Ese temerario gentilhombre, con las armas de su prestigio y de su elocuencia que hacía irresistibles un elegante traje de tonos claros, se había jactado de pacificar a Clochemerle. Llegó una tarde, pavoneándose sobre una mala montura que, además de no hacer caso de los estímulos de la espuela, ocultaba en su cerebro caballuno una reacia fantasía. A este cuadrúpedo, "un viejo servidor", su amo lo llamaba sencillamente
Palafrenero
. Llegó, pues, cabalgando un
Palafrenero
desconfiado, que exteriorizaba su mal humor con un trote ridículo, dañino para el hueso sacro y de consecuencias funestas para la estética del jinete. Deseoso de cambiar la marcha del caballo, Oscar de Saint-Choul se acogió al primer pretexto para tomarse un descanso, y el pretexto, se ignoran los motivos, lo facilitó el lavadero. El joven aristócrata saludó caballerosamente a las lavanderas, con un gracioso gesto consistente en levantar el puño de la fusta a la altura de su sombrero.
—¡Y bien, mis bravas mujeres! —dijo con la protectora familiaridad de los poderosos—. ¿Se lava mucho?
Había allí quince comadres, quince no-se-me-hace-callar invencibles en los torneos de laringe, entre las cuales figuraba Babette Manopoux, muy excitada aquel día. Babette echó la cabeza hacia atrás.
—¡Toma! —exclamó aquella rabanera—. ¡Aquí está don Juan! Conque haciendo el galán lejos de la mujer, ¿eh?
Bajo el techo del lavadero, quince estrepitosas risotadas armaron una ruidosa algazara. El gentilhombre había contado ser objeto de una amable y respetuosa deferencia. La acogida dispensada le turbó y puso en un brete su continencia mundana. Mientras tanto,
Palafrenero
, atraído por el ruido del agua corriente, se disponía a avanzar para beber. Saint-Choul simuló interesarse por algo:
—Díganme una cosa, buenas mujeres…
Pero se sintió incapaz de hilvanar la continuación. Babette Manopoux lo alentó:
—Dinos de una vez lo que tienes que decirnos, besugo. No seas tímido con las damas.
Finalmente, tras un desesperado esfuerzo, el gentilhombre pudo articular:
—Díganme, buenas mujeres, ¿no les parece que hace un calor sofocante?
Y diciendo esto, pensó que un billete de veinte francos cubriría honorablemente su retirada. Pero
Palafrenero
no le dio tiempo para llevar a cabo su propósito. El antojadizo corcel fue presa bruscamente de un vigor singular que exigió de Saint- Choul todas sus fuerzas para mantenerse en posición vertical, que era, por de pronto, lo más urgente. Diose cuenta de que desplomarse a los pies de las lavanderas hubiera sido la mayor de las desdichas, y eran tan extraordinarios sus visajes y contorsiones para sostenerse en la silla que la bulla que organizaron las comadres, transmitiéndose de puerta en puerta, atrajo la atención de las mujeres de Clochemerle hacia el desventurado Oscar que, como el rezagado jinete de un escuadrón que volvía riendas, salió a escape en dirección al castillo. Tan azorado estaba que el corro de mujeres se enardeció. Una bandada de tomates maduros escoltó al yerno de la baronesa hasta la parte baja del pueblo, y tres de estos proyectiles caseros, notablemente jugosos, se cuartearon sobre el traje "beige".
La afrenta llegó a oídos de la baronesa, que conceptuaba a su yerno, como ya hemos dicho, un perfecto papanatas desde todos los puntos de vista.
—¡Primero me dejaría morir de hambre antes que hacer caso a ese muchacho! —confío a la marquesa de Aubenas-Theizé—. No concibo cómo Estelle… Claro que Estelle no tiene temperamento. Es una linfática, una blanducha… ¡Buen Dios, en mis tiempos las mujeres éramos más ardientes!
Con todo, aunque despreciara a Oscar de Saint-Choul, la encopetada dama estimaba que la más leve ofensa inferida a un cretino de
noble cuna
era merecedor de que se apaleara a todo un pueblo de villanos. La severidad de la baronesa se basaba en este principio. "Los imbéciles de nuestro mundo no son imbéciles vulgares." Y decidió intervenir sin pérdida de tiempo cerca de las altas esferas.
Monseñor de Giaccone administraba la diócesis de Lyon con una rara distinción. Tenía la cabeza romana, los modales de un diplomático de antaño y la sutil unción de las antiguas Cortes italianas. Por otra parte, era descendiente de un tal Giuseppe Giaccone, amigo de los famosos Cadague, que penetró en Francia en compañía de Francisco I, de quien era persona de confianza, y se instaló después en el barrio de Change, en Lyon, donde hizo rápidamente fortuna en la Banca. Más tarde, los miembros de la familia contrajeron poderosas alianzas y unas veces por su genio en los negocios y otras por su belleza consiguieron siempre conservar o recobrar la riqueza, como lo atestigua este refrán: "Cuando la bolsa de un Giaccone está vacía, el fulgor de su mirada la vuelve a llenar y guarnece su lecho." Era tradicional que en cada generación un Giaccone siguiera la carrera eclesiástica y esta tradición se ha mantenido hasta nuestros días.
En su sacerdocio, Emmanuel de Giaccone reveló tales cualidades de inteligencia y de ductilidad que a los cincuenta y un años fue designado para ocupar uno de los primeros puestos de la cristiandad. Aunque sabía mostrarse inflexible, se distinguía por una gracia sonriente y sutil, que contrastaba con los modales de su predecesor, un prelado rudo, que llevaba la púrpura del mismo modo que un campesino su traje los domingos. Estos nombramientos, por contrapuestos que sean, se explican por el profundo sentido político de la Iglesia, cuyas decisiones son determinadas por un poder oculto, clarividente y maravillosamente informado.
A monseñor de Giaccone, arzobispo de Lyon, que se hallaba en su despacho, le fue anunciada la baronesa de Courtebiche. Sin decir palabra, inclinó imperceptiblemente la cabeza y en sus delgados labios se dibujó una leve sonrisa, con lo que quería dar a entender que podía pasar la visitante. Monseñor la vio avanzar en la severa y espaciosa estancia a la que daban luz tres altas ventanas, pero no se levantó. Vestido con la indumentaria de su cargo, dio a besar su anillo. Tenía el privilegio de no molestarse por ninguna mujer. Un exceso de galantería le hubiera comprometido, no sólo personalmente, sino como representante de la Iglesia, y la Iglesia está por encima de una baronesa. Sin embargo, al fin y al cabo era un Giaccone, sabía las atenciones que se deben a una Courtebiche, nacida d'Eychandailles d'Azin, y, por otra parte, sus familias se conocían. Acogió, pues, a la baronesa con una afable solicitud que rebasó un poco la medida de la simple unción episcopal, y la invitó a sentarse cerca de él.
—Me alegra mucho verla —dijo con su voz dulce, de inflexiones exactamente calculadas—. ¿Está usted bien?
—Bastante bien, monseñor, muchas gracias. No tengo más remedio que soportar los inconvenientes de la edad. Y los soporto lo más cristianamente que lo permite mi carácter, pues los d'Eychandailles no se han distinguido mucho por su paciencia.
—Tengo la seguridad de que está usted calumniando su carácter. Y, además, la viveza de genio es más diligente que la malicia. Estoy informado de su generosa aportación a nuestras obras.
—No hay ningún mérito en ello, monseñor —dijo la castellana sin hipocresía, aunque con tono lastimero—. Ahora estoy retirada del mundo y no tengo muchas cosas para distraerme. Cada edad tiene sus ocupaciones. Yo las llené todas a su debido tiempo…
—Lo sé… lo sé… —murmuró el arzobispo con amable indulgencia—. ¿Tenía que confiarme algo?
La baronesa le explicó, empezando por el principio, los acontecimientos que agitaban a Clochemerle. El arzobispo estaba enterado de ellos, aunque no de los últimos detalles. No les suponía la importancia que la castellana le reveló.
—En fin —concluyó la baronesa—, la situación es realmente insostenible. La parroquia corre un serio peligro. Nuestro cura Ponosse es un buen hombre, pero es un imbécil, un ser sin voluntad, incapaz de hacer respetar los derechos de la Iglesia a la cual permanecen adictas las grandes familias. Hay que meter en cintura a Piéchut, a Tafardel y a toda su pandilla. Las altas esferas tienen que tomar cartas en este asunto. ¿Tiene usted algún medio de acción, monseñor?
—¿Y me lo pregunta usted, baronesa? Creía que tenía usted influencias…
—¡Ay! —exclamó la castellana—. Mi situación no es la de antes. Hace unos años me habría ido directamente a París donde me hubieran escuchado en seguida. Ninguna puerta se cerraba para mí. Pero ahora no recibo y he perdido mis relaciones. Nuestra influencia, la influencia de las mujeres, se acaba pronto, cuando dejamos de ser agradables a los ojos de los hombres. A menos que una se convierta en una de esas cotorras charlatanas que mantienen y presiden un salón para celebridades decadentes. Este no era mi género. He preferido retirarme.
Hubo un silencio. El prelado, con su mano blanca y cuidada sobre el pecho, jugaba con su cruz. Con la cabeza baja y la mirada perdida permanecía sumido, al parecer, en hondas meditaciones.
—Creo —dijo— que la intervención de Luvelat se dejaría sentir…
—¿Alexis Luvelat, el ministro? Y a propósito, ¿de qué es ministro?
—Del Interior.
—¡Pero si es uno de los jefes de su partido y, por lo tanto, uno de nuestros más encarnizados enemigos!
Monseñor de Giaconne sonrió. No le disgustaba sorprender a sus interlocutores. Y tampoco le desagradaba, en ciertas circunstancias, revelar a personas de su preferencia algunos de los resortes que constituyen las palancas de la sociedad. Por medio de tales personas se divulgaba la idea de su poder y juzgaba acertado dar a conocer a veces que su poderío se extendía a los medios más diversos. Algunas de esas revelaciones entrañaban advertencias y aun amenazas que acababan siempre por impresionar a los afectados. Y como hablando para sí, explicó:
—Hay la Academia Francesa. Suele tenerse en olvido a la Academia, a su papel de contrapeso en las decisiones de ciertos políticos ambiciosos. Richelieu nos dejó en verdad un admirable medio de acción, una de las más útiles instituciones del antiguo régimen. Aún hoy, la Academia nos permite ejercer una considerable fiscalización sobre el pensamiento francés.
—No veo, monseñor, la relación con Clochemerle…
—No obstante, la hay, y a eso voy. Alexis Luvelat se muere de ganas de ingresar en la Academia. Ahora bien, para conseguirlo, ese hombre de izquierdas nos necesita a nosotros, los votos de que dispone la Iglesia bajo la cúpula, o por lo menos no tener en contra la firme oposición de la Iglesia.
—¿Sería esa oposición lo suficientemente poderosa? Sin embargo, monseñor, ¿en la Academia no están en mayoría los escritores católicos?
—Sólo aparentemente. No voy a enumerar a nuestros partidarios, pero se sorprendería usted al saberlos tan numerosos. A pesar de actitudes pasadas de moda y de lo que dice la juventud, la verdad es que el poder de la Iglesia es grande, baronesa, sobre los hombres que no tienen que esperar más que la muerte. Cuando llegan a cierta edad, los hombres comprenden que pensar bien es pensar más o menos como nosotros. Los que han alcanzado honores son todos defensores del orden que les ha conferido tales honores y los hace duraderos. Nosotros somos el pilar más antiguo y más sólido de este orden. Por esto casi todos los dignatarios se adhieren en cierta medida a la Iglesia. Por lo tanto, un candidato que tiene la oposición de la Iglesia difícilmente puede ingresar en la Academia, lo que explica que un hombre como Alexis Luvelat se muestre extremadamente circunspecto en todo lo que a nosotros concierne. Puedo añadir además, sea dicho entre nosotros, que no entrará tan pronto en la Academia. En su situación de postulante, que lo hace temeroso, nos es muy útil. Esperaremos que nos haya dado toda clase de seguridad. Tiene mucho que hacerse perdonar.
—Sin embargo, monseñor —objetó una vez más la baronesa—, ¿cree usted que Luvelat puede vacilar entre su partido y sus ambiciones académicas?
—No vacilará —contestó suavemente monseñor de Giaccone—, entre unas doctrinas vagas y unas ambiciones personales muy concretas. Sabe que su partido puede contentarse con discursos y que nosotros reclamamos pruebas. Pronunciará discursos y nos dará las pruebas que necesitamos.
—¡Pero usted lo considera capaz de una traición! —exclamó la baronesa.
Monseñor de Giaccone desechó con un gesto elegante este exceso de apreciación.
—Es una palabra fuerte —afirmó con una moderación genuinamente eclesiástica—. Hay que tener en cuenta que Alexis Luvelat es un político y posee, por lo tanto, en grado sumo el sentido de las medidas oportunas. Podemos tener confianza en él. Se manifestará contra nosotros con más violencia que nunca, pero obrará en favor nuestro. Y puedo asegurarle por mi parte que su lindo pueblo recobrará pronto la paz.
—Sólo me queda, pues, darle las gracias, monseñor. —dijo la baronesa levantándose.
—Y yo se las doy a usted por sus valiosos informes. ¿Está bien su encantadora hija? Me complacería mucho recibir su visita. ¿No cree usted que ya es hora de que desempeñe un papel activo en nuestras organizaciones? Estos días estaba pensando en ella para uno de nuestros comités de beneficencia. No creo que se niegue a dar su nombre, ¿verdad? Al fin y al cabo, es una Saint-Choul…
—Sí, monseñor. Mi hija es muy modesta.
—El nombre importa mucho. En otros tiempos tuvo un gran prestigio. ¿Es cierto, como me han dicho, que pronto lo veremos brillar en el palenque político?
—Mi yerno no sirve para gran cosa, monseñor… Le aseguro que no lo haré mi administrador, pero me doy cuenta de que sólo en los negocios públicos puede tener motivo de ocupación sin peligro para su familia. Afortunadamente, es charlatán y vanidoso. Y por ese camino puede alcanzar algunos éxitos.
—Dígale que puede contar con nuestro apoyo. Las personas de cierto mundo no pueden rehuir el deber de intervenir en las luchas de nuestra época. Me gustaría tener una entrevista con el señor de Saint-Choul. ¿Ha sido educado en nuestras escuelas religiosas?
—Naturalmente, monseñor.
—Pues dígale que venga a verme. Y cuando llegue el momento de emprender su campaña electoral veremos lo que podemos hacer.
—Esto es difícil. Creo que hace falta mucho dinero…
—Dios, que cambió el agua en vino, proveerá —murmuró monseñor de Giaccone con la gracia exquisita con que señalaba el fin de las audiencias que concedía.
La baronesa se despidió del prelado.
"¿Qué querrá de mí ese viejo animal?", pensó el ministro después de leer la tarjeta que se le tendía. Tamborileó nerviosamente sobre su escritorio. "¿Y si le largara el disco de la conferencia o el de una entrevista con el presidente del Consejo?" La cosa comportaba sus peligros. Si el visitante se enteraba de que se había negado a verlo sin motivo, se crearía un sólido enemigo. En realidad, aquel envidioso era ya un enemigo suyo (en el poder no se tiene más que enemigos, sobre todo en el propio campo), pero poco activo. La prudencia aconsejaba, pues, tratarlo con ciertos miramientos. El ministro se basaba en este principio absoluto: pocos miramientos posibles, todas las muestras de afecto para con los enemigos. En política, hay que pensar ante todo en desarmar al adversario, en conciliarse con él. Ahora bien, la persona que solicitaba verle era uno de aquellos adversarios que, sin dejar de sonreírle, trabajaban para aniquilarlo. Valía, pues, la pena de darse un poco para reducirlo. Sí, era un viejo animal, pero peligroso por su misma imbecilidad que le aseguraba, en los pasillos de la Cámara y entre los afiliados al partido, una clientela de descontentos y de estúpidos. Enajenarse a los imbéciles quizá resultara contraproducente… Y preguntó al ordenanza: