Las solteronas determinaban por sí mismas los últimos plazos de su ya otoñal y abnegada seducción y, aprovechándose de esta prerrogativa, algunas los prorrogaban excesivamente. Sin embargo, la presencia de las solteronas no era motivo de gozo para el náufrago en su isla desierta, ni tema de turbación para el solitario en su ascético retiro. Eran clientes asiduas, portadoras de frascos de orina y de pequeñas incomodidades íntimas, que acudían en solicitud de consultas benignas con la esperanza de que el nostálgico farmacéutico acabaría un día por abrir los ojos, aunque para ello tuvieran que sacrificar en aras de su caritativa misión los tesoros de un pudor inmaculado.
Pero Poilphard limitaba sus investigaciones al objeto de la consulta sin hacerse enseñar más carne que la estrictamente necesaria. Descubría con indiferencia las dermatosis, las señales de albúmina, de artritismo y de diabetes, las consecuencias de un resfriado, el escrofulismo o las apetencias nerviosas de la esterilidad. Y la comprobación de tales miserias físicas le daba motivos para agudizar aún más su continuo estado de desesperación. La escrupulosidad con que, después de haber establecido contacto con aquellos cuerpos ardorosos, se enjabonaba las manos al lavarse era cruelmente desalentadora. Y luego sus conclusiones se inspiraban en el más negro pesimismo:
—¡Incurable! —decía.
Pero al mismo tiempo entregaba un frasco a la enferma.
—Pruebe esto —añadía—. Es lo más apropiado en estos casos. Hay un diez por ciento de probabilidades de éxito.
Entonces las mujeres, con un guiño, le decían:
—Me hará usted una pequeña rebaja, ¿verdad, señor Poilphard? Porque yo…
El farmacéutico observaba, sorprendido, los ridículos visajes de la mujer, su extravagante sombrero y sus viejos faralaes. Y se informaba:
—¿Está usted inscrita en la lista municipal de indigentes?
Estos errores de apreciación le habían creado, sin que él se diera cuenta, buen número de enemigas pertenecientes a la especie más perseverante y activa: la de las incomprendidas burladas. Aquellas indignadas celadoras insinuaban que las maquinaciones de Poilphard no eran todas del orden farmacéutico. Aquel viudo llorón pretendía ocultar su juego, pero no pocos se habían dado cuenta de la clase de mujeres que pasaban a la trastienda: lugareñas de carnosas posaderas, impúdicas comadres, descocadas mujeres que no llevaban pantalones, más dispuestas a dejarse manosear por los hombres que a hacer la señal de la cruz. Todo el mundo las conocía y también sabían de qué pie cojeaba Poilphard. A aquel hombre lúgubre y malhumorado le hacían falta, para desarrugarle un poco el ceño, las rollizas protuberancias de alguna muchacha frescachona y metida en carnes. Sin embargo, aquellas habladurías no gozaban de gran crédito en Clochemerle, donde el farmacéutico inspiraba un respetuoso temor. Si Mouraille manejaba el bisturí y Ponosse la extremaunción. Poilphard manipulaba el arsénico y el cianuro. Su continente lúgubre le daba un aire de envenenador y era prudente estar con él en buena armonía.
Al lado de la farmacia, con sus escaparates llenos de polvo donde unos eczematosos (producto del arte publicitario) se rascaban furiosamente, llamaba la atención de los transeúntes un establecimiento muy distinto. Níqueles rutilantes, escudos, fotografías, telegramas deportivos fijados en los cristales y en el sitio de honor una máquina espléndida que toda la juventud viril de Clochemerle deseaba: una bicicleta de la renombrada marca
Supéras
, tipo "Tour de France", exactamente igual, según decían los catálogos, a las máquinas de los más famosos corredores.
Este almacén era el del comerciante en bicicletas Eugene Fadet, personaje notable por su habilidad en sentarse en el sillín en todas las formas imaginables y el modo como movía las caderas al ir en bicicleta, conceptuado como el último grito de la elegancia velocipédica, Eugene ejercía una gran influencia sobre los muchachos de Clochemerle, que se honraban con su amistad. Y esto por varias razones. En primer lugar, por la manera especial con que se arrugaba artísticamente la boina, de "entoldarse", como solía decir, y en segundo término, por su peinado, con los cabellos recogidos en la nuca, un peinado imitado, pero nunca igualado, que el peluquero de Clochemerle sólo podía lograr en la cabeza de Fadet, especialmente formada para aquella elegancia de chulapería. Además, Fadet había sido en sus tiempos corredor ciclista y mecánico de aviación, lo que le permitía, en sus relatos legendarios y siempre perfeccionados cuando los repetía, tratar a los grandes ases de las carreteras y del aire con una fraternal libertad de lenguaje. Pero contaba sobre todo su gran hazaña, "la vez que llegué en segundo lugar, a una rueda de Ellegard, el campeón del mundo de entonces, te hablo del 1911, en el Velódromo de Invierno". Seguía una descripción del velódromo, con los espectadores poseídos de un entusiasmo frenético y las palabras de Ellegard dictadas por la sorpresa: "He tenido que emplearme a fondo." Los jóvenes clochemerlinos no se cansaban nunca de oír aquella historia que les daba una idea de la gloria. Y la solicitaban en todo momento.
—Explica, Eugene, lo que pasó el día en que te clasificaste en segundo lugar, a una rueda de Ellegard… Ganaste a muchos señoritos, ¿verdad?
—¡Menuda paliza les di! —exclamaba Fadet con el sencillo desdén de los hombres fuertes.
Explicaba una vez más todos los apasionantes detalles y acababa siempre más o menos con estas palabras:
—¡Eh, muchachos! ¿Quién de vosotros paga una copa?
Siempre había un hombrecito de diecisiete años, afanoso por granjearse la consideración de Eugene, que hurgaba en el bolsillo y encontraba el dinero necesario. Entonces, Fadet, antes de cerrar la puerta del establecimiento, gritaba:
—¡Tine! Me voy a un recado.
Y se apresuraba a salir. No lo suficientemente de prisa, a veces, para que no le alcanzara la voz de una mujer acrimoniosa, la suya, Léontine Fadet, que le reconvenía:
—¿Otra vez a beber con los muchachos? ¿Y tu trabajo?
Un personaje que había frecuentado los velódromos y los campos de aviación y que enseñaba a toda una juventud la manera de "domar a las muchachas" ("A tus pies deben postrarse implorantes las mujeres para que puedas presumir de ser un hombre"), un personaje de esta calidad, no podía permitir que se menoscabara públicamente su prestigio.
—¡No aceleres, Tine! —respondía el
gentleman
con calzones de ciclista, haciendo gala de su jerga más pintoresca—. ¡No conduzcas el grueso del pelotón! Frena un poco, o vas a despistarte en un viraje. ¡Guarda tus energías para el
sprint
final!
Esas metáforas eran muy celebradas por un auditorio de muchachos entre los cuales era fácil despertar admiración. Pero hay que decir que Fadet, cuando estaba a solas más tarde con Léontine, apenas se atrevía a levantar la voz, porque la señora Fadet, mujer ordenada y metódica, recordaba claramente a su marido las ineludibles exigencias de los acreedores y de la máquina registradora. Ella asumía la dirección financiera de la casa Fadet, lo que era una sana medida, pues todo el brío de Eugene no hubiera podido sacar adelante el establecimiento cuando a fin de mes comparecían, con la cartera debajo del brazo, los graves caballeros que iban a cobrar las letras. Afortunadamente, la juventud de Clochemerle ignoraba esos pequeños pormenores de administración interior. Crédula por temperamento, la señora Fadet estaba muy lejos de sospechar que al ex confidente de Navarre y de Guynemer, al antiguo rival de Ellegard, se le consideraba en la vida privada por un "pobre imbécil" y, cosa increíble, que él lo aceptaba sin molestarse. De todos modos, Fadet tomaba toda clase de precauciones para ocultar a su mujer las actividades que llevaba a cabo al margen del establecimiento.
—Cuando hay gente delante, la Tine fanfarronea un poco. Pero ya sé de qué pie cojea. Y sé también la manera de ponerle las peras a cuarto. Eso sí, con todos los respetos…
Guiñaba el ojo izquierdo de una manera canalla y desvergonzada y ello le dispensaba de revelar los misteriosos procedimientos que empleaba en ausencia de testigos. De ahí su poderosa influencia sobre el grupo de jóvenes clochemerlinos deportivos que frecuentaban cada noche su establecimiento. Sin embargo, la fría mirada de la señora Fadet acababa por ahuyentar a los más intrépidos. Se llevaban a Fadet e iban todos a refugiarse cerca de la plaza Mayor, en el "Café de l'Alouette" —en casa de la Josette, una mujer de mala reputación—, donde armaban tal alboroto que los clochemerlinos del barrio decían:
—Es la pandilla de Fadet.
Ya tendremos ocasión de ver en acción a esa cuadrilla.
En un recodo de la carretera, desde donde se descubre la perspectiva de los valles que se extienden hasta el Saona, se encuentra la más hermosa casa burguesa de Clochemerle, en cuyos muros circundantes se levantan, a media altura, unas elegantes verjas. La casa tiene una puerta de hierro forjado, y, al exterior, una avenida cubierta de gravilla de tonos claros, cuadros de flores, árboles que esparcen toda clase de aromas y un jardín inglés en el que pueden verse un seto vallado, un estanque, rocas, confortables sillones, una pista de
croquet
, una estera de cristal suspendida en la que se refleja el pueblo al revés y, finalmente, una suntuosa escalinata cubierta por una marquesina dotada de un caprichoso festón. En este lugar, lo atractivo deja de lado lo práctico, lo que indica una abundancia de medios que permite el lujoso despilfarro de un terreno que podría dedicarse al cultivo de la vid.
Era la residencia del notario Girodot, que vivía en compañía de su mujer y de su hija Hortense, una muchacha de dieciocho años. Un hijo comenzaba su segundo año de retórica en los jesuítas de Villefranche, después de dos abrumadores fracasos en el bachillerato, vergüenza que se ocultaba a los clochemerlinos. Por demás perezoso, se mostraba derrochador y terriblemente caprichoso, inclinaciones deplorables para un muchacho destinado a ser notario. Digamos, empero, que cuando nadie lo sospechaba el joven Raoul Girodot había tomado una doble resolución: no ser notario en su vida y vivir tranquilamente de la fortuna acumulada por varias generaciones de previsores Girodot, fortuna que estaba en camino de alcanzar proporciones inmorales si un miembro de la estirpe, instrumento de las alternancias humanas, no hubiera aparecido al punto para proceder a la redistribución de esas riquezas, que serían muy bien recibidas en otros sitios, de conformidad con el espíritu de justicia que preside oscuramente el equilibrio del mundo.
Raoul Girodot no sentía la menor necesidad de trabajar; sin duda el gran abuso que de esa facultad habían hecho sus ascendientes impidió que llegara hasta él la menor partícula. A partir de los quince años, consagrando a profundas e intuitivas meditaciones sobre la vida los ocios que le procuraba su holgazanería, se dedicó a dos objetivos, los únicos, a su juicio, verdaderamente dignos de un hijo de familia: poseer un automóvil de carreras y una amante rubia, más bien regordeta (ese gusto por la opulencia carnal era una reacción contra la proverbial delgadez de las mujeres Girodot, pues aquel hijo díscolo soñaba con emanciparse de todas las tutelas y romper con las tradiciones de la raza). Todo el mundo se engañaba, pues, sobre la capacidad de carácter de aquel indolente colegial, que disponía de una energía a toda prueba ante cualesquiera dificultades. Jamás acabó el bachillerato por el que no sentía gran afición, pero dispuso siempre de dinero para sus gastos, y tuvo más tarde el automóvil y la amante rubia que, llevando el uno a la otra, le sirvieron para contraer rápidamente una deuda de doscientos cincuenta mil francos, aunque, hay que decirlo, con la ayuda del póquer.
En cuanto a la joven Hortense siguió también un mal camino, y por su culpa, pues no le faltaron en ningún momento buenos consejos. Pero Hortense estaba dotada de un temperamento peligrosamente romántico, hasta el punto de leer mucho y sobre todo poetas, lo que la impulsó a enamorarse de un muchacho pobre, pasión que constituye el supremo castigo de las muchachas que hacen oídos sordos a los consejos de los padres. De todos modos, esto es una anticipación que nos aparta de nuestro relato.
Los Girodot, muy ricos y notarios de padres a hijos desde cuatro generaciones, eran una familia muy curiosa. El bisabuelo había sido un hombre apuesto, franco en el hablar y dotado de un buen sentido. Pero los descendientes, a fuerza de casarse más con fortunas que con mujeres, bastardearon la estirpe. Una frase de Cyprien Beausoleil ilustra esta evolución.
—Los Girodot son una casta de hombres que hacen el amor en la raja de las alcancías.
El dinero puede proporcionarlo todo, excepto una buena salud. Y practicando tal sistema, los Girodot se tornaron progresivamente amarillentos y encogidos como los viejos pergaminos de sus archivos. Ejemplo sobresaliente de esa degeneración física era Hyacinthe Girodot, con su tez malsana, sus delgadas piernas y sus hombros estrechos.
Si había que dar crédito a las palabras de Tony Byard, Girodot no había sido más que "un roñoso malvado y tristón, un usurero y un «trota-bidets», cultivador de los vicios más asquerosos", un hombre que jamás daba un consejo desinteresado y que embrollaba en provecho propio los intereses de las familias. Cierto que Tony Byard, gran mutilado de guerra, inútil cien por cien, podía conocer a fondo a Girodot porque antes del 14 había sido pasante suyo durante diez años. Sin embargo, a causa de un altercado, desde hacía algunos años los dos hombres apenas se saludaban, por lo que cabe poner en tela de juicio las declaraciones de Tony Byard. El mutilado pretendía tener graves motivos de queja contra su patrón, y tal estado de espíritu implica sin duda algunas exageraciones en sus juicios. Por escrúpulo de historiador, expondremos seguidamente el origen de esos pretendidos agravios.
Cuando Tony Byard, lisiado, reapareció en Clochemerle en 1918, fue a visitar a Girodot. El notario le dispensó una acogida por demás cordial, le habló de su magnífico valor, le llamó "héroe" y le aseguró el reconocimiento de todo el país y la gloria que llevaban aparejadas sus heridas. Incluso le ofreció un puesto en la notaría, a base, por supuesto, de un nuevo salario, teniendo en cuenta la mengua de rendimiento que suponía su parcial invalidez. Byard respondió que contaba con una pensión en concepto de mutilado de guerra. Finalmente, después de una media hora de cordial conversación, Girodot acabó por decir a su antiguo pasante: