Traducida a más de treinta idiomas y adaptada al cine, teatro y televisión, Clochemerle es una novela francesa satírica de Gabriel Chevallier escrita en 1934.
Está situado en un pueblo francés en Beaujolais, inspirada por Vaux en Beaujolais, y se ocupa de las ramificaciones sobre los planes para instalar un urinario en la plaza del pueblo. Es una novela coral, en la que aparecen todos los personajes del pueblo retratados con ironía y un lenguaje exquisito.
Los habitantes de Clochemerle son estudiados y satirizados a través de unas páginas de irrefrenable comicidad. Es un libro que invita a reir, a ver el lado amable de la vida, y a saber disfrutar de las pequeñas cosas que tenemos en este mundo.
Gabriel Chevallier
Clochemerle
ePUB v1.0
Pepotem26.07.12
Título original:
Clochemerle
Gabriel Chevalier,1934.
Traducción: Salvador Marsal
Editor original: Pepotem2 (v1.0)
ePub base v2.0
EN QUE SE DICE TANTO COMO EN UN PREFACIO, PERO CON MENOS MOLESTIA PARA LOS LECTORES
Difficile est non satiram scribere.
Juvenal
A mi juicio, la más disparatada fantasía que pueda alentar en la imaginación humana está enraizada en la vida cotidiana. De ahí que nuestra razón no inventa nada.
El modo de hablar que prefiero es el hablar llano y sencillo, de los labios al papel.
Montaigne
Es natural que trate de entretener a mis semejantes, pero también yo debo solazarme de vez en cuando.
Diderot
—¿Quién te ha dado una filosofía tan alegre?
—El hábito del infortunio.
Beaumarchais
Me gustaría llevar un disfraz y me encantaría cambiar de nombre.
Stendhal
Eran las cinco de la tarde de un día del mes de octubre de 1922. En el centro de la plaza Mayor de Clochemerle-en-Beaujolais, sobre la que esparcían su sombra copudos castaños, se elevaba un frondoso tilo que, al decir de la gente, fue plantado en 1518 para celebrar la llegada de Ana de Beaujeu a aquellos parajes. Dos hombres se paseaban juntos de un extremo a otro de la plaza con el andar cansino propio de los campesinos que parecen disponer de tiempo sobrado para todo. Cambiaban palabras tan sentenciosas que sólo las emitían después de previos y prolongados silencios, a razón de una frase cada veinte pasos. Con frecuencia, la frase se resumía en una sola palabra o en una exclamación. Sin embargo, para ambos interlocutores, que se conocían desde hacía muchos años, perseguían objetivos comunes y fijaban los jalones de una ambición largamente meditada, aquellas exclamaciones cobraban matices de expresión de una singular elocuencia. A la sazón, las preocupaciones de los dos hombres eran de orden político y, como tales, sujetas a controversia, lo que prestaba a su conversación un carácter de gravedad y prudencia.
Uno de los dos hombres, que había franqueado ya la cincuentena, alto, de tez encarnada y cabello rubio, era el tipo ejemplar de los descendientes de los burgundios que en pasados tiempos poblaron las márgenes del Ródano. Animaban su rostro, cuya epidermis aparecía agrietada por la acción del viento y del sol, unos ojuelos de color gris claro, rodeados de pequeñas arrugas, guiñaba constantemente, lo que le daba un aire de malicia, unas veces dura y otras cordial. Sin embargo, la boca, que habría podido proporcionar sobre su carácter indicaciones que la mirada se negaba a revelar, era apenas visible bajo los caídos mostachos a través de cuyas cerdas se introducía el mango de una negra y corta pipa, que más servía para mascar que para fumar y que olía a una mezcla de aguardiente y de tabaco. Aunque enjuto y anguloso, el hombre parecía fuerte. Las piernas eran largas y rectas. Quizás el vientre se notaba un poco abultado, pero esto era debido, no a un principio de obesidad, sino a la falta de ejercicio. A pesar de un cierto descuido en el vestir, los zapatos lustrosos y de buena calidad, la tela del traje y el cuello duro que llevaba en día laborable daban a entender que se trataba de un hombre prestigioso y acaudalado. Sus ademanes y su voz denotaban un aire de autoridad.
Se llamaba Barthélemy Piéchut. Alcalde del pueblo de Clochemerle, era el mayor propietario viticultor de la localidad y eran suyos los viñedos de más alta graduación. Era, además, presidente del sindicato agrícola y consejero del Departamento, lo que hacía de él uno de los más influyentes personajes en varias leguas a la redonda, tanto en Salles, como en Odenas, Arbuissonnas, Vaux y Perréon. Incluso se le atribuían ambiciones políticas de mayor alcance, pero Piéchut sonreía socarronamente cuando le hablaban de ello. Era, claro está, objeto de envidias, pero lo cierto es que todo el mundo se sentía halagado por su poderío. Llevaba echado hacia atrás, calado hasta la nuca, el sombrero flexible negro, con alas galoneadas, tan del gusto de los campesinos. Aquel día, tal vez para concentrarse mejor en sus pensamientos, sostenía sobre el pecho la chaqueta vuelta al revés y agachaba un poco la cabeza, actitud que solía adoptar cuando se trataba de asuntos importantes y que sus subordinados remedaban.
"Algo se trae entre manos", decían.
Su interlocutor era, por el contrario, un hombre esmirriado, de una edad difícil de precisar, con una perilla que ocultaba un desagradable defecto del maxilar junto al mentón, y que llevaba, como estaba de moda hace muchos años, montados sobre un prominente cartílago que servía de armazón a dos conductos sonoros que matizaban con consonancias nasales cuanto decía, unos lentes de enmohecido hierro, sostenidos por una cadenilla que a su vez tenía su punto de apoyo en la oreja. Detrás de los cristales, reveladores de una acentuada miopía, las pupilas mostraban el reflejo glauco que descubre a los espíritus quiméricos, empeñados en llevar a la práctica un ideal irrealizable. Cubría su cabeza en forma de melón un sombrero de paja de los llamados panamá, que, debido a la acción del sol en verano y a los meses transcurridos en invierno en un armario, había adquirido el color de las mazorcas que ponen a secar en Bresse bajo los pórticos de las granjas y crujía como aquéllas. Sus zapatos con corchetes de cobre, respecto a cuya conservación el remendón había extremado su ingenio de una manera harto visible, estaban dando las últimas boqueadas, pues era muy poco probable que con una nueva compostura se lograra salvar el empeine definitivamente desahuciado. Con gran parsimonia, el hombre chupaba un cigarrillo en que había más cantidad de papel que tabaco.
Este segundo personaje se llamaba Ernest Tafardel, maestro de escuela, secretario del Ayuntamiento y, en consecuencia, lugarteniente de Barthélemy Piéchut, confidente suyo en determinados momentos y en cierta medida, pues el alcalde no solía mostrarse muy comunicativo, sobre todo cuando los asuntos estaban aún pendientes de resolución, y, finalmente, su consejero siempre que se trataba de ciertos documentos administrativos que exigían fórmulas complicadas.
Respecto a los pequeños pormenores de la vida material, Ernest Tafardel manifestaba el noble desinterés de los verdaderos intelectuales: "Una inteligencia despierta —decía— puede prescindir de unos zapatos lustrosos." Con esta metáfora quería expresar que la fastuosidad o la mediocridad del indumento nada añaden ni restan a la inteligencia de un hombre. Con ello daba asimismo a entender que en Clochemerle existía al menos un hombre inteligente, capaz de grandes empresas —vegetando desgraciadamente en una misión subalterna—, en quien podía reconocerse al profesor por sus zapatos deslucidos. La vanidad de Ernest Tafardel consistía en creerse un pensador profundo, algo así como un filósofo campesino, ascético e incomprendido.
Todo cuanto el profesor decía cobraba un matiz pedagógico y sentencioso, subrayado con frecuencia por el ademán que la imaginación popular atribuía antaño a los componentes del cuerpo de enseñanza: el índice vertical sobresaliendo del puño cerrado y colocado a la altura del rostro. Cuando Ernest Tafardel hacía una afirmación apoyaba el índice en su nariz con tanta fuerza que le ladeaba la punta. No es de extrañar, pues, que al cabo de veinte años de ejercer una profesión que exige constantemente el asentimiento tuviera la punta de su nariz ladeada hacia la izquierda.
Por último, y a fin de que la descripción de este personaje sea lo más completa posible, debemos añadir que las hermosas máximas del profesor se malograban a causa de la fetidez de su aliento, por cuyo motivo la gente de Clochemerle desconfiaba de la sabiduría que Ernest Tafardel se empeñaba en insuflar a sus oyentes desde demasiado cerca. Como él era la única persona del pueblo que no se daba cuenta de su defecto, atribuía a la ignorancia y al ruin materialismo de los clochemerlinos la prisa que tenían en apartarse de él y sobre todo en poner punto final a una conversación confidencial o una discusión apasionada. Todo el mundo procuraba eludir su presencia, y cuando esto no era posible le daban la razón en todo sin expresar ninguna opinión contra sus argumentos. "Me desprecian", pensaba Tafardel. El convencimiento de que era objeto de la animadversión general se debía, pues, a un equívoco. Ello le hacía sufrir. De índole expansiva y ciertamente instruido, le hubiera gustado hacer gala de su erudición. Del aislamiento en que se encontraba sacó la conclusión de que aquella raza de fuertes viñadores había sido embrutecida por quince siglos de opresión religiosa y feudal. Y se vengaba sintiendo por el cura Ponosse un odio, platónico y meramente doctrinario, que todos los habitantes de Clochemerle conocían.
Discípulo de Epicteto y de Jean-Jacques Rousseau, el maestro se creía un hombre virtuoso, pues empleaba sus ratos de ocio en leer los documentos municipales y en escribir unas notas que enviaba a El despertar vinícola, de Belleville-sur-Saone. Viudo desde hacía muchos años, llevaba una vida de castidad. Procedente de un departamento austero, el Lozére, Tafardel no había podido acostumbrarse a las bromas subidas de tono de los impenitentes bebedores de vino. "Esos bárbaros —pensaba— se burlan en mis barbas de la ciencia y el progreso."
Cabe decir que manifestaba un gran respeto y devoción a Barthélemy Piéchut, que le había atestiguado siempre simpatía y confianza. Pero el alcalde era un hombre habilidoso que sabía sacar provecho de todo y de todos. Cuando asuntos importantes requerían la opinión o el asenso del maestro se lo llevaba consigo a dar un paseo: de esta manera tenía a su interlocutor de perfil. Debe añadirse que la distancia que separa a un maestro de un acaudalado propietario implicaba entre ellos un foso de deferencia que ponía al alcalde a cubierto de las emanaciones que Tafardel prodigaba cuando hablaba cara a cara con el vulgo. En suma, Piéchut, como político experimentado y ducho, utilizaba en provecho propio la virulencia verbal de su secretario. Si deseaba obtener, para un asunto difícil, la aquiescencia de ciertos consejeros municipales de la oposición, el notario Girodot, o los viticultores Lamolire y Maniguant, pretextaba una indisposición y les enviaba a domicilio a Tafardel con sus legajos y su apestosa elocuencia. Y para cerrar la boca al profesor, los ediles daban su conformidad. El desgraciado Tafardel se figuraba estar en posesión de unas dotes dialécticas poco comunes. Esta convicción le consolaba de sus sinsabores en la sociedad de Clochemerle, que atribuía a la envidia que la superioridad suscita siempre en las gentes mediocres. Enorgullecíase de cuantas misiones llevaba a cabo. Barthélemy Piéchut sonreía socarronamente y se pasaba la mano por el rollizo y rubicundo cogote, ademán revelador de que se sumía en profundas reflexiones o le embargaba una gran alegría. Y decía al maestro: