Pero, ¡ay!, nadie sigue su ejemplo. Las demás mujeres, un coro de blandas y lloronas, buenas para el cuidado de la casa y para el amamantamiento, más o menos linfáticas e ignorantes, inclinadas, por tradición congénita de mujeres sumisas a las disciplinas caseras, esperan boquiabiertas, apáticas, doliéndoles el vientre y con agujetas en las piernas, que los nubarrones se desaten en fuego o que acudan los ángeles exterminadores como escuadrones de guardabosques.
Sin embargo, en el fondo de la iglesia la lucha arrecia con un furor renovado. No es posible saber si el pertiguero se propone vengar a san Roque, martirizado en efigie, o las injurias dirigidas a madame Nicolás y al cura Ponosse. No obstante, lo más probable es que estas misiones se confundan en su cabeza que no distingue de sutilezas y que es más apropiada para sustentáculo de pluma y adornos que para contener ideas. Así, pues, Nicolás, como un toro con los ojos vendados, con una expresión solapada y la tez de un tono verduzco, como un bandido acosado que se dispone a asestar un navajazo, embiste a Toumignon que se ha parapetado detrás de un pilar. Las gruesas y peludas zarpas de Nicolás agarran al hombretón y lo estrujan con una fuerza de gorila. Pero el cuerpo esmirriado de Toumignon contiene unas reservas de furor poco comunes, eficazmente destructoras, que centuplica la energía de sus armas: las uñas, los dientes, los codos y las rodillas. Desesperado ya de poder arrancar un buen puñado de dorados y botones, Toumignon ataca traidoramente con los pies en dirección a las partes vulnerables de Nicolás. Luego, aprovechando un momento de distracción de su adversario, le arranca el lóbulo de la oreja izquierda. Brota la sangre. Entonces los testigos consideran llegado el momento de intervenir.
—¡Vamos, no vais a pegaros ahora! —exclaman estos redomados hipócritas, regocijándose para sus adentros de esta aventura de inestimable valor para las interminables veladas de invierno y las conversaciones de taberna.
Con un gesto conciliador posan las manos en el hombro de los contendientes, pero se ven asimismo en medio de un torbellino de miembros contraídos y de cuerpos dementes, y muchos de estos pacificadores sin convicción, zarandeados de un lado para otro, pierden el equilibrio y van a dar con sus huesos contra unas pilas de sillas que se derrumban en medio de gran estrépito. En medio de ese hacinamiento diabólicamente erizado de clavos y maderas astilladas, Jules Laroudelle ruge como un poseído a consecuencia de un formidable batacazo, y Benoit Ploquin se hace un siete en el pantalón de los domingos con una irrespetuosa invocación dictada por la desesperación.
Tan estruendoso es el barullo que se ha armado que Coiffenave, el sacristán, despierta del estado semiletárgico en que le sume su sordera. Coiffenave suele situarse en una oscura capillita lateral donde, gracias a su indumentaria gris y al color terroso de su tez, puede pasar inadvertido, lo que le permite espiar a la gente y refocilarse secretamente con sus descubrimientos. Nuestro sordo no da crédito a sus oídos, milagrosamente resucitados por aquel ruido a todas luces anormal en un lugar de silencio y de oraciones, porque hay que decir que Coiffenave ha desistido, desde hace mucho tiempo, de hacer partícipes a sus orejas de la estéril agitación de los hombres. Helo aquí, pues, dirigiéndose a la nave central donde permanece estupefacto ante el espectáculo de los fieles vueltos de espaldas al altar y con la atención fija en la puerta. Y se encamina hacia allá arrastrando los pies calzados con unas viejas zapatillas. Sin darse cuenta, Coiffenave se encuentra metido en el fregado, con tan mala fortuna que el claveteado borceguí de Nicolás le aplasta el dedo gordo del pie. El dolor que le causa el terrible pisotón mueve al sacristán a pensar en la inminencia de un peligro insólito que amenaza gravemente los intereses de la religión, gracias a la cual consigue algunas ventajillas. Se da cuenta de que tiene que hacer algo, tomar de por sí alguna decisión. Un solo pensamiento acude a su mente: su campana, su orgullo y su amiga, cuya voz es la única que percibe claramente. Y sin detenerse a reflexionar se agarra a la gruesa cuerda y se suspende de ella con tal ímpetu que el volteo de la vieja campana de la abadía, la medieval “campana de los mirlos”, lo eleva a una impresionante altura. Al verlo saltar de tal modo sobre el fondo azul de la puerta abierta, la gente tiene la ilusión de que un bienaventurado, ocioso y burlón, para distraerse en el cielo, tiene suspendido en el extremo de un hilo elástico un gnomo que acciona y patalea con un enorme remiendo en el fondillo de los pantalones que cubren unas posaderas puntiagudas. Coiffenave toca a rebato con tanta energía que hace crujir el maderaje del campanario.
En Clochemerle no se había oído el toque a rebato desde el año 1914. Uno puede imaginarse el efecto producido por tan alarmantes sonidos en una hermosa mañana de fiesta tan soleada que todas las ventanas están abiertas de par en par. Todos los clochemerlinos que no se encuentran en la iglesia se precipitan a la calle. Incluso los más empedernidos bebedores abandonan, sin acabarla, la botella de vino. Tafardel deja sobre la mesa los papelotes en cuya lectura se hallaba ensimismado, reclama con urgencia su sombrero panamá y desciende velozmente de las alturas del Ayuntamiento, al tiempo que limpia los vidrios de sus lentes y repite una y otra vez:
Rerum cognoscere causas
. Porque, fruto de sus copiosas lecturas, ha adquirido un bagaje de máximas latinas que ha escrito en un cuaderno y que le encumbran por encima de la gente vulgar y primaria.
Una considerable muchedumbre se ha reunido, en un instante, delante de la iglesia para ver salir por la puerta, moliéndose a golpes y seguidos por el grupo de pacificadores, a nuestros combatientes, el pertiguero Nicolás y Frangois Toumignon, jadeantes, con las ropas manchadas de sangre y bastante malparados. Finalmente se consigue separarlos, pero antes uno y otro se dirigen los últimos insultos, nuevos desafíos y profieren el juramento de verse pronto las caras para entablar esta vez una lucha sin cuartel.
Y uno y otro se pavonean ante sus amigos de haber zurrado de lo lindo a su adversario.
Después aparecen, patéticas y silenciosas, mirando púdicamente el suelo, las piadosas mujeres que han adquirido de pronto el realce y el valor de los vasos sagrados por los escandalosos secretos que guardan en su interior. Se esparcen discretamente entre los grupos donde depositan la fecunda semilla de los chismes que otorgarán proporciones legendarias al prodigioso acontecimiento y prepararán toda una serie de inextricables calumnias, riñas y desavenencias. A las desahuciadas se les depara una hermosa ocasión para alcanzar una importancia que las vengará de las vejaciones masculinas, una ocasión pintiparada para humillar, a través de Toumignon, a la avasalladora Judith, cuyas victorias en el campo de la concupiscencia les han hecho sufrir un inmoral y prolongado martirio. Y esta ocasión las piadosas mujeres no la dejarán escapar, aunque de ello se derive la guerra civil. Ciertamente, la guerra civil estallará y nada harán por evitarla esas personas caritativas, cuyo cuerpo constituye, para la salvaguarda de las buenas costumbres, una muralla que ningún clochemerlino ha pensado ni en sueños asaltar. Sin embargo, en los primeros momentos en que todavía difieren las versiones acerca de lo ocurrido, ellas se guardan de censurar a nadie y se limitan a predecir que la ofensa inferida a san Roque llevará sin duda la peste a Clochemerle. O al menos la filoxera, la peste de los viñedos.
Como un capitán que es el último en abandonar el barco que se hunde, con la teja ladeada y el alzacuello en desorden, sale finalmente el cura Ponosse y, pegada a su sotana, Justine Putet, que lleva en brazos la testa mutilada de san Roque, del mismo modo que las intrépidas mujeres que iban en otros tiempos a la plaza de la Greve a recoger del suelo la cabeza de su amante decapitado. Ante el despojo del santo, hinchado por el agua de la pila como el cadáver de un ahogado; grita venganza. Transfigurada, como una Jeanne Hachette rediviva, dispuesta para la sublime misión de una Charlotte Corday, la solterona, por primera vez en su vida, siente en sus éticos flancos jamás acariciados y en su corpino cerrado sobre amargas soledades, intensos estremecimientos precursores del espasmo total. Así, pues, obligada.a marchar al paso del abate Ponosse, Justine se esfuerza en soliviantar su ánimo y orientarle hacia una política de violencia que reanudaría, con la tradición de los tiempos brillantes de la Iglesia, las épocas de conquista.
Pero el cura Ponosse está dotado de esa obstinación de las naturalezas débiles que son capaces de los mayores esfuerzos para defender su tranquilidad. Opone a Justine Putet una viscosa apatía sobre la cual todo se desliza y se escurre hacia el vacío de las veleidades. Andando, Ponosse escucha con una atención que parece indicar un total asentimiento, pero aprovecha una pausa para decir:
—Mi querida señorita, no cabe duda que Dios le tendrá en cuenta su animoso proceder. Sin embargo, hay que remitirse a El para resolver dificultades frente a las cuales nuestro pobre juicio humano es a todas luces insuficiente.
Perspectivas irrisorias para el fervor esforzado de la solterona. Inicia una protesta, pero el cura Ponosse añade:
—No puedo decidir nada antes de ver a la señora baronesa, presidenta de nuestras congregaciones y bienhechora de nuestra bella parroquia de Clochemerle.
Estas eran las palabras indicadas para ulcerar más aún a Justine Putet. ¡Siempre saliéndole al paso aquella altiva y arrogante Courtebiche, que de joven hizo de las suyas y se hace ahora la virtuosa para obtener una consideración que el vicio ya no puede procurarle! Es hora ya de desenmascarar a esa baronesa cuyo pasado es turbio y borrascoso. Justine Putet está enterada de ciertas cosas que el cura de Clochemerle por lo visto ignora. No tiene por qué guardar ninguna consideración a la castellana y está dispuesta a revelarlo todo.
Al llegar a la casa rectoral, la solterona quiere entrar en ella, pero Ponosse se lo impide.
—Deseo hablarle confidencialmente, señor cura —insiste Justine.
—Dejémoslo para otra ocasión, señorita.
—¿Y si yo le rogara que me oyera en confesión, padre?
—No es éste el momento, mi querida señorita. Por otra parte, hace sólo dos días recibí su confesión. Los sacramentos son cosa solemne y trascendental y no debe abusarse de ellos por ligeros escrúpulos de conciencia.
A pesar de todo lo que ha hecho, una vez más se le niega el amor a Justine Putet. Se traga esta cicuta con una mueca espantosa. Luego dice irónicamente:
—¡Tal vez sería preferible que yo fuera una de esas descaradas que sólo van al confesonario para explicar indecencias! A esas, claro, se las escucha con más interés.
—Guardémonos de juzgar a nuestros semejantes —replica Ponosse con severa unción—. Los lugares a la diestra de Dios son pocos y reservados a las almas caritativas. Le doy a usted una absolución provisional. Vaya usted en paz, mi querida señorita. Necesito cambiar de ropa…
Y el cura de Clochemerle empuja la puerta.
En la calle Mayor de Clochemerle, bajo el sol del mediodía, la gente se iba dispersando en pequeños grupos. La mayor parte de los clochemerlinos mostrábanse consternados y en voz baja se hacían unos a otros prudentes consideraciones, en tono reprobatorio, ciertamente, pero saturados en el fondo de un regocijo que les salía por los poros. El inaudito altercado de la iglesia convertía el día de san Roque de 1923 en la fiesta más memorable de que se tenía recuerdo. Bien provistos de terribles pormenores de la contienda, los clochemerlinos se apresuraban a encerrarse en sus casas para entregarse libremente a toda clase de comentarios, dictados por la pasión personal.
En Clochemerle, es preciso repetirlo, la gente se aburre, pero generalmente nadie se da cuenta. Pero cuando sucede algo gordo, inesperado, entonces se nota la diferencia entre una vida monótona y una vida en la que verdaderamente ocurren cosas. El escándalo de la iglesia era un asunto específicamente clochemerlino, que sólo concernía a los iniciados; en cierto modo, una cuestión de familia. Esta clase de historias concentran tan intensamente la atención que nada se pierde del precioso meollo del acontecimiento. Esto lo siente todo Clochemerle, hasta el punto que a sus moradores se les oprimía el corazón de esperanza y de orgullo.
Observemos que el tiempo se mostraba admirablemente propicio a la difusión del escándalo. Si éste se hubiera producido en plena vendimia, el fracaso hubiera sido absoluto. "Lo primero, el vino", hubieran dicho los clochemerlinos y se habrían desentendido de Toumignon, Nicolás, la Putet, el cura y los demás. Pero el alboroto sobrevino providencialmente en el momento de sentarse a la mesa un día en que todo el mundo echaba la casa por la ventana y salían de alacenas y bodegas las viejas botellas. Una historia semejante era una dávida magnífica, un verdadero regalo del cielo. Porque no se trataba, como acontece a menudo, de una discusión sin importancia, que no da más que para un simple comentario de vecino a vecino, de un grupo a otro grupo, y que el día siguiente todo el mundo ha olvidado, sino de una historia consistente y de grandes alcances, prometedora de importantes consecuencias y que mantenía en vilo a la opinión de todo el pueblo. En suma, una cuestión trascendental en la que estaban empeñados Dios y el diablo y que, a juicio de todos los clochemerlinos, no podía darse ni mucho menos por zanjada.
Los clochemerlinos se sentaron a la mesa con buen apetito, animados por la perspectiva de las distracciones que les depararían los próximos meses y legítimamente orgullosos de poder ofrecer a sus invitados, llegados de los pueblos vecinos, las primicias de una historia que no tardaría en ser conocida en todo el departamento. Y pensaban: "¡Qué suerte han tenido esos forasteros de haber venido!" Porque, envidiosa como es la gente, nadie en los pueblos cercanos hubiera creído que Nicolás y Toumignon se habían aporreado en la iglesia y que san Roque había salido malparado de la pelea. Un santo precipitado en la pila del agua bendita, gracias a los comunes esfuerzos de un pertiguero y de un hereje, no es cosa que se ve todos los días. Afortunadamente, los forasteros podían actuar de testigos de tales hechos.
Todos los clochemerlinos gozaban de las delicias del hogar. El bochornoso calor del mediodía sumió a todo el pueblo en un silencioso letargo. No se notaba el menor soplo de aire. Clochemerle olía a pan recién salido del horno, a guisos suculentos y a olorosas tortas. El azul del cielo cegaba la vista y los rayos del sol obraban como un mazazo asestado a las cabezas congestionadas por el exceso de comida y las copiosas libaciones. Nadie se aventuraba a salir de la penumbra de las casas. Las moscas que zumbaban sobre los montones de estiércol se habían adueñado de todo el pueblo, que sin ellas hubiera parecido completamente inanimado.