—Ya comprenderá usted, mi buena amiga, que cuando yo tenía pecados perfumados, no los habría confiado a ese patán. Pero ahora ya no tengo más que pecadillos de anciana, para los cuales basta con un plumero. Mi querida amiga, ahora no percibimos más que la naftalina de la virtud a la fuerza.
Ya vemos, pues, el concepto que merecía Ponosse a la baronesa de Courtebiche. En resumidas cuentas, consideraba al cura de Clochemerle como parte integrante de su servidumbre. Ponosse cuidaba de su alma, como la manicura le cuidaba las manos y la masajista el cuerpo. A su juicio, las dolencias y los achaques del cuerpo y del alma de una gran dama, que tenía detrás de ella diez siglos de alcurnia, constituían aún motivos de profundo respeto para los villanos, fuesen o no fuesen curas, a los que se concedía el honor de revelarles sus desnudeces físicas o morales. Con todo, cuando tenía necesidad de los servicios del cura, mandaba a su chófer a que lo recogiera a domicilio. ("No quiero infestarme de pulgas de pordiosero en su confesonario.") Ponosse la escuchaba en confesión en un pequeño oratorio del castillo destinado a este menester. La baronesa escogía los días en que no tenía invitados para sentar a Ponosse a su mesa, en un plan sencillo que no lo intimidara.
La baronesa no se había personado nunca en la casa parroquial sin ser esperada. La misión que se había encomendado le infundía ánimos. Apenas sonó el picaporte, animando el eco de un largo y frío corredor, que sonaba a hueco como una barrica vacía, se dirigió a su yerno y le dijo:
—¡Querido Oscar, tienes que mostrarte firme con Ponosse!
—Claro, baronesa —respondió el mequetrefe de Saint-Choul, hombre sin voluntad a quien dejaba anonadado el excedente de firmeza de su suegra.
—¡Espero que Ponosse no se habrá ido a beber con los viñadores! Tendremos que localizarlo. Después de lo ocurrido, es inconcebible que no haya venido al castillo a pedirnos consejo.
Diciendo esto, tamborileaba en la puerta, golpeándola con sus anillos y golpeándola, irritada, con la punta de sus botines.
—¡Ya se encargará el arzobispo de meterle en cintura! —añadió.
Dejemos a la noble dama en espera de que la vieja Honorine le abra la puerta y aprovechemos el interregno para esbozar la semblanza de la baronesa Alphonsine de Courtebiche. Vale la pena.
Pasados ya los cincuenta años, la baronesa conservaba aún cierto empaque, al cual confería un altivo prestigio el convencimiento que ella se había forjado de su misión sobre la Tierra. Borrando deliberadamente la Revolución de la historia, trataba a los moradores de los valles dominados por su castillo feudal como si las gentes fueran siervos de un feudo restituido a su familia, lo que significaba el legítimo restablecimiento de un orden basado en el principio de que todo el mundo tuviera asignado su puesto sin discusión posible.
Mujer fuerte y no mal parecida, de un metro setenta de altura, la baronesa había sido, entre los veinte y los cuarenta y siete años, una hembra magníficamente pulposa, con una tez ligeramente pecosa que le daba cierto atractivo, con unos ojos chispeantes, una boca que producía vértigos impetuosos y un vivo movimiento de caderas de un efecto irresistible. Aquellos contoneos tenían un no sé qué de autoritario, algo así como el piafar de un caballo, que en cualquiera otra habría sido atributo de rabanera, pero que en ella, debido a la alcurnia de su cuna era cosa de buen ver, displicencia de gran dama, realzada de provocativa impertinencia. En los tiempos en que los cánones de la beñeza femenina prescribían la clásica opulencia, las reales posaderas de la baronesa, cuya dureza se conjeturaba magistral, bien aposentadas en la cima de unas apretadas pantorrillas de luchador, constituían lo más saliente de sus atractivos. En cuanto al busto, siendo entonces la época del corsé, se embellecía con un pecho fascinador, tenido en alto y aprisionado por un corpino abierto, cesta repleta de frutos gemelos de una rara perfección. Pero ese cuerpo tentador correspondía a una persona linajuda y, por ende, fuera del alcance de las vulgares intimidades. Era ésta una peculiaridad que no pasaba inadvertida a los hombres y que hacía temblar a los más audaces ante la presencia de aquella altiva mujer que daba a entender, mirando descaradamente a los ojos de los ansiosos, qué fuente podría aplacar su sed. Así había sido la baronesa: una amazona infatigable durante veintisiete años de su vida, consagrados casi enteramente al amor.
Relatemos a grandes trazos la existencia de la altiva dama. A los veinte años, Alphonsine d'Eychandailles d'Azin, de una antiquísima familia de la región de Grenoble, que pretendía descender de aquella Marguerite de Sassenage que fue la amante de Luis XI y le dio una hija, pasando por unas grandes dificultades financieras, se casó con el barón Guy de Courtebiche, que le llevaba dieciocho años. El barón era un caballero un poco ajado, y, a pesar de los despilfarros que cometiera en cuanto llegó a su mayoría de edad, conservaba aún una buena parte de sus riquezas. Guy de Courtebiche, a quien sus íntimos llamaban Bibiche, llevaba en París una vida de crápula, entreteniendo a todo tren a una tal Laura Todella, célebre mujer de la vida galante que lo había escarnecido cien veces, lo que no parecía disgustarle, y lo llevaba a la ruina con la más desdeñosa indiferencia. Cuando vio a la hermosa Alphonsine, Courtebiche la juzgó más imponente aún que su Laura, con la ventaja sobre ésta de que podría presentarla en todas partes. El aire dominador de la muchacha ejerció sobre él un irresistible atractivo, porque propendía, sin darse cuenta, a una especie de masoquismo moral que siempre lo había mantenido sujeto a las mujeres que le humillaban. A Alphonsine la apremiaron los suyos para que no dejara escapar aquel brillante partido. Consejo superfluo, porque Alphonsine, de índole ambiciosa, no había de desaprovechar la primera ocasión de independizarse que se le presentaba. Por otra parte, en vísperas de su derrumbamiento físico, Guy de Courtebiche, nimbado con la aureola parisiense, gozaba aún de un gran prestigio a los ojos de una muchacha provinciana.
La baronesa tenía propiedades en el Lyonnais. El joven matrimonio tuvo un piso en París, otro en Lyon y el castillo de Clochemerle. Tanto en Lyon como en París, la bella Alphonsine causó gran sensación. Incluso dio motivo a un duelo, lo que acabó de cimentar su fama.
Guy de Courtebiche, calvo, flojo y prematuramente envejecido por unas afecciones orgánicas que debían llevarlo todavía joven al sepulcro, no tardó mucho en dejar de ser un marido eficiente. Cuando sus hijos vinieron al mundo, Alphonsine conservó a aquel impotente por el título y las rentas —y para cuidarlo también, porque, sintiéndose fuerte, le gustaba erigirse en protectora—, y se lanzó en busca de satisfacciones haciendo caso omiso de la vanidad y la estirpe. No tuvo más dificultades que la molestia de la elección y, según se decía, esto la hacía vacilar mucho antes de decidirse. Sus travesuras fueron numerosas, y cometidas sin recato, con un desenfado tal que ahogaba cualquier intento de calumnia, falta de base cuando faltaba la hipocresía.
Una vez viuda, viéndose rica, la baronesa prefirió la independencia a la sumisión para la cual no se sentía hecha. Llevó un tren de vida costoso, tanto más caro cuanto más iba envejeciendo. Aquel plan quebrantó gravemente su fortuna, administrada, por otra parte, con una desenvoltura imperial y un desprecio absoluto por las tacañerías burguesas que socavan siempre los patrimonios. Mediada la guerra, tuvo que enfrentarse con graves dificultades financieras y penosas complicaciones sentimentales, presagio de la próxima decadencia. Confióse a su notario como se hubiera puesto en manos del cirujano. Pero no era esto lo más grave. A los cuarenta y nueve años, Alphonsine tuvo consigo misma una implacable conversación ante el espejo. Resultado del debate fueron unas directrices a las que inmediatamente resolvió someterse, con el ánimo resuelto que ella ponía en todas las cosas. La primera, la más importante, fue que sus cabellos aparecieron grises de la noche a la mañana.
"El cuerpo puede considerarse satisfecho —se dijo—, y no tengo nada que lamentar. Ahora es preciso envejecer decentemente y no servir de juguete a bribones sin escrúpulos."
Dejó su piso de París, redujo al mínimo su servidumbre y despidió maternalmente a algunos adolescentes que, atraídos por su reputación, iban a solicitar de ella uno de esos certificados de virilidad que durante tanto tiempo y con tanta generosidad había entregado a la juventud. Residiendo buena parte del año en Clochemerle y pasando los crudos meses de invierno en Lyon, decidió acercarse a Dios. Lo hizo sin rebajarse, considerando a Dios como un ser de su mundo, que no la había hecho nacer d'Eychandailles d'Azin, hermosa y con un temperamento ardiente, para que no se comportara como una gran dama, con todas las ventajas inherentes a su naturaleza y a su cuna. Tan imbuida estaba de esta convicción que nunca, ni en la época de sus éxitos, había renunciado por entero a los ritos religiosos. Eran los tiempos en que se confiaba a un exegeta ingenioso como el padre de Latargelle, que conocía ciertas necesidades dominadoras que Dios ha situado en sus criaturas. Aquel jesuíta, que tenía una sonrisa fina, un poco escéptica, se inspiraba en una doctrina utilitaria puesta al servicio de la Iglesia:
"Es preferible —pensaba— una pecadora en el seno de la religión que fuera de ella. Y con tanta mayor razón si la pecadora es poderosa. La fortaleza de Roma reside en los ejemplos de adhesión provinentes de las más al tas esferas."
En busca de un buen camino, la baronesa no cometió la torpeza de ingresar en la cofradía de las beatas. Activa por temperamento, se ocupó de obras apostólicas y caritativas. En Clochemerle, como presidenta de las hijas de María, velaba por la buena marcha de la parroquia y aconsejaba al cura Ponosse. En Lyon dirigía obradores, comités de beneficencia y se la veía a menudo en el arzobispado.
Sin olvidar que había sido la bella Alphonsine, una de las mujeres más cortejadas de su generación, conservaba todavía un tono autoritario que no admitía réplica y de su pasado licencioso conservaba una fraseología picaresca que no hacía mella en el ánimo de los prelados, que no han llegado a los primeros puestos de la Iglesia sin haber visto de cerca mujeres indecentes, pero que intimidaba a veces al ingenuo Ponosse. Enérgica y vivaz, sobrellevando alegremente un ligero abultamiento de abdomen debido al relajamiento de las disciplinas de la coquetería, la baronesa se quejaba, sin embargo, desde hacía algunos años, de una mengua de sus facultades auditivas. Este ligero achaque acentuaba aún más su aristocrática elevación de tono, y el timbre de voz había cobrado un acento viril, lo que hacía resaltar aún más la brusquedad de su carácter.
De los dos hijos de Alphonsine, el mayor, Tristan de Courtebiche, después de haber pasado la guerra emboscado en las oficinas de los Estados Mayores, vivía en la Europa central como agregado de Embajada. Muchacho apuesto, era el orgullo de su madre.
—Con la planta que le he dado —decía—, saldrá siempre adelante. Las jóvenes herederas no tienen más que andar con cuidado.
En cambio, en el momento en que la baronesa decidió retirarse, no veía dibujarse ninguna petición de mano para su hija Estelle, que había cumplido ya los veintiséis años. Y no ocultaba su despecho.
—Lo que yo me pregunto —confiaba a la marquesa de Aubenas-Teizé— es quién querrá cargar con esa tonta.
No desdeñaba, sin embargo, asumir las responsabilidades de su fracaso. Y lo manifestaba en esta forma:
—¡Me han gustado demasiado los hombres, mi querida amiga! Y la prueba la tienes en el talante de esa pobre Estelle. Yo no podía tener éxito más que con muchachos.
Estelle era, ciertamente, la caricatura de Alphonsine en sus buenos tiempos. Había heredado de su madre su aventajada estatura, pero las carnes que cubrían la robusta armazón, eran flácidas y fofas y mal distribuidas. En aquel corpachón abundaba la linfa y escaseaba el espíritu. A pesar de sus ex abruptos de impetuosa amazona, la baronesa no había carecido de femineidad. Estelle, por el contrario, era francamente hombruna. El labio inferior de la estirpe femenina d'Eychandailles d'Azin, tan prometedor de sensualidad, era, en el caso de Estelle, marcadamente belfo.
El porte desmañado de la señorita no contribuía, pues, a sazonar la sosería de su anemia grasienta. No obstante, la contemplación de aquella masa de carne despertó, con una violencia desacostumbrada, los desmayados ardores del enclenque Oscar de Saint-Choul. Los instintos de aquel desmedrado gentilhombre buscaron en la hija de la baronesa el necesario complemento: los kilos y los centímetros de talla que le faltaban para ser un hombre como es debido. La elección de Estelle de Courtebiche se debió a la escasez de candidatos, a pesar de que Saint-Choul, casi albino, ocultaba detrás de un monóculo, cuyo sostenimiento implicaba los más estrafalarios visajes, un ojo rosáceo y febril de gallináceo inquieto. El enlace no era en verdad brillante, pero no carecía de ventajas y se salvaban las apariencias. Oscar de Saint-Choul poseía en los alrededores de Clochemerle una hacienda de honorables dimensiones, aunque harto abandonada, y unas tierras de labor que, a condición de mostrarse prudente en los gastos, le permitían vivir de sus rentas. La baronesa no se hacía ilusiones sobre su yerno:
—Es un incapaz —decía—. ¡Podría hacerse de él un diputado de su República!
Y a la vez que lo decía, se ocupaba activamente de ello.
Por fin se oyó un ruido circunspecto de zapatones. Honorine entreabrió la puerta, como si se tratara de la subida de un puente levadizo. No le gustaba que le disputaran a su cura en su propio domicilio y por ello tenía fama de recibir mal a los visitantes. Pero tratándose de Alphonsine de Courtebiche, la cosa era distinta. La llegada del arzobispo no hubiera producido mayor efecto:
—Pero ¿qué veo, Dios mío? —exclamó—. Es la señora baronesa.
—¿Está Ponosse? —preguntó la baronesa con el mismo tono con que hubiera preguntado por un criado suyo.
—Sí, está en casa, señora baronesa. Pasen ustedes, por favor. Voy a buscarlo. Está tomando el fresco bajo los árboles del jardín.
Honorine introdujo a la baronesa, Estelle y su marido en un saloncillo oscuro y húmedo, con las ventanas cerradas. El gabinete del cura olía a tabaco, a vino, a cuarto de soltero sesentón y a guiso frío.
—¡Cielo santo! —exclamó la baronesa cuado la sirvienta se hubo marchado—. ¡Cómo apesta la virtud eclesiástica! ¿Qué te parece, Oscar?