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Authors: Gabriel Chevallier

Tags: #Comedia, Humor, Satírica

Clochemerle (17 page)

—Dime, Adele, ¿por qué me preguntaste si estaba contento?

—Por nada. Simplemente por decir algo…

—¿Es que alguien ha dicho algo de mí?

—Ya sabes que siempre hay chismosos. No te preocupes.

—¿Qué dicen, Adele?

—¡Oh, hablan de Rose!

—¿Qué Rose?

—Supongo que Rose Bivaque. ¿Te sorprende?

—No sé nada, y nada puedo decir.

—Pues que si se le hincha el vientre… en fin, como si hubiera cometido una falta.

¡Vaya lío! El vientre de la Rose, que ha hecho de las suyas estando él ausente… y todo Clochemerle enterado del caso. Seguro que los viejos Bivaque no están contentos… Razón que les sobra para abofetear a un muchacho, aunque sea cazador de primera clase. En todo caso, hay que reflexionar. Claudius Brodequin se sirve más vino, bebe y se limpia lentamente la boca.

Luego dice:

—¿Qué hay, Adele?

—Pues, ya te lo he contado. Tú no tienes nada que ver con esto, ¿verdad?

—¿A qué te refieres, Adele?

—¡Hombre, al vientre de Rose!

—¿Qué dice la gente?

—Pues dice sin decir, como puedes suponer. Muchos no pueden contener la lengua.

—¿Quiénes?

—Los de siempre, los que hablan sin saber nada. Ahora bien, a ti te toca decir si tienes algo que ver con lo que le ha ocurrido a Rose. Y debes de estar mejor enterado que los demás, que, claro, no se hallaban presentes cuando… en fin… ¿Es que no estás al corriente?

—No, Adele, no estaba enterado de nada.

—Entonces, es mejor que te lo haya dicho. Ya sabes, pues, cómo portarte con los padres y con los que no hacen más que chismorrear… Claro que algunas veces son meras habladurías, que siempre hay gente dispuesta a ello, porque no saben cerrar el pico…

—¿Dices que algunas veces son meras habladurías, Adele?

—En fin, ya estás prevenido y tú sabrás lo que haces con los que hablan sin saber nada y que se hacen los distraídos. Claro que a veces son sólo habladurías…

—Sí, a veces.

—También podría darse el caso que tú tuvieras algo que ver…

—¿Podría darse el caso, Adele?

—Es una suposición. Porque, claro, yo no puedo adivinar quien haya podido ser…

—Claro, Adele. Tú no puedes adivinar…

—En fin, tú sabrás lo que tienes que hacer.

—Sí, Adele.

—Sea quien fuere el que haya ido con Rose y le haya hecho un crío, tú mismo, pongamos por caso, creo que sería mejor que se casara con ella. ¿No te parece, Claudius?

—Sí, esto es lo que creo con respecto a quien lo haya hecho.

—En cierto modo, Rose Biyaque es una muchacha bien parecida y un buen partido.

Claro que lo que le ha ocurrido… De todos modos, no es tanto como para avergonzarse. ¿No opinas así, Claudius?

—Sí, no es tanto como para avergonzarse.

—Creo que quien se casara con ella aceptando al pequeño, a condición de haberlo hecho, naturalmente, no haría ningún mal negocio.

—No, Adele, no haría ningún mal negocio.

—Tú eres un buen muchacho, Claudius.

—Y tú eres una buena mujer, Adele.

—Te lo digo con respecto a Rose.

—Y yo te contesto con respecto a Rose.

—En fin, ya has llegado.

—Sí, ya he llegado.

—Has hecho muy bien. Me refiero a Rose, claro.

—Has dicho que a veces…

—Lo he dicho refiriéndome a que Rose va a tener un crío y, claro, para una muchacha es una desgracia no poder explicar cómo ha venido. Pero ya estás aquí…

Mientras hablaba, Claudius Brodequin ha depositado dos francos y veinticinco céntimos al lado de la botella. Coge la boina, el macuto y se levanta.

—Hasta la vista, Adele —dice.

—Hasta pronto, Claudius. ¿Vendrás por aquí, ahora que has vuelto?

—¡No faltaba más, Adele!

"¡Ah, Dios mío! ¡Santo Dios!", piensa Claudius Brodequin en la calle Mayor de Clochemerle, tan absorto en sus pensamientos que ni siquiera ve a las personas que pasan por su lado. "¡Santo Dios! Con que Rose está encinta. ¡Ah, Santo Dios!" No piensa en otra cosa. Con absoluto olvido de su apostura militar, de su orgullo de soldado de primera clase, anda como un aldeano provisto de unas ridiculas bandas de soldado raso, en vez de lucir las más bonitas bandas de todos los ejércitos del mundo, unas bandas que se enrolló esmeradamente en el vagón, dos estaciones antes de llegar a Clochemerle. "¡Ah, Santo Dios!" Incluso se olvida de hacer alto en el estanco para comprar un paquete de cigarrillos y saludar a madame Fouache, que no cesa de halagar a los fumadores novatos diciéndoles que quien no fuma no es un hombre hecho y derecho. Encontrarse con una muchacha encinta resulta una sorpresa inesperada y una perspectiva de grandes quebraderos de cabeza, porque los viejos Bivaque y los viejos Brodequin andan a la greña con motivo de un antiguo asunto de delimitación de terrenos. Tan desconcertado está Claudius Brodequin que ni siquiera corresponde a los saludos. Hasta que Fadet, el comerciante de bicicletas, con el que iba a cruzarse sin verlo, le da un golpe en la espalda y le dice:

—¡Vaya magnífico tirador que estás hecho, Claudius!

—¡Dios santo! ¿Eres tú, Eugene? —exclama Claudius Brodequin.

No se le ocurre otra cosa que decir y sigue su camino en dirección a la plaza Mayor. Allí permanece un buen rato, a la sombra de los castaños. Sus "¡Ah, santo Dios!" le martillean el cerebro y le enturbian la visión de las cosas. De pronto, una idea ilumina su mente: "Lo mejor que puedo hacer es decírselo a mi madre." Y reemprende el camino en dirección a su casa.

—¿Ya estás aquí, hijo mío?

—Sí, madre, aquí estoy.

—Tienes muy buen aspecto, Claudius. Hasta pareces más fuerte.

—Tal vez sí. Hago mucha gimnasia.

Adrienne Brodequin está atareada en la cocina preparando la sopa. Descabeza los puerros y monda las patatas. Después de haber abrazado a su hijo vuelve a su trabajo sin dejar de hablar.

—¿Has llegado ahora?

—Sí, vengo de la estación.

—Pues llegas a tiempo. Queríamos escribirte. Ha sido una suerte no haberlo hecho porque… ya estás aquí. Por eso te he dicho que has llegado a tiempo.

—Y ¿sobre qué queríais escribirme?

—Tonterías… Historias que cuentan en el pueblo… ¿Has hablado con alguien antes de llegar a casa?

—Sí, pero nada importante…

Claudius Brodequin se da cuenta de que ha llegado el momento de hablar y juzga preferible hacerlo antes de que se reúna toda la familia, lo que no tardará en ocurrir. Pero no sabe cómo empezar y reflexiona. Se oye el tictac del reloj de caja cuyo cristal reluce bajo los rayos del sol que se filtran por la ventana. Transcurre el tiempo al impulso del engranaje que chirría. Enfurecidas avispas zumban alrededor de un cesto de ciruelas colocado en un anaquel. Puesto que la madre está enterada de todo, a ella le toca empezar… Adrienne y su hijo están sentados uno a espaldas del otro —es más cómodo cuando hay que hablar de cosas graves—, ella atareada en preparar las legumbres y él pensando en Rose y esforzándose en dar con el modo de abordar el tema. De pronto, la madre, sin volverse, con voz lenta, sin el menor asomo de enfado, pregunta:

—¿Has sido tú, Claudius?

—¿A qué te refieres?

—¿Has sido tú quien ha preñado a Rose?

—No es seguro…

—En fin, ¿no has ido con ella?

—Sí, he ido con ella esta primavera…

—Por lo tanto, es posible que hayas sido tú…

—Sí, es posible.

En este momento, se vuelve para oír solo el reloj, que sigue fabricando segundos con el mismo ritmo, tanto si se trata de días buenos como de días malos. Con un manotazo, la madre ahuyenta a las avispas que se muestran demasiado audaces. "¡Es una plaga, este año, estos asquerosos bichos!" Después pregunta:

—¿Piensas casarte con Rose?

Claudius Brodequin prefiere preguntar a que le pregunten. En esto se parece a su padre, Honoré Brodequin, un hombre que prepara sus palabras como si se tratara de bocados exquisitos.

—¿Qué es lo que usted piensa? —responde Claudius.

Adrienne Brodequin tiene ya su opinión formada de antemano. Y lo demuestra su prontitud en contestar:

—Si a ti te parece bien, no veo ningún inconveniente. Rose podría vivir con nosotros y ayudarme. Trabajo no falta y me voy haciendo vieja…

—¿Y qué dice padre?

—No le disgustaría que te casaras si el viejo Bivaque da en dote a Rose la viña de Bonne-Pente.

—Y los Bivaque, ¿qué dicen?

—El cura Ponosse ha venido a vernos estos días. Me imagino que está de acuerdo con los Bivaque. Ha dicho a tu padre que tú y Rose deberíais seguir los mandamientos de Dios. Pero a Honoré no le ha bastado y ha dicho a Ponosse: "Primero lleguemos a un acuerdo ante el notario. Ya nos arreglaremos después con Dios. No creo que Bivaque se ponga a malas con Dios por un trozo de viña." Así que en lo concerniente al matrimonio, deja hacer a tu padre. Siempre ha tenido la cabeza despejada.

—Haré lo que ustedes quieran, madre.

Al llegar a este punto, Adrienne Brodequin se vuelve hacia su hijo, fija sus ojos en él y le dice:

—En cierto modo, no has sido torpe. Tu padre no está descontento. Ahora que Rose está cogida, el viejo Bivaque no tendrá otro remedio que soltar la viña. Rose es bien parecida y los Bivaque no son unos pobretones. ¡No, no has sido torpe, Claudius!

Es verdad que el padre no está disgustado. Al franquear el umbral de la puerta, mira a Claudius y le dice entono severo:

—Así, pues, sabes hacer barbaridades, ¿eh?

Sin embargo, rebosa tanta satisfacción que por un instante su rostro curtido se ve limpio de arrugas. Piensa en la ubérrima viña de Bonne-Pente, que pronto dejará de pertenecer a los Bivaque para ser propiedad de los Brodequin, y llega a la conclusión de que con sólo un instante de placer se consigue lo que no proporciona toda una vida de trabajo. Y después de esto, que vaya uno a creer en las monsergas de los curas. Los curas, por supuesto, hablan siempre del cielo para que no se altere el orden terrenal. ¡Bah! ¿Es que sólo hay viñas en el cielo? Entretanto, si se presenta la ocasión, arramblemos con las del viejo Bivaque. Por otra parte, ¿de quién es la culpa? ¿De Rose o de Claudius? Pero no, no hay que plantear las cosas de este modo. Los muchachos no tienen otra misión que la de seducir a las muchachas, y el deber de éstas es guardarse. Sin embargo, Honoré, hombre prudente y avisado, que no desdeña ninguna precaución, cree preferible que el cielo esté de su parte y que el cura defienda los intereses de los Brodequin. Y la esperanza de acrecentar en fecha próxima el patrimonio familiar le hace sentirse pródigo.

—¡Como me llamo Honoré, el día de la boda voy a hacer un regalo a Ponosse! Le daré doscientos francos para la iglesia.

—¡Doscientos francos! —exclama Adrienne, sobrecogida.

Le sobra razón para mostrarse atónita. Porque es Adrienne la que guarda los ahorros en el armario ropero, de donde no salen si no para ser depositados en sitios más seguros.

—¡Bueno, pongamos cincuenta! —dice Honoré, que ha recobrado su sensatez.

Decididamente, todo se ha arreglado por las buenas. Al anochecer, un apuesto militar, bien ceñidas las bandas, desciende de la parte alta del pueblo al paso vivo de los cazadores en día de desfile. Es Claudius Brodequin, el vencedor, más bizarro que nunca. Todo el mundo puede mirarlo, envidiarlo, admirarlo: es Claudius Brodequin que ha hecho suya a Rose Bivaque, una muchacha joven y de muy buen ver. ¡Y ha sido el primero! Y esta empresa, llevada a cabo con tan felices resultados, no solamente le ha proporcionado goces inefables, sin contar los que le reserve el futuro, sino que podrá sumar a su patrimonio una hermosa viña en Bonne-Pente, que produce el mejor vino de Clochemerle. El porvenir se le presenta risueño. Mientras Rose espera el alumbramiento de su hijo, él acabará su tiempo de servicio y llegará a cabo. ¡A cabo de cazadores, señores! Al volver del regimiento habrá nacido ya su hijo, verá aumentado el patrimonio de los Brodequin con una buena viña y encontrará a Rose nuevamente dispuesta a hacerle la vida agradable. ¡Un golpe maestro, no cabe duda! ¡Demonio de Claudius! Va alegremente al encuentro de Rose que debe de estar esperándole. Ríe para sus adentros y no puede contener una exclamación en voz alta:

—¡Ah, Dios! ¡Santo Dios!

Capítulo 9
La fiesta de san Roque

Clochemerle celebra su fiesta mayor el día de san Roque, patrón del pueblo. Como san Roque cae el 16 de agosto, el día siguiente a la festividad de la Asunción, cuando es cuestión de esperar que la uva madure, la fiesta dura generalmente algunos días. Los clochemerlinos han mostrado en todo tiempo una gran resistencia a los placeres de la mesa y de la bebida y no es de extrañar, por lo tanto, que si el tiempo acompaña los festejos duren toda la semana.

Podría uno preguntarse los motivos que han inducido a los clochemerlinos a erigir a san Roque como patrón, con preferencia a otros santos con méritos más que probados todos ellos. Cierto que san Roque no parecía particularmente designado para que se le consagrara patrón de los viñadores. Como la elección no ha sido hecha sin motivo, ha sido preciso remontarse a la fuente. El resultado de nuestras investigaciones nos permite exponer los auténticos motivos que determinaron antaño esta elección.

Con anterioridad al siglo XVI, las tierras del término municipal de Clochemerle no eran viñedos, sino extensiones de pasto y campos de cultivo rodeados de bosques y espesuras. En los prados se criaba toda clase de ganado, especialmente el cabrío. También abundaba la especie vacuna. La comarca era pródiga en quesos y chacinería. La mayor parte de los cultivadores era gente plebeya, siervos y aparceros que trabajaban por cuenta de la abadía, donde había trescientos frailes sometidos a las reglas de san Benedicto. El prior dependía del arzobispo-conde de Lyon. Las costumbres eran las de la época, ni mejores ni peores.

Sobrevino la famosa peste de 1431, cuyos fulminantes progresos aterrorizaron ciudades y pueblos. De muchas leguas a la redonda eran en gran número los infortunados que acudían a Clochemerle en busca de refugio. El pueblo contaba a la sazón unos mil trescientos habitantes. A todos los refugiados se les dispensaba una generosa acogida, aunque siempre con el temor de que uno de ellos fuera portador del germen de la horrible enfermedad. En aquella ocasión el cura párroco reunió a todos sus feligreses y les dirigió la palabra. En respuesta, los clochemerlinos formularon el voto de consagrarse a san Roque, el santo que preserva de las epidemias, si Clochemerle se libraba del tremendo azote. La promesa fue concienzudamente redactada en el más puro latín y consignada por escrito el mismo día en un sólido pergamino sellado y lacrado, documento que más tarde llegó a ser patrimonio de la familia Courtebiche, que desde tiempo inmemorial ha gozado de gran influencia en la comarca.

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