Dos veces consultó Ponosse discretamente su reloj. Su elocuencia iba embrollándose cada vez más en un laberinto de frases cuya salida no acertaba a encontrar. El cura párroco no hacía más que repetir los mismos conceptos intercalando frecuentes "¡ejem!" e insistiendo con sus "carísimos hermanos" a fin de ganar tiempo. Pero había que terminar. El cura de Clochemerle recabó la intercesión divina: "¡Señor, dame tu aliento; inspírame!" Y de pronto se lanzó:
—Y Jesús, al expulsar a los mercaderes del templo, les dijo:
Mi casa es una casa de oración, y vosotros la habéis convertido en una casa de ladrones
. Pues bien, carísimos hermanos, la firmeza de Jesús nos servirá de ejemplo. También nosotros, cristianos de Clochemerle, sabremos si es preciso expulsar a quienes han sembrado la impureza en la proximidad de nuestra amada iglesia. Sobre la piedra, sobre el muro infame y sacrilego descargaremos los golpes de pico de la redención. Y yo os digo, hermanos míos, que hemos de estar dispuestos a la destrucción.
Un silencio sobrecogedor siguió a aquella declaración, tan poco acorde con las maneras del cura de Clochemerle. Entonces, en aquel silencio, resonó una voz avinada que partía del fondo del templo:
—¡Venid, pues, a destruirlo! ¡Veréis cómo os hacemos correr!
Apenas estas palabras increíbles, que provocaron la estupefacción general, acababan de resonar, Nicolás, el pertiguero, se abrió paso a codazos en dirección a Toumignon. De pronto dio muestras de una energía incompatible con la pompa ritual de su continente de pertiguero, que solía adaptarse al ritmo discreto pero firme de su alabarda en el suelo, ruido tranquilizador que garantizaba a los fieles de Clochemerle el pacífico rezo de sus oraciones bajo la protección de un celoso poder, adornado de poblados mostachos, sustentado sobre las bases sólidamente enraizadas de un par de pantorrillas cuya morbidez era digna de la espaciosa nave de una catedral de arzobispado.
Aun cuando la ofensa inferida al sagrado lugar era gravísima y de tal calibre que en memoria de pertiguero clochemerlino alguno no se recordaba nada parecido, cuando Nicolás llegó frente a Frangois Toumignon, le espetó unas palabras severas en las que se notaba, sin embargo, el afán de no dramatizar el alcance del incidente. Todos los asistentes al templo tenían el ánimo en suspenso y, la verdad, Nicolás no sabía qué uso hacer de su autoridad. Lo que le indujo antaño a solicitar el cargo honorífico de pertiguero en Clochemerle no era tanto la ambición de ejercer un poder semejante a aquel de que hace gala la gendarmería como el de tener ocasiones de exhibir la perfecta anatomía que tenía que agradecer a la misteriosa labor de la naturaleza en lo concerniente a sus miembros inferiores. Tenía unas hermosas pantorrillas, largas y carnosas, duras, de una magnífica curva convexa en la parte superior, perfectamente idónea para ser ceñida por un calzón color de púrpura que era un encanto para quienes se sentían atraídos en la contemplación de aquella impecable parte del cuerpo. En cuanto a las bandas de Nicolás, de calidad superior a las de un Claudius Brodequin, nada de ellas podía achacarse a artificio alguno. Lo que mantenía tirantes sus medias blancas era pura musculatura, espléndidos gemelos unidos como cabezas de buey bajo el yugo y que denotaban a cada paso un majestuoso esfuerzo que originaba un desplazamiento y una dilatación de su volumen. Desde la ingle hasta la punta del dedo gordo del pie, Nicolás hubiera podido sostener victoriosamente la comparación con Hércules Farnesio. Estos ventajosos dones le predisponían más a levantar las piernas que a las intervenciones policíacas. De ahí que, sorprendido por la sacrilega novedad del delito, sólo supo decir al culpable:
—¡Cierra el pico, Frangois, y vete en seguida!
Palabras prudentes, hay que reconocerlo, palabras sensatas, indulgentes, que Frangois Toumignon hubiera sin duda acatado si no se hubiese encontrado en el día siguiente de una noche de fiesta y de haber bebido una imprudente cantidad del mejor vino de Clochemerle. Circunstancia agravante: cerca de la pila del agua bendita se hallaban apostados sus testigos: Torbayon, Laroudelle, Poipanel y los demás muy atentos y chanceándose silenciosamente. En principio partidarios de Toumignon, no creían que éste, desaliñado, con el cuello postizo torcido por la falta de costumbre de llevarlo, con el nudo de la corbata de través, sin afeitar, con los cabellos desgreñados y notoriamente engañado por su mujer, lo que era motivo de diversión para todo el pueblo, pudiese oponer una activa resistencia al corpulento Nicolás, alentado con todo el prestigio de pertiguero con uniforme de gala, con tahalí, bicornio adornado con plumas, espada al cinto y sosteniendo en la mano una recia alabarda claveteada. Toumignon se dio cuenta del escepticismo que reinaba entre sus compañeros y que daba de antemano una señalada ventaja al pertiguero. Esto lo incitó, no sólo a no batirse en retirada, sino a seguir burlándose obstinadamente del cura Ponosse, mudo en su púlpito. Hasta el punto que Nicolás, en tono perentorio, exclamó:
—¡No seas idiota, Frangois! ¡Y vete inmediatamente!
El tono de Nicolás era amenazador y estas palabras fueron subrayadas con sonrisas aún vacilantes, pero que indicaban a las claras que los espectadores se disponían a sumarse al partido del más fuerte. Aquellas sonrisas exasperaron más aún la sensación de debilidad que experimentaba Toumignon frente a la masa tranquila y rutilante de Nicolás. Y contestó:
—¡No eres tú quien me hará salir de aquí, mascarón!
Cabe suponer que con estas palabras Toumignon se proponía cubrir su retirada de una manera honorable. Palabras éstas que permiten a un hombre de pelo en pecho salvar cuando menos el honor. Pero en aquel momento se produjo un incidente que acabó de sembrar la confusión. En el grupo que formaban piadosas mujeres e hijas de María cayó una bandeja preparada para la colecta de limosnas. Con un gran ruido, rodó por debajo de sillas y bancos, una abundancia de monedas de dos francos, monedas suministradas por el propio Ponosse, que empleaba esa inocente argucia para incitar la prodigalidad de sus ovejas, demasiado inclinadas a abusar de la calderilla en sus ofrendas. Al ver que tantas monedas auténticas de dos francos habían rodado hacia los más apartados rincones del templo, al alcance de las malas feligresas cuya avaricia estaba muy por encima de su piedad, las inocentes hijas de María emprendieron afanosamente su búsqueda, moviendo estrepitosamente las sillas y diciéndose unas a las otras las cifras de un recuento que resultaba siempre deficitario. Y dominando este tumulto metálico una voz aguda, que determinó lo que luego había de suceder, gritó:
—¡Atrás, Satanás!
Era la voz de Justine Putet —la primera, como siempre, en entablar combate—, que suplía la insuficiencia de Ponosse. El cura párroco era un orador mediocre que, como hemos visto, no sabía qué decir cuando las circunstancias le obligaban a apartarse de las pláticas moderadas para las cuales no debía recurrirse a la imaginación. Aterrado por el escándalo, rogaba al cielo que le iluminara con alguna idea que le permitiese restablecer el orden y afirmar la victoria del justo. Desgraciadamente, ningún ángel inspirador sobrevolaba en aquel momento la región de Clochemerle. Y Ponosse no supo qué decir, porque se había acostumbrado en demasía a contar con las complacencias divinas para resolver las complicaciones humanas.
Pero el grito de Justine Putet dictó al pertiguero su deber. Abalanzándose sobre Toumignon, lo apostrofó duramente en un tono tan conminatorio que todo el mundo se estremeció:
—Te repito que cojas la puerta inmediatamente, Frangois. De lo contrario, te voy a echar a patadas.
He aquí el momento en que las pasiones desatan su furia en las mentes oscurecidas hasta el punto de que cada cual, olvidando su papel y la majestad del lugar, echa por la borda toda circunspección en el hablar. He aquí el momento en que las palabras acuden en tropel a los labios y, como sugeridas por las fuerzas terribles del desorden interior, pugnan diabólicamente por salir de la boca. Hay que ver bien la cosa. Nicolás y Toumignon, exaltados el uno por un celo religioso y el otro por un celo republicano, se aprestan a elevar de tal modo el tono de la voz que toda la iglesia podrá seguir los detalles de su altercado y, por consiguiente, todo Clochemerle los conocerá. La contienda se libra ante todo el censo de Clochemerle. De tal modo han entrado en liza el amor propio y los principios que los adversarios no pueden ya retroceder. De una parte y de otra van a inferirse tremendas injurias y asestarse terribles zarpazos. Las mismas afrentas, los mismos insultos, los mismos medios serán puestos de una parte y de otra al servicio de la buena causa y de la mala causa, de tal modo que no será posible discernir nada, pues la querella será terriblemente confusa y las invectivas igualmente lamentables. A la afrentosa amenaza de Nicolás, Toumignon, parapetándose detrás de una hilera de sillas, replica:
—¡Ven a darme esas patadas, valiente!
—¡Ahora lo verás, tapón! —confirma Nicolás agitando plumeros y dorados.
Cualquier alusión a su físico desagradable saca de quicio a Toumignon y lo transporta de furor. Y grita a Nicolás:
—¡Eres un miserable collón!
Aunque uno sea un pertiguero con uniforme de gala y esté por encima de las insinuaciones, hay palabras que atentan en lo más vivo a la dignidad de un hombre. Nicolás pierde los estribos:
—¿Acaso no eres tú el collón, cornudo del diablo?
Ante esta arremetida, Toumignon palidece, avanza dos pasos y se yergue agresivo ante las barbas del pertiguero.
—¡Repite eso que has dicho, lamesotanas!
—Pues voy a repetirlo… ¡Cornudo! Y también podría decírtelo una persona que yo sé. ¡Te pasas las noches roncando!
—No es cornudo quien quiere, imbécil lameculos. No es con su corteza amarilla que tu mujer hará acopio de parroquianos. ¡Bien has girado alrededor de la Judith!
—¿Te atreves a decir que yo he girado alrededor de la Judith?
—Sí, es verdad, marrano. Sólo que Judith te ha dado con la escoba en el trasero. ¡Sí, te hizo correr con una escoba, maniquí de iglesia!
Se concibe que ningún poder humano puede detener a estos dos hombres, cuyo honor está públicamente en entredicho, tanto más cuanto que las incidencias de la contienda han interesado en grado sumo a las mujeres. Precisamente madame Nicolás está sentada en la nave central. Es una mujer insignificante, incapaz de suscitar ninguna rivalidad. Sin embargo, las musculosas pantorrillas de Nicolás le han creado en secreto no pocas enemigas. Las miradas convergen hacia ella. ¡Pues es verdad que tiene la tez amarilla! Pero, por encima de todo, la disputa evoca a la espléndida Judith Toumignon, en la plenitud de sus carnes apetitosas, blancas como la leche, sus nalgas carnosas y sus magníficas prominencias de proa y de popa. La imagen de la hermosa Judith invade y reina en el santo lugar, como una pavorosa encarnación de la Lubricidad, como una visión infernal enroscándose en los vergonzosos placeres de los amores culpables. El coro de las piadosas mujeres se estremece de horror y de asco. De este grupo de desamparadas se eleva un sordo y prolongado gemido, parecido a las lamentaciones de Semana Santa. Una de las vestales se desmaya y da con su cuerpo contra el harmonium, que devuelve un ruido de trueno lejano, presagio tal vez de celestiales represalias. El cura Ponosse suda a mares. El desorden llega a su colmo. Los gritos, cada vez más furiosos, retumban como bombas bajo la bóveda románica y parecen rebotar, golpeándolas, contra las imágenes de los santos.
—¡Castrón!
—¡Cornudo!
Es el horror total, blasfematorio, satánico. Nadie sabe quién ha hecho el primer gesto, de quién ha partido el primer golpe. Pero lo cierto es que Nicolás ha enarbolado su alabarda como un garrote y con todas sus fuerzas la ha descargado contra la cabeza de Toumignon. Pero, por lo visto, la alabarda era más un arma de guardarropía que de combate y se había apolillado a causa de su larga permanencia en un armario de la sacristía. El asta se rompe, y el mejor pedazo, el que lleva la pica, rueda por el suelo. Toumignon se precipita sobre el resto del asta que Nicolás sostiene con las dos manos, lo agarra también con las dos manos, y separado del pertiguero por este trozo le arrea una serie de puntapiés dirigidos pérfidamente al bajo vientre. Alcanzado en sus atributos de funcionario eclesiástico, sus pantorrillas y sus mallas de color de púrpura, Nicolás despliega una avasalladora energía, que hace retroceder a Toumignon, quien, en su retirada estratégica, ocasiona grandes estragos en una hilera de reclinatorios. Considerando inminente la victoria el pertiguero se dispone a abalanzarse sobre su víctima. Entonces alguien enarbola una silla sujetándola por el respaldo y la sostiene un momento en el aire para descargarla como un mazazo sobre una cabeza, indudablemente la cabeza de Nicolás. Pero la silla no llega a su destino. Ha chocado violentamente con algo, con la bella estatua de yeso pintado de san Roque, patrón de Clochemerle, donada por la baronesa Alphonsine de Courtebiche. Alcanzado en el flanco, san Roque vacila, se tambalea en el borde de la peana y se desploma finalmente encima de la pila del agua bendita colocada justamente debajo, con tal mala fortuna que es guillotinado por el cortante saliente de la piedra. La aureolada cabeza rueda por el suelo y va a juntarse con la alabarda de Nicolás, rompiéndose la nariz, lo que priva al santo de la apariencia de un personaje que goza de la bienaventurada eternidad y preserva de la peste. La catástrofe produce una confusión indescriptible. Los espíritus se han quedado tan atónitos que Poipanel, un impío que nunca pone los pies en la iglesia, dice, apesadumbrado, al párroco de Clochemerle.
—¡Señor Ponosse, sí que la ha hecho buena San Roque!
—¿Se ha hecho daño? —pregunta Justine Putet con su voz agria.
—Desde luego, está fastidiado con un golpe así —contesta Poipanel, con la gravedad de un hombre que suele lamentarse de la destrucción inútil de un objeto valioso.
Del consternado grupo de piadosas mujeres se eleva un prolongado gemido de horror. Se persignan aterrorizadas, ante aquellas primicias del Apocalipsis que se desarrollan en la iglesia, donde retumban ahora, sin poder atajarlos, los abominables maleficios del Maldito, encarnado en la pálida y maligna persona de Toumignon, borracho, cornudo y depravado, y que por añadidura acaba de revelarse feroz inconoclasta, capaz de destruirlo todo, de desafiar cielo y tierra. Las creyentes, sobrecogidas de un sagrado terror, esperan el supremo estrépito de los astros chocando unos con otros y abatiéndose sobre Clochemerle convertidos en lluvia de cenizas. Sí, sobre Clochemerle, nueva Gomorra, víctima de los poderes vengadores por el impúdico uso que la rubia Judith hace de sus atractivos, verdadera pocilga donde Toumignon y muchos otros han tenido comercio con los innobles demonios que se agitan como un nido de víboras en las entrañas de la impura. Instantes de terror indescriptible que las piadosas mujeres acogen con débiles balidos como ovejas despavoridas, oprimiendo febrilmente contra sus senos sin prestigio escapularios encogidos por el sudor, y las hijas de María se transforman en vírgenes desfallecientes que se creen atacadas por hordas infernales monstruosamente armadas, y sienten su ardiente y obsceno contacto en las estremecidas carnes de sus cuerpos intactos. Un hálito de fin del mundo, con relentes de muerte y erotismo, invade el templo de Clochemerle. Es el momento en que Justine Putet, con el ánimo forzado incitada por el odio que han despertado en ella los desdenes de los hombres, da la medida de una fuerza largo tiempo acumulada en un cuerpo tristemente inviolable, pero que apetece, no obstante, piras de pasión donde consumir los secretos fervores que su esterilidad conformativa no le ha impedido alimentar. El tono amarillento de su tez, parecido al de un membrillo viejo, su delgadez horriblemente vellosa y agostada —hasta el punto que la piel se le arruga en lugares en que, en otras mujeres, la abundancia la mantiene tensa, suave y reluciente—, esta sarmentosa delgadez la iza ella detrás de un reclinatorio desafiando con la mirada al incapaz Ponosse. En suma, Justine Putet, exaltada combatiente, señala orgullosa la senda del martirio al cura de Clochemerle al mismo tiempo que entona un extático
miserere
de exorcismo.