—¡Ah, si yo hubiera sido hombre!
Con estas palabras cometía una evidente injusticia respecto a su destino, pues siendo mujer, y mujer hermosa, le iba a las mil maravillas. Es muy dudoso que dotada de un genio preclaro hubiese conseguido, de haber sido hombre, la cuarta parte de lo que había alcanzado siendo mujer, con su talento para las cosas que requieren un ambiente de intimidad y, sobre todo, convertir en prefecto al monstruo de incuria que era Liochet. Esta era en realidad su obra, llevada a cabo con una generosidad tal en lo referente a su naturaleza, con un sentido tan oportuno de la gestión a emprender y un conocimiento tan perfecto de las más secretas costumbres de los todopoderosos del régimen, que situaban a madame Liochet para ser clasificada entre las primeras maniobreras de estos tiempos.
En las altas esferas políticas, la "prefecta" pasaba por ser una mujer fácil. No obstante, debe hacerse justicia a una mujer que podía perderlo todo, excepto la cabeza. Si pagaba lealmente con su cuerpo, debe entenderse que era realmente pagar lo que hacía, pues no concedía nada de antemano, es decir, si no era en pago de lo ya obtenido, y sabía dejar las primicias sin llegar a un desenlace tranquilizador. No confundía el placer con las necesidades de su cargo, y llevaba rigurosamente al día la contabilidad de sus efusiones oficiales.
Entrometida y caprichosa, esta mujer insaciable que no quería privarse de nada se complacía en efectuar una selección entre el elegante personal de los ministerios en busca de apoyo para su Liochet, pues la desvergonzada pretendía convertir al mentecato de su marido nada menos que en un embajador o un gobernador colonial. Tenía una manera de mirar a los jóvenes secretarios que le caían en gracia que los pobres muchachos enrojecían hasta las cejas. Únicamente su boca hacía bajar los ojos, pues, sin decir palabra, sus labios eran una promesa. Un hombre mirado fijamente por esta mujer se encontraba de golpe desnudo, públicamente desnudo. Pero ella, inclinada, con el pretexto de pedir un informe, sobre el que gozaba en aquel momento de su predilección, lo aturdía con los cálidos sortilegios que desprendía su célebre pecho, magnífico cepo para los hombres. Y con una sonrisa irresistiblemente enloquecedora, le decía:
"¡Oh, qué ganas tengo de devorarle!"
Devorar es la expresión que conviene para expresar de algún modo los amores de madame Liochet, la bella Régine. En los lugares donde atraía a la juventud, obtenía de los muchachos de veinticinco años un rendimiento que a ellos mismos los dejaba asombrados, orgullosos, muy pálidos y con el cerebro completamente vacío. Pocos de ellos resistían mucho tiempo a aquella mujer agotadora. Era, en suma, una mujer exuberante, bien se ve, que a los cuarenta años estaba en el cénit del ardor y del savoir-faire.
Sin la colaboración de su mujer, a la que sometía los casos difíciles, el prefecto no sabía resolver nada. Y fue precisamente durante una ausencia de madame Liochet cuando recibió las instrucciones de Petitbidois, que el ministro había firmado sin leerlas. Liochet se sintió preocupado. Presumió que en una historia de aquella índole podía salir malparado y que cualquier paso en falso podía hacer fracasar las intrigas de la "prefecta". Enviar a Clochemerle un destacamento de gendarmes sería llamar la atención sobre aquel rincón del Beaujolais y suscitar los comentarios de la Prensa. Sería necesario tomar partido, y esto le inspiraba un verdadero horror. Pensaba en las elecciones que se avecinaban y no quería malquistarse con nadie.
"¡Si por lo menos supiera uno a qué atenerse! —gemía aquel irresoluto—. Es cosa sabida que un partido en el poder decepciona siempre a los electores. No cabe duda de que la próxima vez habrá un cambio."
En consecuencia, no quería comprometerse a fondo con ninguno de los dos bandos. Y se afanaba en granjearse la confianza de sus adversarios políticos, lo que equivalía a enemistarse con todo el mundo.
Después de profundas reflexiones, el prefecto creyó haber dado con una de las soluciones neutras que solía adoptar. En vez de enviar a Clochemerle un contingente de gendarmería, ¿no sería mejor mandar un destacamento de soldados cuya presencia podría justificarse con el pretexto de unas maniobras militares? Se mantendría el orden sin alarmar a la opinión pública.
Volvió a reflexionar y la solución le pareció muy hábil. Mandó llamar a su chófer y fue a entrevistarse con el gobernador militar.
El gobernador, general De Laflanel, era de una estirpe famosa. En el siglo XVII, un De Laflanel había sostenido el algodón a Luis XIV, en un tiempo en que este rey sufría de una excepcional actividad intestinal que repercutió en su carácter y en los asuntos del Estado. Sin embargo, el gentilhombre encargado de la augusta limpieza llevaba a cabo su cometido con tal delicadeza que el monarca, con la suprema dignidad que le ha hecho pasar a la historia con el sobrenombre de Grande, no pudo abstenerse de decirle una vez:
—¡Ah, mi buen amigo, qué bien me limpia usted!
—Sire —respondió el otro con una admirable presencia de ánimo—. Mejor que el algodón, es Laflanel
[3]
Esa ocurrencia fue ruidosamente celebrada por madame de Montespan que se encontraba allí, con los pechos al aire, para solaz y entretenimiento de su dueño, y este rasgo de ingenio, que circuló por todo Versalles, confirió un gran prestigio a los De Laflanel, prestigio que había de perpetuarse hasta la caída del antiguo régimen.
La Revolución, que hizo tabla rasa de las tradiciones más respetables, no se olvidó tampoco de ésta. Pero los De Laflanel se transmitieron de padres a hijos el culto de una lealtad cuyo origen provenía de la propia base de la realeza. Y un poco de ese orgullo llegó hasta el gobernador.
El general De Laflanel era un hombre de principios religiosos, lo que es corriente entre los generales que han tenido mando en la guerra y han conducido a la muerte a muchos hombres, los cuales, sin enterarse, han muerto así cristianamente gracias a las virtuosas convicciones del jefe de su división.
Non nobis, sed tibí gloría, Domine
. Esta grandiosa estupidez, inconmensurable por la aplicación que se le dio, y que celebra nada menos que el fracaso de nuestra ofensiva, fue imprudentemente añadida, hasta el punto de ser blasfematoria, al comunicado del 28 de setiembre de 1915 por un jefe que se batía desde el extremo inferior de un telémetro, y que sólo pensaba en la posible retirada necesaria para conservar la lucidez de su mente elaborada por un espeso grosor de cemento armado. Esta grandiosa estupidez, repetimos, explicaba bastante bien la presencia de ánimo del general De Laflanel ante los cementerios del frente que tan copiosamente había abastecido. Se consideraba, simplemente, un ilustre instrumento divino, y felicitaba a Dios por tan acertada elección. El general pensaba que la guerra es, en suma, una buena cosa que enseña, a los que no son soldados, que el Ejército es la más bella institución del mundo y que las facultades intelectuales alcanzan su máxima aplicación en el ejercicio del generalato. Pensando esto, no tenía necesidad de pensar en otra cosa y se abstenía cuidadosamente de hacerlo. En una palabra, era un general aceptable, salvo que sus principios no le permitían expansionarse a menudo con un taco ni con una de esas expresiones contundentes que hoy ya no se usan.
Después de haber escuchado al prefecto, el gobernador expuso su opinión que era todo un programa:
—¡Les haré poner alabardas a todos!
Es decir, a todos los clochemerlinos por insubordinados y pendencieros. Siendo De Laflanel un general muy cristiano y deseoso de servir la buena causa, se trasladó al arzobispado con el objeto de obtener una información lo más completa posible. Monseñor de Giaccone le puso al corriente de los asuntos de Clochemerle con gran sutileza, tal vez con una sutileza excesiva, lo que fue un error, pues el general lo entendió todo al revés. Pero no podía exigirse a Emmanuel de Giaccone que dejara de mostrarse sutil, ni tampoco a un De Laflanel que hiciera súbitamente gala de ingenio. Los hombres son como son, y nada puede hacerlos cambiar. Con su sutileza, al arzobispo no le cabía la menor duda de que se hacía comprender y, por su parte, el general, que carecía de toda sutileza, estaba seguro de comprender perfectamente todo lo que le decían y de tomar siempre decisiones admirables por lo atinadas o conducentes a un mal menor. Observamos de paso esta contradicción. Inclinado al escepticismo, monseñor de Giaccone concedía siempre un crédito excesivo a los individuos, mientras que el general, siempre optimista —hasta el punto de que sin pestañear ni poner en duda su valor, había llevado inútilmente a la muerte a diez mil hombres de una sola vez—, desconfiaba siempre de ellos. De ahí que aquellos dos hombres evaluaban subjetivamente el grado de inteligencia de los demás.
Después de esta entrevista, el gobernador mandó llamar a su segundo, el general de Caballería De Harnois d'Aridel. Lo informó a su modo del asunto y resumió así sus instrucciones:
—¡Que los albarden a todos, mil millones! Y sobre todo, que se siga la vía jerárquica. Esto es lo único que cuenta.
Vamos a ver por segunda vez el funcionamiento de ese mecanismo de alta precisión: la vía jerárquica. Abundando en las opiniones de su superior, el general De Harnois d'Aridel estaba a favor de la Iglesia. Se dijo que había que actuar con rapidez y energía y mandó llamar al coronel Touff, que mandaba el regimiento de tropas coloniales. Le habló de Clochemerle y acabó con estas palabras:
—Mano fuerte. Actúe rápidamente.
En el regimiento del coronel Touff, un jefe de batallón se distinguía por su decisión y energía, el comandante Biscorne. El coronel le expuso la situación y le dijo:
—Necesitamos un hombre expeditivo. ¿Lo es alguno de sus oficiales?
—Sí. Tardivaux —contestó el comandante sin vacilar.
—Vaya por Tardivaux. Haga inmediatamente lo necesario.
Como todos los hombres enérgicos y decididos, el comandante Biscorne no se andaba con chiquitas. E hizo este claro resumen al capitán Tardivaux:
—Tiene usted que habérselas con un hatajo de imbéciles, en plena agitación, en Clochemerle. Búsquelo en el mapa. Se trata de una querella acerca de un urinario, de un cura, una baronesa, unos cristales rotos, una pandilla de idiotas, y no sé qué más. No he podido entender lo que ocurre. Usted verá sobre el terreno de qué se trata. Restablezca el orden a rajatabla. Y le encomiendo una cosa, tome antes que nada el partido de los curas. Estas son las órdenes. ¿Se chunguea usted? ¡Yo también! ¿Ha comprendido?
—Perfectamente, mi comandante —afirmó Tardivaux.
—Esos patanes de Clochemerle nos están amoscando.
—Sí, mi comandante —dijo Tardivaux.
—Por lo tanto, libertad de maniobra. Resuelva este asunto manu militari.
—Bien, mi comandante.
El capitán saludó y se dispuso a salir. El comandante sintió un remordimiento y volvió a llamar al capitán para completar sus instrucciones:
—De todos modos, procure que sus subordinados no se desmanden.
Es así como el capitán Tarvidaux se encargó de esta misión.
El capitán Tardivaux, capitán de "cuchara", tenía una recia personalidad militar. No deja de tener interés trazar a grandes rasgos la carrera de este oficial.
En 1914, a los treinta y dos años, se encontraba en Blidah, en calidad de suboficial reenganchado, ambicionando, si todo iba bien, acabar su carrera con el grado de oficial ayudante, jubilarse y encontrar un modesto empleo civil, una portería, por ejemplo, donde pudiera llevar una vida descansada. Una ociosidad decorativa se le antojaba la vejez más adecuada para un bizarro militar. Cuando pensaba en el brillante epílogo que se merecía su hoja de servicios, se imaginaba sentado a horcajadas en una silla, en la penumbra de un pórtico majestuoso, enfundado en una túnica oscura en la que relucían sus medallas coloniales, liando cigarrillos de la mañana a la noche, examinando severamente a la gente con el seguro golpe de guardia y no abandonando el puesto más que para ir de vez en cuando a empinar el codo en un cafetucho vecino donde fácilmente deslumbraría a los contertulios con el pintoresco relato de sus proezas bélicas. Este cúmulo de hazañas despertaría sin duda la admiración de algunas sirvientas de corazón sensible. Además, un hombre que había tenido amores en todos los climas, sabía guiñar el ojo a las mujeres. Tal vez lo hiciera de una manera vulgar, pero lo cierto es que les daba claramente a entender los propósitos que lo animaban y, al fin y al cabo, lo esencial es que a uno le comprendan. Era muy versado en el arte de clasificar las categorías humanas y especialmente en seleccionar mujeres a su medida. Las llamaba "mukeres", en recuerdo de sus tiempos de soldado colonial y las trataba sin ninguna clase de miramientos. De vez en cuando no desdeñaba aceptar algunos regalos, homenaje tributado a un vigor, que se afirmaba igualmente con los puños cuando el
gentleman
había abusado del ajenjo. Los grados del valor social varían hasta el infinito y no tienen la misma equivalencia en todas partes. En la vida civil, se hubiera clasificado a Tardivaux como un perfecto granuja. En cambio, en el ejército de África era un excelente suboficial.
Con objeto, sin duda, de ascender al grado de oficial ayudante en el que cifraba su ambición, el sargento Tardivaux no daba paz a la lengua en el patio del cuartel. En realidad, si se comportaba así no era por gusto ni por maldad. Sabía que en la carrera de las armas es a veces necesario proferir imprecaciones y rugidos si uno desea llamar la atención de los jefes y granjearse su estima. En un cuartel donde todo el mundo vociferaba de la mañana a la noche y de arriba abajo, precisaba, para que se fijaran en uno, alzar la voz más que los demás. Así lo comprendió Tardivaux que, buen observador además, comprendió también que un militar con mando que no castiga es como un gendarme que no aplica ninguna contravención y es acusado de debilidad y de negligencia profesional. Los cuadros de la gendarmería y los del ejército toman sus decisiones con la tranquila certidumbre de que todas las personas civiles son presuntos delincuentes y todos los soldados unos cobardes de tomo y lomo. Cosa paradójica: esta convicción de que el ejército por un lado y la sociedad civil por otro se compone casi exclusivamente de crápulas constituye precisamente la fuerza del ejército y la solidez de la sociedad civil, los cuales, para sentar su disciplina y sus sanas jerarquías, precisan de un gran principio fundamental, fácilmente comprensible. En nombre de este principio voluntariamente aceptado, al sargento Tardivaux no le molestaba lo más mínimo que el teniente le tratara de bruto, porque sabía que a su vez podía impunemente tratar de brutos a todos cuantos no eran suboficiales.