Fueron requeridos los servicios de los bomberos de Clochemerle para retirar el toldo que cubría el edificio. Y apareció el monumento con toda su útil y alentadora sobriedad. Alguien propuso celebrar el acontecimiento con vino de Clochemerle, rompiendo el gollete de una botella contra la valla protectora. Mas para oficiar en tal sacrificio se necesitaba un sacerdote de prestigio. Y fue una sacerdotisa.
El subprefecto fue a buscar entre la multitud una persona cuya presencia no le había pasado inadvertida y de la que no quitaba ojo: Judith Toumignon. Judith avanzó hacia donde estaban todas las personalidades oficiales, contoneando sus muslos de diosa con una gracia sencilla y displicente, que levantó un murmullo de homenajes de admiración. Fue ella, pues, quien bautizó, riendo, el urinario. Para agradecer su intervención, el viejo Bourdillat la besó en las mejillas. Focart y algunos otros quisieron seguir el ejemplo, pero Judith se les escurrió.
—¡No es a mí a quien inauguran, señores! —dijo.
—¡Qué lástima! —exclamaron, con unánime pesar, los galantes caballeros.
De pronto, alguien gritó:
—¡Eh, Bourdillat, demuestra que eres un hombre de Clochemerle! ¡Mea tú el primero!
Y la muchedumbre repitió:
—¡Sí, mea…! ¡Mea, Bourdillat!
La demanda puso en un aprieto al ex ministro que desde hacía unos años no se llevaba bien con su próstata. Sin embargo, se prestó al simulacro. Cuando estuvo al otro lado de la valla, una ovación estruendosa retumbó por los cielos de Clochemerle y las mujeres rompieron en estruendosas risotadas, como si les hicieran cosquillas, pensando probablemente en lo que Bourdillat tenía simbólicamente en la mano y en lo que aquellas matronas regordetas pensaban tal vez con más frecuencia de lo que es correcto confesar.
Encontrábanse allí muchos clochemerlinos que, después de tanto tiempo de sostenida atención, sentían una gran necesidad de evacuar. El desfile comenzó en el callejón de los Frailes. Lo encabezó el guardabosque Beausoleil, hombre de mucha iniciativa que comunicó sus impresiones:
—Esa agua que cae le hace a uno entrar ganas.
—Es muy resbaladiza esa pizarra de Piéchut —confirmó Tonin Machavoine.
Estos rústicos regocijos continuaron hasta la hora de comer. En la posada Torbayon se celebró un gran banquete que, con sus acumulaciones políticas y pantagruélicas de truchas, piernas de carnero, aves de corral, caza menor, vino de marca, aguardiente de la región, brindis y nuevos discursos, duró cosa de cinco horas. Luego acompañaron a sus respectivos coches a Bourdillat, a Focart, al subprefecto y a algunos notables cuyas actividades estaban determinadas de antemano, porque aún tenía en reserva otros discursos y otras promesas y, con un mes de anticipación, trazados los itinerarios de las inauguraciones y ágapes en los que era requerida la presencia de tan abnegados servidores del país.
Para los clochemerlinos, la jornada, desde todos los puntos de vista, resultó verdaderamente memorable. Pero fue única para uno de ellos, Ernest Tafardel, a quien el alcalde, con autorización del ministro, había concedido las palmas académicas. Este emblema demostrativo de su mérito sobresaliente remozó al maestro. Se le vio retozar como un colegial y beber de un modo desacostumbrado hasta que cerró sus puertas el establecimiento. Entonces, después de haber abrumado a sus conciudadanos con una verborrea que atestiguaba la admirable elevación de sus pensamientos, aunque desgraciadamente a partir de las nueve de la noche por alusiones obscenas, Tafardel, una vez solo, se puso a mear majestuosamente en medio de la calle Mayor, lanzando a los cuatro vientos, con voz fuerte, esta extraña profesión de fe:
"¡Al inspector de la Academia, yo le…! ¡Perfectamente, yo le…! No me importa decirle a ese Juan Lanas… Pues, sí, le diría: Señor inspector, soy su más humilde servidor, y su más humilde servidor le… a pie, a caballo y en coche. ¿Me ha comprendido bien, señor? ¡Fuera de aquí! Es usted un grosero y un ignorante. ¡Fuera de aquí, saltimbanqui, marica asqueroso. ¡Y descúbrase usted ante el ilustre Tafardel!"
Terminado este monólogo dirigido a un cielo tachonado de estrellas, el maestro tarareó un estribillo obsceno y, después de cerciorarse del paralelismo existente entre una y otra acera de la calle Mayor, inició la caminata hacia las alturas donde estaba situado el Ayuntamiento. Esta expedición, además de durar mucho tiempo, le costó un cristal de sus lentes, accidente que sobrevino a consecuencia de una serie de infortunadas caídas. Sin embargo, consiguió dar con la escuela y, completamente bebido, se echó vestido en la cama y se quedó dormido.
A aquella hora tardía no brillaba en Clochemerle más que una sola luz. Era la del farmacéutico Poilphard que lloraba de satisfacción. El espectáculo de la alegría de los demás era siempre para él un maravilloso estimulante lacrimal.
En el asunto del urinario, Barthélemy Piéchut había puesto en juego su reputación. El lo sabía y se sentía inquieto. Si a los clochemerlinos se les antojara desdeñar la pequeña construcción, su iniciativa resultaría perjudicial para el fin electoral perseguido.
Pero los dioses locales se mostraron propicios a sus maquinaciones, principalmente Baco, establecido desde hacía algunos siglos en el Beaujolais, el Maconnais y la Bourgogne.
Aquel año, la primavera se presentó suave, precoz y florida. Copiosas transpiraciones del pecho y de la espalda comenzaron pronto a humedecer las camisas, y a partir del mes de mayo todo el mundo comenzó a beber al ritmo del verano, ritmo que en Clochemerle es digno de ser destacado, y del cual no pueden hacerse la menor idea los enclenques y paliduchos bebedores de la ciudad. Los imprescriptibles arranques del gaznate ocasionaron en los organismos masculinos un continuo trabajo renal, seguido de regocijantes dilataciones de la vejiga, que solicitaba expansionarse con frecuencia. Su favorable proximidad a la posada Torbayon contribuía en mucho al favor de que gozaba el urinario. Claro está que las necesidades de los bebedores hubieran podido satisfacerse en el patio de la fonda, pero el lugar era oscuro, maloliente, sucio y sobre todo triste. Se iba allí como en cumplimiento de una penitencia. En cambio, era fácil atravesar la calle. Este segundo método ofrecía varias ventajas: la de desentumecer las piernas, el placer de la novedad y, además, la ocasión de medir con los ojos el cuerpo de Judith Toumignon, siempre de buen ver y cuya plástica irreprochable le colmaba a uno la imaginación.
Por otra parte, como el urinario era de dos plazas, generalmente se iba allí por parejas, lo que procuraba el placer de una breve conversación mientras se evacuaba y así se conseguían a un tiempo dos satisfacciones. Hombres que bebían con sobresaliente técnica y buen ánimo y que meaban con igual competencia, se congratulaban mutuamente de poder experimentar esos dos grandes placeres inseparables: beber cuanto les viniera en gana y mear después hasta la última gota, tomándose el tiempo necesario en un lugar fresco, oreado, lavado día y noche por una inagotable cortina de agua. Son éstos placeres sencillos que no saben ya gozar los hombres de la ciudad, zarandeados de continuo, y que conservaban en Clochemerle todo su valor. Y era éste tan apreciado que al pasar Piéchut —lo que hacía a menudo para asegurarse de que su edificio seguía viéndose concurrido— los ocupantes, si eran hombres de su generación, no dejaban nunca de expresarle su contento.
—¡A tu salud, Barthélemy! —exclamaban.
—¿Estáis bien ahí dentro? —preguntaba el alcalde acercándose.
—Ni que lo digas, Barthélemy. ¡Estoy meando como si tuviera veinte años!
—Es muy resbaladiza esta pared, Barthélemy. Como la piel de las pantorrillas de una mozuela. ¡Esto es más fuerte que uno y nos hace desabrochar la bragueta!
Palabras sencillas, exponente de la satisfacción de los hombres maduros, porque éstos no ignoran que los comentarios constituyen la parte más duradera del placer y que llega uno a una edad en que, en ciertos casos, las palabras suplen totalmente al placer y las aventuras.
El urinario había merecido la aprobación más completa de la juventud por razones bien distintas. Señalaba, en el centro de Clochemerle, el punto de intersección entre el pueblo alto y el pueblo bajo y estaba situado cerca de la iglesia, de la fonda y de las "Galeries Beaujolaises", lugares predestinados y que retenían siempre la atención. Era un lugar de reunión muy indicado. Además, otra cosa atraía a los muchachos. El callejón de los Frailes era paso obligatorio de las hijas de María que se dirigían a la sacristía, lo que durante el mes de mayo hacían todas las tardes para la salvación de su alma.
Daba gusto ver a aquellas lozanas hijas de María, de arreboladas mejillas y con el pecho ya formado. La Rose Bivaque, la Lulu Montillet, la Marie-Louise Richome y La Toinette Maffigue se contaban entre las más requebradas, las más manoseadas cuando se presentaba la ocasión por los jóvenes clochemerlinos, que, sonrojándose tanto como ellas, se mostraban groseros por deseo de mostrarse tiernos. Sin embargo, cuando iban en grupo se comportaban audazmente y otro tanto podía decirse de las hijas de María que, si a la luz del día se conducían como mojigatas, sabían perfectamente lo que querían, esto es, enmohecerse en el seno de las cofradías de cintas azules y que los muchachos experimentasen respecto a ellas la misma turbadora emoción que a ellas les inspiraban, lo que, por otra parte, las melindrosas no ponían en duda. En grupo, para mejor enfrentarse con los lechuginos, desfilaban cogidas del brazo con estudiada displicencia y riendo socarronamente al sentirse asaeteadas por las ardientes miradas que les quemaban los muslos. Al adentrarse en la penumbra de la iglesia llenaba su imaginación el recuerdo de un rostro o de un timbre de voz cuya dulzura se confundía con la de los cánticos. Estos encuentros, estas frases torpes y deshilvanadas preparaban las nuevas generaciones de clochemerlinos.
Dos compartimientos resultaban insuficientes cuando coincidían tres o cuatro vejigas en llegar al completo, lo que sucedía con frecuencia en una aglomeración que contaba dos mil ochocientas vejigas, aproximadamente la mitad de las cuales eran vejigas masculinas, las únicas autorizadas a expansionarse en la vía pública. Por lo tanto, en casos de premura, se volvían a las viejas y expeditivas costumbres, siempre buenas. Uno se desahogaba contra la pared, junto al urinario, con la mayor despreocupación, sin la menor malicia ni incomodidad, ni motivo alguno para contener sus necesidades. Incluso algunos, de un natural más independiente, se expansionaban más fuera que dentro.
En cuanto a los mozos de Clochemerle hubieran dejado de ser jovenzuelos de dieciséis a dieciocho años, con toda la estupidez característica de esa edad inquieta, si no hubieran encontrado en el urinario ocasión de entregarse a algunas excentricidades. Disputábanse entre ellos récords de longitud y de altura. Aplicando a la naturaleza humana procedimientos de física elemental, retenían la expulsión aumentando al mismo tiempo la presión consiguiendo así regocijantes efectos de juegos de agua que les obligaba a retroceder. Estas tontas diversiones pertenecen, en suma, a todos los países y a todos los tiempos, y los hombres maduros que las censuraban eran cortos de memoria. Pero las buenas mujeres de Clochemerle, que observaban a distancia, veían con indulgencia esos entretenimientos de una juventud que no estaba todavía en sazón para denodados esfuerzos. Y las robustas comadres del lavadero decían con estrepitosas risotadas:
—¡Con esta manera de manejarla, esos inocentes no harán daño alguno a nuestras hijas!
Así discurría buenamente la vida en Clochemerle, en la primavera de 1923, sin inútiles hipocresías, pero sí con una cierta inclinación hacia los chistes subidos de tono. El urinario de Piéchut era la gran atracción local. De la noche a la mañana sucedíase en el callejón de los Frailes el desfile de clochemerlinos. Cada uno se comportaba según los recursos de su temperamento y de su edad: los jóvenes, con impaciencia, sin miramientos de ninguna clase; los hombres maduros, con sensatez y comedimiento en la compostura y la acción, y los ancianos, con lentitud acompañada de suspiros, estremecimientos y grandes esfuerzos que sólo llegaban a producir mezquinos chorros, en forma de espaciados chaparrones. Pero todos, jóvenes, maduros y ancianos efectuaban el mismo ademán preparatorio, preciso y derechamente a su objetivo, en cuanto enfilaban el callejón, y luego el mismo ademán subsiguiente, que se terminaba en la calle, aunque este último, profundo y prolongado, acompañado de flexiones en las corvas, mediante el cual se procedía a una cuidadosa e íntima redistribución, cuyo eje de juicioso equilibrio y mejor comodidad lo constituía el tiro del pantalón. Esta prenda solía llevarse en Clochemerle muy holgada en su parte trasera y sostenida generalmente por un cinturón o faja no muy apretados, con objeto de facilitar los movimientos de los viñadores siempre inclinados sobre la tierra. De todos modos, estos ademanes se circunscribían a uno solo, y capital.
Este ademán que no ha cambiado desde hace cuarenta mil años o quinientos mil, que emparenta estrechamente a Adán y al antropopiteco con el hombre del siglo xx; este ademán invariable, internacional, planetario, este ademán esencial y conminatorio, este ademán en cierto modo poderosamente sintético, lo efectuaban los clochemerlinos sin ostentación fuera de lugar y sin ridículo disimulo, con toda naturalidad y sencillez. Entraban en el callejón de los Frailes con la mayor despreocupación, pues partían del principio de que era preciso tener mala disposición de ánimo para ver en ello la menor incorrección.
A pesar de ello, el ademán era precisamente provocador cuando se llevaba a cabo bajo la mirada de una persona que se imaginaba era dedicado a ella a modo de reto y que, oculta detrás de los visillos de su ventana donde la mantenía aprehendida una atracción extraña, no podía apartar la vista de su repetición. Desde su ventana, Justine Putet observaba las idas y venidas del callejón. La solterona contemplaba aquel incesante trasiego de hombres que, creyéndose solos, se ocupaban en sus necesidades con la mayor tranquilidad y que, amparados en aquella soledad, quizá no tomaban todas las precauciones que hubiera exigido una escrupulosa decencia.
Justine Putet entra en escena. Hablemos de ella. Era una trigueña biliosa, enteca y viperina, de tez amarillenta, mirada rencorosa, mala lengua y peor circuito intestinal, todo esto acompañado de una compasión agresiva y una sibilante mansedumbre. Un modelo de virtud consternadora, pues la virtud encarnada bajo unas facciones como las de Justine era sencillamente detestable, aparte de que parecía inspirada más que por una natural amenidad, por la venganza y la misantropía. Esforzada campeona de rosarios y ferviente recitadora de letanías, la solterona era todavía una incansable sembradora de calumnias y de pánicos clandestinos. En una palabra, era el escorpión de Clochemerle, pero un escorpión camuflado en cordero de Dios. La cuestión de su edad no era motivo de habladurías. Nadie se preocupaba de ello. Seguramente pasaba de los cuarenta años. Desde su infancia le había sido negado el menor atractivo físico. Del mismo modo que Justine Putet no tenía edad, tampoco tenía historia. Muertos sus padres, de quienes había heredado mil francos de renta, comenzó a los veintisiete años su carrera de soltera solitaria a la sombra de la iglesia, al fondo del callejón de los Frailes. Desde allí, en nombre de una virtud que los hombres de Clochemerle habían respetado cuidadosamente, velaba día y noche por el pueblo, denunciando las infamias y las concupiscencias.