Lo ataron de pies y manos y lo bajaron a la botica, mientras una de las mujeres corría a buscar al doctor Mouraille para que atendiera a Clémentine Chavaigne.
Mouraille se dio cuenta inmediatamente de que no estaba muerta, sino sumida solamente en una especie de letargo provocado por medios artificiales.
—Si supiera qué le ha dado —decía el médico ante el cuerpo inanimado de la solterona.
Escudriñando el cuarto, descubrió sobre un velador dos tazas cuyo contenido hizo analizar a Basephe. El análisis reveló la presencia de un poderoso soporífero. Saber qué tipo de narcótico había usado Poilphard resultó fácil una vez examinadas las existencias de una pequeña alacena cerrada con llave en la que se guardaban los tóxicos. Mouraille tomó inmediatamente las medidas que requería el caso.
Clémentine Chavaigne despertó, pues, en un habitación desconocida, atestada de mujeres inquietas y prodigiosamente interesadas, que esperaban sin duda sensacionales revelaciones.
—¿Dónde estoy? —preguntó la víctima con voz doliente.
—¿No se acuerda usted de nada?
—No, de nada.
—Quizá sea mejor así —susurró alguien con acritud.
Era una observación de Justine Putet, una de las primeras en acudir a la farmacia, que, dirigiéndose a las mujeres que tenía al lado, añadió:
—Toda una noche encerrada con ese loco… Sólo pensar lo que haya podido ocurrir, se siente una horrorizada.
El lector está lo suficiente informado de las aberraciones de Poilphard para comprender que no había ocurrido nada irreparable. Sin embargo, la situación de la solterona podía despertar fundados recelos, pues habiendo permanecido sin sentido por espacio de catorce horas, no supo después cuál era exactamente su estado fisiológico. Hubiese precisado recurrir a la pericia de Mouraille, pero, temiendo lo peor, Clémentine Chavaigne no se atrevió a someterse a examen. Había de morir siete años más tarde a consecuencia de una intervención quirúrgica, sin haberse comprobado si seguía teniendo integralmente derecho al trato de señorita.
Poilphard hizo una cura de seis meses en una casa de salud, donde un neurólogo de la nueva escuela trató su subconsciente bajo el método de las confesiones progresivas. Acuciado a preguntas, la memoria del farmacéutico liberó su secreto. Había tenido su primera emoción sexual a los catorce años, al pie de la cama de una muerta, una hermosa prima suya de veintitrés años a la que amaba apasionadamente en secreto. El olor de las flores mezclado al del cadáver obró sobre sus jóvenes sentidos con una fuerza deliciosa, que sus oscuros instintos habían de buscar en lo sucesivo. Aquella confesión, arrancada en pequeñas dosis, lo curó completamente, hasta el punto que salió de la casa de salud con un suplemento de peso de doce kilos, una tez rosada y un semblante risueño. Reapareció en Clochemerle enriquecido con este feliz aspecto. Pero no tardó en darse cuenta de que, en lo sucesivo, los clochemerlinos lo pensarían mucho antes de confiarle el despacho de las recetas que les prescribiera. Fue a establecerse en una pequeña localidad de la Alta Saboya donde pasa todavía por un juerguista irresistible.
En cuanto a Clémentine Chavaigne no consiguió recobrar su reputación, pues su feroz enemiga Justine Putet, con una palabra que le dictó su genio perverso, eternizó el recuerdo de aquella noche deshonrosa. No le bastaba calumniar a su rival caída en desgracia. Quería lanzarle al rostro el alcance de su desprecio. La ocasión había de proporcionársela una disputa que la otra procuró esquivar durante largo tiempo. Pero, finalmente, la paciencia de Clémentine llegó a su colmo. Y respondió. Esto era lo que esperaba Justine Putet.
—Me sorprende su orgullo —dijo la Putet— después de lo que usted se hizo hacer…
—¿Lo que yo me hice hacer? —replicó la Chavaigne aprestándose a la defensa.
Entonces la Putet le espetó públicamente esa terrible palabra:
—Todo el mundo está enterado, pobre Clémentine, que usted se hizo
poilphardar
.
"Hacerse
poilphardar
" es una expresión que ha pasado a formar parte del vocabulario de Clochemerle.
Mientras todos estos acontecimientos seguían su tren precipitado, enredándose peligrosamente los unos con los otros, trastornando a las familias y las viejas y buenas costumbres que habían hecho desde hacía tres cuartos de siglo la felicidad de Clochemerle, el amor causaba estragos en un joven y tierno corazón en el cual había de sentar finalmente sus reales de una manera llamada a alcanzar una enorme resonancia, debido a la circunstancia de que aquel corazón latía en un pecho destinado, por su posición social, a ser pasto de la atención de todos los clochemerlinos. Esta es la desdicha de los vastagos de buena familia: no poder amar sencillamente, secretamente, humildemente si éste es el caso, como lo hacen sus semejantes de origen modesto cuyo cuerpo, dondequiera que vaya, no implica traslado de capitales ni matrimonios mal vistos por la parentela.
Detengámonos un instante en una delicada figura de muchacha, galana y recatada como la que más, con los raptos de vehemencia y las melancolías propias de su edad y en la que intensas exaltaciones alternan con profundas depresiones. Con todo, es una muchacha encantadora, siempre servicial y cariñosa. No parecen agitarla penas y esperanzas, que pasan fugazmente por su alma como las nubes en el cielo, y carece de esa gracia predestinada y ligera, esa dulce irradiación de que están dotadas las criaturas nacidas para amar sin reservas, las cuales, por haber venido al mundo llevando en sí una tímida y terrible docilidad que puede impelirlas a las peores rebeldías, ven la senda de su vocación tan pronto como aparece el ser al cual un presentimiento infalible les encadena de por vida.
Así era, a los veinte años, Hortense Girodot, con terribles ansias amorosas. Y hermosa, de una hermosura pictórica de sorpresas, de incentivos, en la que siempre se descubría algo inédito e inexplotado.
Produce extrañeza encontrar en este ambiente esa soñadora belleza y ese corazón palpitante, sobre todo si uno piensa en Hyacinthe Girodot y en su mujer, una pareja que sólo al verlos le era imposible a uno detener su pensamiento en los gestos de la concepción sin que quedaran afrentados por un deshonor que alcanzaba todo el género humano. Notoria, arrogante, marcada con una caparrosa a consecuencia de treinta años de una pereza intestinal irremediable, de escasos e hirsutos cabellos, ojos turbios, labios adornados con un bozo más que regular, pies de respetables dimensiones y una boca tan insinuante como la de un Judas de guardarropía, la linajuda dama Hyacinthe Girodot (nacida Philippine Tapoque, de los Tapoque- Dondelle, grandes figuras del ramo de ultramarinos de Dijon), sumamente orgullosa de sus privilegios, de su cuna, de su dote, de sus convicciones, de los retratos de familia d» su salón y de su talento en el piano y en el arte del pirograbado, era una mujer de aventajada estatura, desgarbada y cuya austera delgadez constituía un reto a los empeños voluptuosos más desinteresados y desalentaba, además, las más legítimas acometidas.
Era bastante más alta que el notario, hombre mezquino y un deplorable cómplice genésico, que, patizambo y de tórax escurrido, centraba toda su majestad en un abultado abdomen, que denotaba de tal modo en aquel cuerpo que hacía pensar más en un absceso que en una talega de visceras. Su nariz larga y puntiaguda era una avanzadilla que recogía los hedores fétidos con un sádico estremecimiento. Su rostro macilento y paternal aparecía amasado con una blanda masilla que se desparramaba sobre el solemne cuello postizo en nacidos colgajos que parecían cortados de la piel gris de un paquidermo. Pero los ojos amarillentos, de mirada pérfida y acerada, bañados de un humor blancuzco, traslucían una firme energía que revelaban, tratárase de personas o de cosas, la utilidad monetaria que en cualquier ocasión había de reportar a su dueño. Esta pasión dominante influía de tal modo en su ánimo que a ella ajustaba su línea de conducta. Para expoliar al prójimo de una manera honorable, el mejor método consiste en aplicar las leyes manejadas, claro está, por sagaces y respetados bribones. Girodot las conocía todas a la perfección. Sabía burlarlas y embrollar de tal modo las contradicciones de que están plagadas, que desafiaba a los expertos a que sacaran algo en limpio de sus legajos.
De cómo la candorosa y encantadora Hortense pudo nacer de aquellos dos monstruos de fealdad, agravada en la una por una presuntuosa estupidez burguesa, y por una infinita bellaquería en el otro, es cosa que no puede explicarse. Sería preciso, sin duda, invocar la espiritual fantasía de los átomos, hablar de un desquite de las células demasiado tiempo víctimas de apareamientos inmorales y que, cansadas de asociarse en detestables Girodot, se expansionaron un buen día en una Girodot adorable. Estas misteriosas alternativas constituyen la ley de un equilibrio que permiten al mundo perdurar sin sumirse en el más completo envilecimiento. Bajo el estercolero de las generaciones, los estigmas, las concupiscencias y los más bajos instintos, germinan a veces plantas exquisitas… Hortense Girodot, sin saberlo y sin que a su alrededor nadie se diera cuenta, era una de esas delicadas perfecciones que la naturaleza se complace en situar en medio de horribles seres humanos, como despliega su arco iris en prenda de su amistad fantástica por nuestra raza miserable.
En materia de hermosura, no podía establecerse comparación alguna entre Hortense Girodot y Judith Toumignon. Nadie las juzgaba rivales en seducción. Sus campos de acción eran muy distintos y los motivos en que se basaba su prestigio no se prestaban a confusión. Cada una encarnaba una personificación de la mujer en dos momentos de su vida: la primera nació para estar en su apogeo en el papel de muchacha y de novia, mientras la segunda había pasado sin transición de la adolescencia a una ubérrima y soberana plenitud cuya contemplación era de una singular eficacia para los hombres. La belleza carnosa y espectacular de Judith actuaba infaliblemente sobre los sentidos sin ningún equívoco sentimental, mientras que la belleza discreta y comedida de Hortense exigía paciencia y reclamaba la colaboración del alma. Concebíase a una en una acogedora y cínica desnudez, en tanto que algo había en la naturaleza de la otra que casi ahuyentaba los impudores de la imaginación.
No se podría describir mejor a Hortense Girodot que por medio de estas comparaciones. Uno puede figurársela, pues, dócil, graciosa, con cierto garbo a pesar de su abundancia de pulpa fresca, un poco reflexiva, con una sonrisa bonachona y los cabellos castaño oscuros que la absolvían de la excesiva fragilidad de las rubias y la salvaba al mismo tiempo de la altanera dureza de las morenas. Hortense Girodot amaba.
Amaba a un poeta joven y holgazán, llamado Denis Pommier, un muchacho entusiasta y jovial, aunque imbuido de quimeras. Denis Pommier era la desesperación de los suyos, cosa que suele ser la ocupación de los poetas durante su juventud, de los artistas e incluso de los genios cuando su numen tarda en manifestarse. Con la firma de Denis Pommier aparecían, de vez en cuando en efímeras revistas, extraños poemas cuya disposición tipográfica, fantasiosa en extremo, constituía su mayor encanto. El no se proponía engañar a nadie. Decía que escribía para los ojos y soñaba con fundar la escuela
sugestionista
. Sin embargo, después de haber descubierto que la poesía no es, en la época actual, un medio adecuado para mover a las masas, acababa de modificar el emplazamiento de las baterías. Era ambicioso, ardiente, tenía una gran confianza en sí mismo, estaba dotado de una gran fuerza persuasiva y sabía interesar a las mujeres. Joven aún, se había fijado, para alcanzar la notoriedad, un plazo que expiraba a sus veinticinco años, pero, al cumplirlos, decidió concederse una moratoria hasta los treinta. Estimaba que el que no ha conquistado la gloria a los treinta años no tiene ninguna razón para permanecer en este mundo. Partiendo de este principio, estaba entregado a arduos trabajos: una novela cíclica cuyo número de volúmenes no había determinado todavía, una tragedia en verso (género que exigía una renovación) y tres comedias. Proponíase también, a modo de descanso y solaz, escribir algunas novelas policíacas. Pero este género literario exigía, a su juicio, el empleo de un dictáfono, aparato que requería una considerable suma de dinero.
La actividad intelectual de Denis Pommier era bastante singular. En la cubierta de algunos cuadernos había escrito los títulos de sus obras, y esperaba, paseándose por el campo, el instante de la inspiración. Pensaba que la obra de arte debe escribirse bajo el dictado de los dioses, casi sin enmendarla, y sin esfuerzos que echarían a perder su calidad.
Después de una larga estancia en Lyon, bajo el pretexto de estudios, Denis Pommier se había instalado de nuevo en Clochemerle. En el pueblo, con la excusa de sus trabajos literarios, vivía a expensas de su familia, que le tenía por un inútil destinado a ser la deshonra de una casta laboriosa de pequeños propietarios. Por lo dicho, se comprenderá que disponía de tiempo sobrado para cortejar a Hortense Girodot y abrumarla con poéticas epístolas que dejaban honda huella en aquella tierna naturaleza.
Resultaría ocioso entrar en el detalle de las argucias que Hortense y Denis empleaban para verse y escribirse. Cuando un galán le ilumina el espíritu, la muchacha más recatada descubre en sí misma insospechadas dotes de inventiva. En su casa, y en varias ocasiones, Hortense había deslizado en la conversación el nombre de Denis Pommier. Las indignadas reacciones de los Girodot le dieron a entender que no había la más remota posibilidad de que pudiera unirse en matrimonio con su preferido. Por el contrario, pronto la apremiaron para que se casara con Gustave Lagache, hijo de un amigo de Girodot, en quien éste veía un posible colaborador que él formaría a su manera. En su desesperación, Hortense confió sus penas al que ella consideraba su prometido.
Todo se le antojaba fácil a aquel poeta que se ruteaba con los dioses y gozaba de la confianza de las musas. Disponía del porvenir a su antojo y no tenía la menor duda de que le estaba reservando un gran destino. Su familia hallábase dispuesta a sacrificar una decena de miles de francos para que probara fortuna en París y no oír hablar más de él. Aquellos diez mil francos, sumados a los que Hortense podría sacar de la venta de algunas joyas, eran suficientes para los gastos de una aventura que Denis Pommier imaginaba como la senda maravillosa de la gloria.