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Authors: Gabriel Chevallier

Tags: #Comedia, Humor, Satírica

Clochemerle (9 page)

—En suma, las cosas no le han ido del todo mal…

Y con estas consoladoras palabras, lo acompañó hasta la puerta y le deslizó una moneda de diez francos en la palma de la mano. Estas palabras, los diez francos y el ofrecimiento de un empleo con el sueldo rebajado, constituían las quejas de Tony Byard.

¿Tenía razón Tony Byard de sentirse agraviado? Cuando se dirigía a él, Girodot pensaba cómo siempre en el dinero, mientras que Tony Byard, al escucharle, pensaba en otras cosas. Desde el punto de vista de Girodot, nadie osaría decir que anduviera equivocado: ganar, en el momento de la declaración de guerra, ciento cuarenta y cinco francos al mes, con la única perspectiva de llegar a doscientos veinticinco francos a los cincuenta años, y volver cuatro años después al país con dieciocho mil francos de renta, no cabe duda de que, en términos financieros, es un buen asunto. Las conclusiones a que llegaba Girodot eran de orden financiero, pero Tony Byard, egoísta como era, sólo pensaba en que había partido con cuatro miembros y que a los treinta y tres años volvía sólo con dos. (Había sufrido la amputación del brazo izquierdo a la altura del antebrazo y de la pierna derecha hasta más arriba de la rodilla.) Se juzgaba mermado, lo que era a todas luces evidente, pero en cambio se negaba a considerar que dieciocho mil francos al año por el antebrazo y la pierna de un humilde pasante pueblerino era un buen precio, casi excesivo. Obcecado como estaba, no se daba cuenta de lo que costaría al país. En cambio, Girodot lo había calculado, más lúcido, porque había logrado conservar su integridad física y, además, porque durante toda su vida había dedicado su inteligencia a los problemas económicos. Y al notario se le ocurrió esta idea: "Si se declara inútiles totales a hombres que sólo han perdido dos miembros, ya tenemos la puerta abierta a todos los absurdos." Veía en ello un atentado a la lógica matemática más elemental que provocaba su ira. Y se dijo: "He aquí un muchacho que puede vivir más de veinte años. En el supuesto de que haya cien mil como él, ¿qué costaría?" El resultado del cálculo lo dejó aterrado.

18 000 X 20 = 360 000 X 100 000 = 36 000 000 000

¡Treinta y seis mil millones! Y entonces, ¿qué? "Los
boches
pagarán." ¡Ah, esto se dice pronto! ¿Y la pensión para las viudas de guerra, y la reconstrucción de las regiones devastadas? ¿De dónde saldrá este dinero? ¿De dónde? Calculó que se había suscrito a diferentes empréstitos por un total de quinientos setenta y cinco mil francos. El notario Girodot era muy prudente en sus operaciones financieras y sólo adquiría valores extranjeros cuando los emitía un país que no tuviera que pagar millares de piernas y de brazos amputados. Escribió en su agenda, con un triple subrayado, la palabra "Empréstito". Otra forma de razonamiento requirió su atención. "Supongamos —la suposición es infundada, pero, en fin—, supongamos que yo, Girodot, he perdido un brazo y una pierna en la guerra. Me darían
solamente
dieciocho mil francos." Este sistema de pensiones era, a su jucio, básicamente equivocado. Sí, no cabía duda, porque la cotización de los miembros era en todos los casos la misma, o sea que se pagaba un brazo de notario a la misma tarifa que el de un pasante o el de un peón. ¡Inconcebible! ¡A qué absurdos conduce la política de adulación y halago! "Esta gente nos lleva a la ruina", exclamó trágicamente Girodot en el silencio de su despacho. Pensó un buen rato en los hombres políticos que habían aprobado tales leyes, una especie de toque de agonía que anunciaba la bancarrota de la época contemporánea, la destrucción de los sublimes sentimientos que durante tanto tiempo han sostenido la civilización:
La guerra, que debería ser la escuela del sacrificio, ¿sería, pues, en definitiva, un estímulo para la holgazanería
?

Nos hemos extendido en estos pormenores para mostrar la grandeza de miras del notario Girodot, cuyas especulaciones, si le interesaban a veces personalmente, se elevaban siempre a un plano nacional y se proyectaban para un futuro en forma de previsiones útiles.

En cambio, ¿qué pensaba Tony Byard? Hay que reconocer que sus puntos de vista eran muy limitados. Porque había perdido un brazo y una pierna en la guerra, aquel desgraciado se figuraba que el accidente que había sufrido, al fin y al cabo de un alcance limitado, debiera haber merecido la solicitud de sus contemporáneos, como si las personas que nada habían perdido tuvieran que crearse obligaciones con respecto a él. El pobre Tony Byard se creía con derecho a todo. Se embolsaba bonitamente dieciocho mil francos al año y no tenía que agradecérselo a nadie. Y cuando un hombre respetable, honorable, que debido a su buena posición hubiera podido prescindir de hacer gala de sus buenos sentimientos, le ofrecía diez francos y se congratulaba de la suerte que era tener, a los treinta y tres años, dieciocho mil francos de renta, he aquí que Tony Byard cogía una rabieta. ¿Acaso tenía razón? Anotemos, dicho sea de paso, que Tony Byard había merecido un trato de favor. Pues cuando Jean-Louis Galapin volvió, con un brazo amputado, a Clochemerle, un año antes que Tony Byard, Girodot se limitó a decirle cuando se encontró con él en la calle:

—¡Es una cosa muy triste, muchacho! Procuraré ayudarte…

Y le dio una moneda de cinco francos, sin ofrecerle ningún empleo.

Como justamente hacía observar el notario, uno no ve sino sus propias miserias. También él había experimentado las consecuencias de la guerra, debido a la moratoria que le obligó a suspender una parte de sus transacciones. Había adquirido bonos del emprésito por un total de quinientos setenta y cinco mil francos. Fue una operación atrevida, pues comportaba sus riesgos. Dejándose arrastrar por un sentimiento de exaltación patriótica, subsiguiente a la lectura de un intrépido artículo de M. Marcel Hutin, entregó al Tesoro —contra rembolso, claro está— la tercera parte de los luises que poseía, o sea sesenta mil francos en dicha moneda. "Que cada cual cumpla con su deber. ¡Arriba los corazones, amigos míos!", había repetido constantemente Girodot, durante los años terribles, dando él mismo, con gran firmeza de ánimo, el ejemplo en la realización de los sacrificios necesarios. Desde que empezó la guerra, en agosto de 1914, hasta mediado el año siguiente, Girodot donó veinte francos a los combatientes que volvían a Clochemerle después de haber sido hospitalizados. Después, tuvo que reducir sus donativos porque la guerra se prolongaba más tiempo del previsto y aumentaba considerablemente el número de heridos y de viudas. Con todo, nunca había dejado de hacer algo.

En 1921, Girodot, que era un hombre ordenado y dejaba constancia de todo, tuvo la curiosidad de saber a cuánto ascendían los gastos excepcionales de guerra que había efectuado. Comprendían éstos los donativos a personas y la aportación a las colectas. Examinó meticulosamente sus viejos cuadernos de apuntes y llegó a la suma de novecientos veintitrés francos con quince céntimos en el período comprendido de agosto de 1914 a fines de 1918, cantidad de la que no se hubiera desprendido a no ser por la guerra, y sin que ello significara disminución alguna en sus habituales limosnas y dádivas a la Iglesia. Hay que decir que esta generosidad se veía compensada por la plusvalía que se extendía a todos sus bienes. En aquella ocasión, procedió al cálculo de su fortuna. Valorando a la cotización actual sus viñedos de Clochemerle, su casa y su despacho, sus propiedades de los Dombes y del Charollais, sus bosques y sus títulos de renta, estimó que su fortuna se elevaba a cuatro millones seiscientos cincuenta mil francos (contra una valoración de unos dos millones doscientos mil francos en 1914), a pesar de una pérdida de sesenta mil francos en valores rusos. Sintiéndose aquel día con vocación para las estadísticas, cogió de un cajón de la mesa escritorio una pequeña agenda en la que figuraba la inscripción: "Caridades secretas," El total ascendía, para los años de guerra, a treinta y tres mil francos. Digamos, de paso, que las caridades del notario Girodot coincidían con las fechas de sus viajes a Lyon y habían sido distribuidas, principalmente en el barrio de los Archers, entre personas muy dignas de interés por la prontitud con que se desnudaban y el trato familiar que dispensaban a los hombres respetables.

Reflexionando a propósito de esas cifras fijó los ojos en el apartado de los novecientos veintitrés francos con quince céntimos, y se dijo: "Creía haber dado más", y respecto a los treinta mil: "No creía haber ido tan lejos…" Sobre esta última partida, llegó a la conclusión de que los preliminares, con las comidas, el champaña, los paseos en coche y a veces los regalos, le habían resultado más caros que los
téte-a-téte
. Sin embargo, estos preparativos eran indispensables para que luego se sintiera el ánimo solazado. "Después de todo —concluyó—, siempre estoy encerrado aquí y apenas me distraigo." Y murmuró sonriendo: "¡Ah, las encantadoras bribonas…!" Luego, comparando las tres cifras —cuatro millones seiscientos cincuenta mil, treinta y tres mil, y novecientos veintitrés con quince—, se hizo a sí mismo esta observación: "Hubiera podido hacer un poco más… Verdad es que tenía disponibilidades para ello."

Por lo que acabamos de decir, se ve claramente que el notario Girodot era un hombre irreprochable, y resulta evidente que las insinuaciones de Tony Byard, además de calumniosas, estaban dictadas por el resentimiento. Afortunadamente, Girodot no era juzgado en Clochemerle por los pocos que prestaban oídos a las invectivas de Tony Byard. Era un hombre que gozaba de gran reputación. La expresión es tal vez poco concreta y está sujeta siempre a matices de tipo local. De una manera general, puede afirmarse que presupone la fortuna (a nadie se le ocurriría aplicarla a un hombre pobre, porque la mente se resiste, naturalmente, a la asociación de estos dos términos: reputación y pobreza), pero, eso sí, una fortuna de la que se hace un uso moderado, una fortuna discretamente generosa, que permite una armoniosa concordancia entre las convicciones y los actos de su poseedor. Este era el caso, como hemos visto, del notario Girodot.

Girodot era, en Clochemerle, el primer representante de la burguesía, pues lo habían precedido en la dignidad burguesa varias generaciones de ricos Girodot. Con excepción del notario, apenas había en el pueblo una preclara representación burguesa, puesto que los clochemerlinos eran todos propietarios de viñedos, es decir, simples cultivadores enriquecidos. La situación de Girodot era, pues, especial, algo así como el intermediario entre el clan aristocrático de los Courtebiche y el resto de la población. Siguiendo el ejemplo de los moradores del castillo, sentaba en su mesa al cura Ponosse, y su máxima ambición hubiera sido tener por huéspeda a la baronesa; pero la noble señora se negaba a ello. La baronesa había transferido al cuidado de Girodot una parte de los bienes que atendían sus notarios de París y Lyon, pero lo trataba como a un simple intendente de su hacienda. Lo invitaba de vez en cuando a su casa, del mismo modo que si se tratara de una audiencia real, pero no iba a la de Girodot, como tampoco frecuentaba la casa rectoral. Y en cuanto al modo de mantener su rango, se basaba en unas normas concretas, de una eficacia probada. Porque es una cosa cierta: cuando las clases sociales se mezclan más de la cuenta, las diferencias se van reduciendo y las superioridades acaban por desaparecer. La supremacía de la baronesa residía en la parquedad con que manifestaba sus simpatías. Respecto al notario, cuyos intereses iban viento en popa en tanto que los suyos declinaban, se mostraba intratable.

—Os aseguro —decía— que si iba a comer sus guisados no tardaría en verme protegida por ese tabelión provinciano.

Girodot se sentía profundamente dolido por los desaires de la baronesa, hasta el punto de que reducía sus legítimos beneficios sobre las operaciones que efectuaba por cuenta de su cliente con la esperanza de que aquella rebaja influiría en el ánimo de la baronesa y la haría mostrarse menos desdeñosa. En esto estribaba, precisamente, la diferencia de sus razas. La orgullosa baronesa no podía soportar a un hombre que consagraba su tiempo a mezquinas componendas. En cambio, Girodot gozaba cerca de los clochemerlinos de una consideración especial. Estos sentían por el notario un temeroso respeto, y vlo mismo le ocurría a Ponosse, dispensador de los privilegios celestiales, y a Mouraille, protector de la vida terrenal. Pero los problemas de vida o muerte se presentan muy raras veces, y una sola vez en toda la existencia el de la eternidad, en el último momento, cuando la partida terrenal está definitivamente jugada.

En cambio, las cuestiones de dinero se plantean en todo momento, de la mañana a la noche, desde la infancia a la vejez. La idea del lucro latía en el cerebro de los clochemerlinos al mismo ritmo que la sangre en sus arterias, y a ello se debía que el ministerio de Girodot adquiriera mayor prestigio que el de Ponosse y el de Mouraille. Esta prioridad aureolaba al notario de un gran prestigio. Era él, sin duda, quien penetraba más profundamente en las almas de Clochemerle, pues si había en el pueblo individuos que gozaban de buena salud y otros a quienes la eternidad les importaba un comino, no se hallaba ni uno solo que no tuviera preocupaciones económicas y necesidad de consejos para colocar su dinero.

Girodot iba a misa, celebraba las Pascuas y sólo leía la buena prensa. Solía decir: "En nuestra profesión, debemos inspirar confianza." (Con todo, esta última palabra, colocada aquí por azar, no tiene probablemente relación directa con su verdadero modo de pensar.) En cuanto a la salud, Hyacinthe Girodot estaba predispuesto a las caries, forúnculos, tumores y, en general, a toda clase de males que producen supuraciones. Además, desde los cuarenta y tres años, sufría ataques de reuma de origen microbiano. El microbio había revelado su presencia en el organismo de Girodot cuatro días después de una de sus "caridades secretas". Se le combatió sin lograrse su destrucción completa, porque el bacilo encontraba en los tejidos artríticos del notario un terreno sumamente apropiado para las emboscadas. Estos ataques, frecuentes y dolorosos, que exigían un diagnóstico compatible con la tranquilidad moral de la señora Girodot y la buena reputación del notario, ponían a éste a merced del doctor Mouraille, cuya discreción agradecía reservándole las mejores hipotecas de su gabinete.

Capítulo 5
Inauguración triunfal

Como un romántico trovador que hacía antaño asomarse a las curiosas y se convertía en seguida en el preferido de las damas, una buena mañana hizo su aparición la primavera, un par de semanas antes del momento de levantarse el telón previsto por los directores de escena de las estaciones. El tierno e impertinente paje, brindándoles manojos de violetas, teñía de un rosa de melocotón las mejillas de las mujeres y las hacía objeto de dulces arrumacos. Invadíalas una especie de turbación, exhalaban suspiros entrecortados, y, desasosegadas por íntimas ilusiones, asomaba a sus labios un sabor de flores, de frutos y de amor.

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