló que llamaba a su escritora favorita, Ayn Rand, por el nombre de pila.
Dejó pasar el dedo lentamente por el lomo de los libros de las estanterías, bien surtidas, que cubrían dos de las paredes del salón desde el suelo hasta el techo.
The Fountainhead
, desgastado y leído de cabo a rabo, estaba junto a una edición de bolsillo de
Atlas shrugged
. Una extensa biografía de un excéntrico arquitecto y escritor estaba en un estado tan lamentable que varias de las hojas se soltaron cuando Yngvar intentó comprobar el ex libris.
Jens Bjørneboe y Hamsun, P.O. Enquist, Günter Grass y Don DeLillo, Lu Xun y Hannah Arendt. Lo moderno y lo antiguo, codo con codo dentro de algo que podía parecer un sistema, un esquema amoroso que Yngvar de pronto comprendía.
—Mira esto —le dijo a Sigmund Berli que acababa de volver del dormitorio—. ¡Los libros que más le gustan los tiene colocados entre la altura de la cadera y la de la cabeza! Los libros que casi no ha tocado están o cerca del suelo o en la parte más alta.
Se estiró para señalar un volumen colectivo de escritores chinos de los que casi no había oído hablar. Después se puso en cuclillas, cogió un libro del estante más bajo y le sopló el polvo antes de leer en alto:
—Mircea Eliade.
Negó con la cabeza y devolvió el libro a su sitio.
—Este es el tipo de cosas que lee la hermana de Inger Johanne. No me esperaba esto de la señorita Heinerback.
—Bueno, aquí hay también un montón de novelas policíacas.
Sigmund Berli pasó los dedos por los estantes más cercanos a la puerta de la cocina. Yngvar iba leyendo los títulos. Allí estaban todos.
The grand old ladies
de la literatura británica y los norteamericanos bravucones de la década de los ochenta. Aquí y allá aparecía algún nombre que sonaba a francés. A juzgar por las portadas, grandes coches y armas mortales en estilizado trazo gris, debían de ser de la década de los cincuenta. Los clásicos como Chandler y Hammett, en ediciones de lujo estadounidenses, estaban junto a un catálogo casi completo de las ediciones de novelas policíacas noruegas de los últimos diez años.
—¿Será que son los libros del novio? —preguntó Sigmund.
—Él acaba de mudarse. Éstos llevan aquí un tiempo. Me pregunto por qué…, ¿por qué nunca ha dicho nada de esto?
—¿De qué? ¿De qué leía?
—Sí. Quiero decir, hoy he leído un montón de entrevistas que dibujaban la imagen de una persona bastante poco interesante. Un animal político, hasta cierto punto, pero más preocupada por los detalles banales que por poner las cosas en su contexto. Incluso en… —Yngvar dibujó un cuadrado en el aire antes de proseguir—:… las cajas esas, ¿se las llama así? Estos recuadros con preguntas estándar, nunca dijo nada sobre… esto. Periódicos, respondía cuando le preguntaban qué leía. Cinco periódicos al día, y le quedaba poco tiempo para nada más.
—Quizás es que leía antes. Hace tiempo, quiero decir. Que ya no le alcanzaba el tiempo.
Sigmund había salido a la cocina.
—¡Mira esto, ven!
La cocina presentaba una extraña mezcla entre nuevo y viejo. Los armarios superiores, que eran oblicuos, debían de ser de poco después de la guerra. Cuando Yngvar empujó una de las puertas, se deslizó suave y silenciosamente sobre rieles modernos de plástico y metal. El fregadero era enorme, con una grifería que se podría haber usado en una película de los años treinta. Los pomos de porcelana señalaban el frío y el caliente con caligrafía anticuada en rojo y azul, pero estaban tan gastados que casi no se podían leer. Los bancos de la cocina eran oscuros y opacos.
—Pizarra —dijo Yngvar golpeando la superficie con los nudillos—. Ha restaurado mucho de lo antiguo. Y lo ha mezclado con elementos nuevos.
—Elegante —dijo Sigmund, dudoso—. ¿Mola bastante, no?
—Sí. Y es caro.
—¿Y cuánto ganan en el Parlamento?
—No lo suficiente —dijo Yngvar pellizcándose el puente de la nariz—. ¿Cuándo ha estado aquí la policía?
—Sobre las siete de la mañana, o así. Su maromo, Trond Arnesen se llama, había destrozado el lugar de los hechos. Vomitó y lo revolvió todo. Incluso sacó a su chica de la cama. ¿Has visto el dormitorio?
—Mmm…
Yngvar se acercó a la ventana de la cocina. Hacia el este la oscuridad de la tarde estaba a punto de encontrar asidero, una capa compacta de nubes se extendía sobre Lillestrøm amenazando con una nevada al anochecer. Apartó con cuidado una mesa de cocina en ángulo y acercó la mejilla al cristal de la ventana, pero sin rozarlo. Se quedó un rato así, perdido en sus pensamientos, sin responder a los comentarios de Sigmund, que se iban debilitando a medida que su colega recorría la casa.
Le echó un ojo a la brújula de su moderno reloj de pulsera. Dibujó un mapa en su mente. Después dio un paso atrás guiñando un ojo hacia el paisaje.
Si se talaran los tres abetos al fondo del jardín, se eliminara el pequeño cerro hacia el noreste y se volara el grupo de viviendas que había a pocos cientos de metros de distancia, se podría ver la casa en la que había sido asesinada Fiona Helle diecisiete días antes.
No podía haber más de un kilómetro y medio entre los cerros.
—¿Es posible de alguna manera? Que estén relacionados, quiero decir.
Yngvar Stubø se sirvió generosamente patatas bien fritas antes de alargarse a por la botella de Heinz.
—¿Tienes que echarle Ketchup a absolutamente todo o qué?
—¿Tú lo crees? ¿Crees que están relacionados?
—Ahora me voy —chilló Kristiane desde la entrada en el primer piso.
—Por Dios —dijo Inger Johanne, y se lanzó escaleras abajo con Ragnhild en brazos—. ¡No está durmiendo!
La punta de la nariz de Kristiane estaba pegada a la puerta de salida. Tenía la cremallera del abrigo de plumas rojo completamente subida. Llevaba la bufanda bien ajustada en torno al cuello y el gorro calado hasta los ojos. La bota izquierda estaba en el pie derecho y al revés. En cada mano la niña sostenía una manopla a la que se aferraba. Entonces apoyó todo el cuerpo contra la puerta cerrada y declaró:
—Me voy a ir.
—Ahora no —dijo Inger Johanne, y le pasó el bebé a Yngvar—. Es demasiado tarde. Son más de las nueve. Si ya te habías acostado, ¿no quieres coger en brazos un rato a Ragnhild? ¿A que es bonita y maja?
—Fea —bramó Kristiane—. Una cría horrible.
—¡Kristiane!
La voz de Yngvar Stub sonó tan cortante que Ragnhild se echó a llorar. La arrulló con frustración y empezó a murmurar contra la mullida manta en la que estaba envuelta. Kristiane empezó a sollozar. Oscilaba el peso entre pie y pie mientras golpeaba la frente contra la madera. Los sollozos pasaron a ser un jadeo ronco y silbante.
—Papá —murmuraba de vez en cuando—. Mi papá. Me voy con mi papá.
Inger Johanne abrió los brazos de par en par y se volvió hacia Yngvar, que había empezado a subir las escaleras.
—Quizá sea lo mejor —dijo tentativamente—. Creo que quizá…
—Ni hablar —la interrumpió Yngvar—. Lleva una semana en casa de Isak. Ahora se va a quedar con nosotros. Tiene que sentir que forma parte de esto. Que está incluida. Que ésta…
El llanto del bebé por fin se había acallado. Una mancha en la piel de color rojo oscuro le recorría la mejilla rosa. El pelo le cubría el cráneo como plumón. De pronto entreabrió los ojos, sin querer, como tras un largo y profundo sueño. Una mueca sacó a la luz sus encías.
Yngvar prosiguió:
—Que ésta es su hermana —dijo calladamente, y rozó la piel de la niña con los labios—. Kristiane tiene que quedarse con nosotros. Dentro de unos días puede irse otra vez con Isak.
—¡Papá! ¡Me quiero ir con papá!
Yngvar bajó hasta el pequeño recibidor del primer piso. El calor de los tubos de calefacción bajo el suelo le abrasaba a través de los calcetines de lana, sospechaba que el electricista había cometido un error durante la renovación de la casa. Los dioses sabrían cuándo tendría tiempo de investigarlo. Con cuidado devolvió al bebé.
—Aquí viene el troll Fabilius —dijo, y se subió a Kristiane a horcajadas sobre los hombros antes de marchar escaleras arriba.
—No. —Kristiane se rio sin querer cuando él le quitó una de las botas y la plantó en una maceta—. ¡No!
—Dentro de una semana o dos tendremos una flor de bota. Y ésta…
Tiró la otra a una papelera.
—No la necesitamos
pa ná
—dijo, y maniobró hasta que la tenía firmemente agarrada—. Los trolls no usan zapatos. ¡Hala!
Abrió la puerta del dormitorio dando una estrepitosa patada. A un ritmo frenético le arrancó la ropa. Por suerte la niña seguía llevando el pijama debajo de los abrigos.
—Corre —dijo entre dientes—. Que el troll se va a morir de sudor. Y ahora voy a empezar a contar.
—¡Que no! —aulló Kristiane, entusiasmada, y se enterró bajo el edredón.
—Uno —dijo él—. Dos. Tres. La magia está empezando a hacer efecto. Fabilius se ha quedado dormido.
Después cerró la puerta de un portazo y se encogió de hombros.
—¡Ya está!
Inger Johanne estaba de pie, sin expresión en la cara, con Ragnhild apoyada contra el hombro.
—Solemos hacerlo así cuando estamos solos —se disculpó él ligeramente—. Rápido y efectivo. ¿Crees que están relacionados? ¿Los asesinatos de Fiona Helle y Vibeke Heinerback?
—¿Acuestas a la niña de esa manera?
Inger Johanne lo miraba incrédula.
—Deja eso ahora. Ya está dormida. Magia. Ven —admitió Yngvar con humildad.
Se metió en el salón y empezó a recoger la mesa. Los restos de la comida acabaron en la basura, menos las patatas fritas, se las iba comiendo a la par que recogía. La grasa le chorreaba por los dedos y al servirse más vino la botella estuvo a punto de caérsele de las manos.
—Huy, ¿quieres? Ya sabes que ya no importa. Una copita no le va a hacer daño a Ragnhild.
—No, gracias. Bueno…
Dejó con cuidado a Ragnhild en la cunita, que Yngvar por fin había consentido en que metieran y sacaran del salón, según donde se encontraran ellos. Ahora estaba a los pies del sofá.