Al quedarse solo, dirigió una ojeada al océano de papeles que cubría su mesa. Pensó en el ministro y en el jefe de gabinete y rezongó:
"¡Vaya gente aprovechada! ¡Hacen sus negocios frecuentando financieros y directores de grandes periódicos! En cambio, yo no soy más que una máquina para resolver los asuntos delicados. Y si hacemos alguna plancha, me la endosan a mí. En fin…"
Encogióse de hombros, señal evidente de que estaba resignado a aquel estado de cosas y mandó llamar al primer secretario, al que transmitió el "dossier" y las consignas.
El primer secretario, Marcel Choy, acababa de escribir dos números para la próxima revista de las "Folies Parisiennes". Le habían pedido que hiciera algunos retoques destinados a favorecer la exhibición de una tal Baby Mamour, joven
vedette
, que pasaba por ser la protegida de Lucien Varambon, ex presidente del Consejo, llamado a ocupar nuevamente la jefatura del Gobierno. Complacer a la muchacha, era granjearse al mismo tiempo el favor de Varambon, engancharse al carro de su fortuna política. El porvenir de Choy podía, pues, depender de estos dos
sketches
. Así, pues, por el momento, no veía nada en los asuntos del Estado que tuviera la importancia de algunos cuplés atrevidos que satisfarían a una hermosa muchacha porque le servirían de pretexto para mostrar las piernas, que dicho sea de paso, eran perfectas. Baby Mamour cantaba sobre todo con las piernas, por este motivo todo el mundo decía que tenía una voz exquisita. Choy debía verse aquel día con ella, en casa del director del teatro, a la salida del ensayo. Tenía el tiempo justo para cojer un taxi. Y con el sombrero y los guantes en la mano, entregó el "dossier" a su segundo secretario.
Este se hallaba ocupado haciéndose cuidadosamente las uñas. Y sin levantar la cabeza, murmuró para sus adentros:
"Me importan un comino Clochemerle y todos los clochemerlinos. Tengo que ir a recoger a la hermosa Régine Liochet, la mujer del prefecto, y acompañarla al baile. ¡No voy a romperme la cabeza con las municipalidades de Francia! Brindaremos esta distracción a nuestro amigo Raymond Bergue.
Raymond Bergue, con la cabeza inclinada sobre unas hojas plagadas de tachaduras, escribía con una aplicación y una prisa extremas. Las contracciones de su mano izquierda oprimiéndose la frente daban a entender los arduos esfuerzos de su mente.
—¿Le estorbo, amigo? —preguntó el segundo secretario.
—Sí, en efecto —respondió sin ambages, Raymond Bergue—. Si se trata de papelotes, no tengo tiempo. Estoy terminando un artículo para la revista Epoque, que debe estar mañana en la imprenta. A mi juicio, el comienzo es realmente brillante. ¿Quiere que se lo lea? Ya me dará usted su opinión.
—Espere un momento. En seguida estaré con usted. Tengo primero que resolver este asunto.
El segundo secretario se apresuró a desaparecer. Entró en el despacho contiguo, donde se hallaba el cuarto secretario. Le tendió cortésmente el "dossier".
—Mi querido amigo, se trata de un pequeño asunto…
—¡No! —atajó el cuarto secretario.
—De todos modos,me sorprende… —observó el segundo secretario.
El cuarto secretario le interrumpió por tercera vez:
—¡Yo trabajo! —exclamó, enfurecido.
Y era verdad. Trabajaba, y trabajaba en asuntos del Estado. En aquel ministerio había unos cuantos como él. Muchachos sin ambiciones, que tenían aquel gusto extraño.
—¡Perdone usted, mi querido amigo!
El segundo secretario se alejó al tiempo que murmuraba:
—El trabajo no hace amable a la gente.
En el despacho contiguo, un hombre joven, elegante y de aspecto decidido tenía extendidas sobre la mesa escritorio algunas fotografías de automóviles que comparaba entre ellas.
—¿Quiere usted comprar un coche de ocasión? —preguntó al segundo secretario—. Tengo ahora entre manos dos o tres asuntos espléndidos. Hay que prosperar, amigo mío. Y aprovechar el tiempo. Mire usted ese "Delage" seis cilindros con sólo diez mil kilómetros a cuestas. ¿O prefiere usted el "Ballet", el "Voisin" o el "Chenard"?
—No he venido para eso…
—No es una razón. Créame usted, siempre se compra uno un coche el día menos pensado. ¿No conoce usted a nadie a quien interesara un "Rolls"? Ultimo modelo, carrocería de gran lujo. Pertenece a un americano que regresa a su país. Yo soy el primer intermediario, lo que es muy importante para la comisión. Y a propósito de comisión, por supuesto le reservaría una parte a usted, si se efectuara la venta.
—Lo pensaré. Pero, ¿quiere usted ocuparse de Clochemerle?
—¿Cuántos caballos? —preguntó el joven funcionario.
—No se trata de un coche, sino de un expediente. Aquí está.
El joven se mostró sinceramente apenado.
—Mire usted —dijo—, pídame lo que quiera menos que abra un expediente. Le aseguro que los expedientes no son mi fuerte.
—¿Y su fuerte, cuál es?
—Los negocios, y no me importa decirlo. ¿No conoce usted a nadie que busque piso? Sé de dos que están bien situados. Un traspaso considerable y le aseguro que muy justificado. Puedo ofrecerle, además, tres locales adecuados para comercios, uno en los bulevares, otro en la calle de la Boétie y otro, asómbrese usted, en la calle de la Paix. Respecto a los locales comerciales, podría darle diez billetes de los grandes en concepto de comisión. ¿No le interesa nada de todo eso?
—Lo que de momento me interesa es encontrar una persona que se haga cargo de este expediente.
—Escuche —dijo el joven—, como de todos modos soy funcionario de este ministerio, puedo intentar servirle. ¿De qué se trata?
—De una querella política en un pueblo. Hay que preparar unas instrucciones para el prefecto.
—De acuerdo —exclamó el joven—. Tengo la persona que usted necesita. Vaya al departamento número cuatro, en el piso de arriba, y entregue el expediente al subjefe, un tal Petitbidois. Estará encantado si ha de tomar una decisión. Es un tipo al que le apasiona complacer y halagar a sus contemporáneos. Diga usted que va de mi parte. Últimamente le he hecho un seguro y le he cedido la mitad de la primera prima. Además, puedo pedirle lo que sea.
—Voy en seguida —dijo el segundo secretario—, y le agradezco mucho sus indicaciones. Me saca usted de un verdadero apuro.
—Siempre hay modo de salir del paso —afirmó el joven.
Pero había cogido el brazo del segundo secretario y no le dejaba marchar.
—Dígame —insinuó—. Va a formarse una sociedad con un capital importante. Un asunto espléndido. ¿No se siente usted tentado?
—¡No! Pero, ¿por qué no habla usted de ello al patrón?
—¿A Luvelat?
—Pues claro. Es del consejo de administración de no sé cuántas sociedades.
El joven frunció los labios. Y explicó:
—No interesa trabajar con Luvelat. Se queda con todas las ganancias y, en caso de que las cosas vayan mal, le importa poco dejar en la estacada a quien sea. ¡Es un águila ese ministro!
En última instancia, el asunto fue, pues, a parar a manos del subjefe de oficina Séraphin Petitbidois, hombre particularmente lúgubre. Este humor negro se debía a una humillante deficiencia orgánica que había ejercido deplorables efectos sobre su carácter y, por tanto, sobre su carrera. Podía decirse de Petitbidois lo que ciertos historiadores han dicho de Napoleón:
insignis sicut pueri
, pero el desventurado subjefe no tenía como contrapartida el genio, que puede por lo menos procurar a las amantes defraudadas satisfacciones de orden cerebral, las cuales, embocando la senda de los complejos que nos descubre el psicoanálisis, pueden, a veces, alcanzar el placer físico, aunque esto no sea muy seguro. Digamos, para hacernos entender mejor, que la desnudez de Petitbidois hubiera hecho sonreír a las señoras, siempre inclinadas a asegurarse, a la primera ojeada, de la suerte que les espera. Y al enfrentarse con Petitbidois, en seguida se hubieran dado cuenta de que se trataba de un veleidoso insuficiente. Por estas razones, el subjefe solía llevar a cabo sus empresas al amparo de la oscuridad, pero a pesar de que las tinieblas estimulaban la imaginación, no conseguía que ninguna mujer lo tomara en serio. Para colmo de desdichas, Petitbidois sólo se exaltaba en presencia de esas mujeres potentes que se llaman comúnmente "dragones". En fin, que le excitaban las mujeres gigantescas. En sus brazos pasaba, huelga decirlo, inadvertido, y nunca había sido para ellas más que un ligero entremés que no aplaca el hambre. Los abrazos terminaban en asombros de ensueño en los que participaban la ironía o la conmiseración.
Cuando se procede al estudio de un carácter que no suele tenerse en cuenta la influencia que sobre él ejercen detalles considerados vulgares, el alma es deudora, a veces, del cuerpo que habita, y ciertas disparidades entre el cuerpo y el alma son de un género tal que bordean lo trágico cuando, y éste es el caso, el motivo de la falta de acuerdo consiste en un detalle que se presta a las chanzas y que a la larga resulta difícil de mantener en secreto. Hay que reconocer que el hado es a veces cruel. Tacaño en un sitio y pródigo en otro, lo que no deja de ser un inconveniente, unas onzas de carne mal distribuidas pueden echar a perder el destino de un hombre. Pero Petitbidois hubiera preferido cien veces esta desgracia a la suya. Zaherir, golpear, gritar, aterrorizar, cualquier cosa antes que los silenciosos indiferentes que subrayaban sus desmayadas intervenciones.
En estas condiciones, Séraphin Petitbidois consideró prudente apelar a la ignorancia y al sentido del deber. Se casó con una muchacha que acababa de salir del convento. Desgraciadamente, madame Petitbidois no tardó en enterarse, por lo menos de oídas, pues todo se repite y a las mujeres les gusta vanagloriarse, de que había sido perjudicada en lo referente a los justos goces que la legitimidad había de procurarle. La insatisfacción le desquició los nervios, y poco a poco la vida hogareña le resultó insoportable a Petitbidois, que no ignorando que tenía sobrados motivos para mostrarse humilde, no se atrevió a levantar la voz. Hubiera podido hechar mano de un remedio sencillo, y a Petitbidois no le faltaban amigos abnegados, pero el desgraciado era celoso. Y esto, que no torció el curso de los acontecimientos, fue su perdición. Madame Petitbidois recurrió a un colaborador, y su elección dio que pensar en los poderosos motivos que la impulsaban a tomarse un cumplido desquite. Sin embargo, para no despertar las sospechas de su marido, siguió abrumándolo como antes, con violentas escenas. Así, pues, Petitbidois ni siquiera se benefició de esa igualdad de humor y esas atenciones que mitigan a veces los infortunios conyugales.
No es de extrañar, pues, que a fuerza de sufrir humillaciones que llegaban a ser obsesivas, y que constituían el hazmerreír de los amigos del matrimonio, a Petitbidois se le agriara rápidamente el carácter, hasta el punto que trataba las cosas más serias subrayando sus palabras con una risa tan lúgubre que parecía el chirrido de una carraca. Víctima de su destino, Petitbidois se vengaba de su desdicha cebándose en los extranjeros que, obligados a acudir al ministerio, caían en sus manos. Se daba cuenta de que había entre ellos hombres injustamente privilegiados, que sabían reducir a las mujeres a un estado de esclavitud sentimental que él no se sentía con ánimos dé imponerles. Esta victoria física era, a su juicio, la única que contaba. No pensaba en otra cosa. Complacíase en imaginar arrobadores suspiros y conquistas fabulosas que alrededor de un Petitbidois hercúleo, llenaban alfombras y divanes de cuerpos magníficos y extenuados, completamente saciados, y de hermosas mujeres que, con lágrimas en los ojos, se disputaban el turno.
Nadie sospechaba que Petitbidois, con los párpados semicerrados, evolucionaba por harenes superpoblados. Todo el mundo tenía la impresión de que aquel funcionario no era más que un empleado más bien mediocre, lunático y que el puesto de subjefe era lo más a que podía aspirar en su carrera profesional. También él lo sabía, y de no mediar circunstancias especiales, no solía extremar su celo. Pero si se daba aquel caso, su celo tomaba el carácter de venganza contra la raza humana que constituía su segunda ocupación favorita. A Petitbidois le hubiera gustado ser un hombre poderoso e influyente. No pudiendo serlo, empleaba las partículas de poder de que podía echar mano para ridiculizar las instituciones, haciéndoles desempeñar un papel estúpidamente pasivo y a ser posible nocivo. "Puesto que la idiotez es general —decíase—, ¿por qué molestarse? La vida es una lotería. Dejemos que el azar decida libremente."
Aplicando esta doctrina a la resolución de los asuntos del Estado, había imaginado un sistema que "daba al absurdo la ocasión de hacer el bien". En un café que solía frecuentar en compañía de un tal Couzinet, amanuense a su servicio, se jugaba a las cartas las decisiones que tenía que tomar en nombre del ministro. Esto imprimía un atractivo jocoso a unas partidas que no hubieran ofrecido ningún interés toda vez que los dos contrincantes eran pobres.
Y esto fue lo que ocurrió en el asunto de Clochemerle. En el café, Petitbidois y el amanuense examinaron juntos la situación. Petitbidois, después de estudiar el expediente, había tomado algunas notas.
—¿Qué haría usted, Couzinet? —preguntó.
—Muy sencillo. Enviaría una nota al prefecto ordenándole que publicara en los periódicos de la región un comunicado situando las cosas en su lugar. Y si esto no fuera suficiente, le ordenaría que se trasladara al pueblo y se entrevistara con el alcalde y el cura.
—Pues yo haré otra cosa —dijo Petitbidois—. A esa gente de Clochemerle le enviaré un buen número de gendarmes. ¿Jugamos al piqué, a mil tantos?
—Mil son demasiados. Es muy tarde.
—Pongamos ochocientos. Me toca dar a mí. Corte.
Petitbidois ganó. La suerte de Clochemerle estaba echada. Veinticuatro horas más tarde salían unas instrucciones dirigidas al prefecto del Ródano.
El prefecto del Ródano, llamado Isidore Liochet, era un maestro en el arte de doblar el espinazo. Sin embargo, esa notable flexibilidad de su columna vertebral no le salvaguardaba siempre de las fantasías del destino, que se complace en guiar a su modo a los mortales. El temor de ser destituido de su cargo por las divinidades tutelares le impedía tomar cualquier decisión. Sudaba sangre cada vez que tenía que estampar su firma al pie de un documento.
Cuando aún gozaba de la plenitud de su vigor físico, su mujer lo engañó, y no se dignó hacer de ello un misterio. Un instinto certero le advirtió que no por cambiar de compañera se exponía menos a ser engañado y tal vez menos provechosamente. Porque si era verdad que lo habían engañado, se debía a un motivo plausible, la ambición, y el deshonor, que estaba decidido a no reconocer, le era de gran utilidad. Era, en suma, la "prefecta" la que hacía carrera y llevaba el agua a su molino gracias a sus maneras de bella molinera, siempre dispuesta a hacer lo que la mujer del molinero en la canción. Ante aquella mujer activa y emprendedora, el prefecto parecía un pingajo. Y ante su marido, que no era más que un harapo administrativo, la "prefecta", dándose golpes en el pecho, un pecho de una opulencia indecente, uno de los florones de la tercera República, exclamaba en tono de incontenible superación: