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Authors: Juan Eslava Galán

Tags: #Novela Histórica

Historia de España contada para escépticos

 

En este libro, que abarca desde los caníbales de Atapuerca hasta el talante del presidente Zapatero, no he pretendido escribir la historia que escribiría el pueblo, ya que el pueblo es ágrafo por naturaleza, sino, más bien, una Historia de España contada para escépticos que no creen en la Historia de España. No pretendo que sea veraz, justa y desapasionada, porque ninguna historia lo es, pero por lo menos intentaré que no mienta ni tergiverse a sabiendas, que ya es un propósito sobradamente ambicioso en los tiempos que corren. Además procuraré que sea amena y documentada (pero el escéptico sabe que los documentos también se manipulan en el instante mismo en que nacen) y si el lector aprende algo de ella me daré por bien pagado.

Juan Eslava Galán

Historia de España contada para escépticos

ePUB v3.6

ikero
07.07.12

Prólogo

Aquel día se abrieron los cielos y llovió tanto que el autobús en el que regresaba de un viaje escolar a Granada tuvo que abandonar la carretera principal, cortada por las inundaciones, para aventurarse por intrincados carriles embarrados. El conductor, un viejo anarquista de gorra proletaria y cigarro liado a mano, no cesaba de murmurar: «Así se escribe la historia de España.» Me quedó la imagen de que la historia de España es un sendero tortuoso, lleno de baches y lagunas cenagosas, por el que avanzamos a tumbos en una tenebrosa noche de invierno.

Aquella memorable noche, en uno de los altos forzosos, típicos guardias civiles de capote largo y tricornio nos tuvieron parados a un lado de la carretera cosa de hora y media porque había que dar paso a no sé qué camiones y material de obras públicas que se esperaban en sentido contrario. Dio tiempo más que sobrado para que los que íbamos sentados en los asientos delanteros recibiésemos una lección magistral del conductor.

Sostenía el ateneísta que la historia de España que nos enseñaban en los colegios la habían escrito por encargo de reyes y curas para esclavizar al pueblo.

—¿Y por qué no la escribe el pueblo? —me atreví a preguntar.

—Porque el pueblo no sabe escribir ni tiene memoria —sentenció el académico—. La única memoria es la de los que mandan, y ellos la escriben a su gusto, arrimando el ascua a su sardina y escondiendo la basura debajo de la alfombra.

Aquel hombre era un escéptico. Es decir, pertenecía al número de los escépticos, los que no creen, o afectan no creer, en determinadas cosas.

Ahora, cuando asistimos a la liquidación por derribo de esta inhóspita posada que llamamos España (a la que algunos, sin embargo, amamos tanto, a lo mejor por sus defectos y carencias), parece que es buena ocasión de contar cómo se hizo (dejaremos a otros contar cómo se deshizo). No pretendo escribir la historia que escribiría el pueblo, que el pueblo es ágrafo por naturaleza, sino más bien una historia de España contada a los escépticos que no creen en la historia de España. No voy a decir que es veraz, justa y desapasionada, porque ninguna historia lo es, pero por lo menos no miente ni tergiversa a sabiendas, que ya es bastante en los tiempos que corren. Además, he procurado que sea amena y documentada (pero el escéptico sabe que los documentos también se manipulan en el instante mismo en que nacen), y si el lector aprende algo de ella, me daré por bien pagado. No está hecha para halagar a reyes y gobernantes (de los que el autor hablará mucho, dejándose ganar por el novelista que también es), ni pretende halagar a los banqueros, ni a la Conferencia Episcopal, ni al colectivo
gay,
ni a los filatélicos, ni a los sindicatos. El autor ni siquiera aspira a merecer la aprobación indulgente de los críticos, ni a servir a una determinada escuela histórica, ni a probar tesis alguna. A lo mejor, por eso, se deja llevar por su curiosidad e indaga en las vidas de los poderosos, en lugar de dedicar el mayor espacio a divagaciones socioeconómicas más a la moda. No por gusto, ciertamente, sino porque está convencido de que una de las miserias determinantes de nuestra historia es que el errático y a menudo patético rumbo de España ha sido determinado por gobernantes incompetentes y tarados.

Por cierto, la feliz frase «¡Así se escribe la historia!» es de Voltaire, y aparece en una carta a madame Du Deffand («¡Así se escribe la historia, y vaya usted a fiarse de lo que dicen los sabios!»).

El escéptico lector queda advertido.

CAPÍTULO 1
Una piel de toro extendida

En la antigüedad, la península Ibérica estaba habitada por un abigarrado mosaico de tribus que constituían unas cien comunidades autónomas, unas más desarrolladas que otras y tan mal avenidas que las guerras entre vecinos eran el pan de cada día. Los recios nombres de aquellos pueblos indómitos y guerreros resuenan en los folletos turísticos y libros de viajes escritos por Estrabón, Avieno, Mela, Plinio el Viejo y Ptolomeo: lusones, titos, belos, carpetanos, vacceos, vetones, turmódigos, berones, autrigones, caristios, várdulos, cántabros, astures, galaicos, lusitanos, turdetanos, bastetanos, oretanos, mastienos, libiofénices, deitanos, contestanos, edetanos, ilergetes, suesetanos, ausoceretas, bagistanos...

Sin entrar en tanto detalle, grosso modo, los españoles de entonces se dividían en dos grandes familias: los celtas y los íberos. Los celtas, que ocupaban la meseta y el norte, eran más feroces y pobres que los íberos de las fértiles comarcas agrícolas y mineras del sur y el Levante. Las regiones más desfavorecidas estaban infestadas de bandidos, y sus moradores organizaban de vez en cuando expediciones de pillaje contra las más ricas.

Como ahora, el país era montuoso, mal comunicado y proclive a las sequías y a las inundaciones, a los veranos abrasadores y a los helados inviernos, pero, al parecer, todavía no había prendido en sus habitantes la pasión arboricida, y los encinares y alcornocales, los hayedos y los robledales abundaban hasta tal punto que una ardilla que se propusiera aparecer en el libro
Guinness
de los récords podía atravesar el país saltando de árbol en árbol, sin tocar tierra más que para recolectar alguna que otra golosa nuez. Había también praderas, más o menos verdes, donde pastaban a sus anchas rebecos y caballos salvajes, y espejeantes lagunas, donde abundaban los ánsares, las pochas y las avutardas, y apacibles ríos, donde chapoteaban nutrias y castores, y se criaban peces diversos y arenas auríferas. En sus montes tampoco faltaban los olivos, las higueras, la dulce vid, el esparto y las plantas tintóreas que la industria aprecia.

Las pintorescas costumbres de los feroces y entrañables indígenas sorprendían mucho al visitante. Los lusitanos se alimentaban principalmente de un recio pan, que confeccionaban con harina de bellota, y de carne de cabrón (el macho de la cabra, naturalmente). Además cocinaban con manteca, bebían cerveza, practicaban sacrificios humanos y observaban la entrañable costumbre de amputar las manos a los prisioneros.

Los bastetanos, hombres y mujeres bailaban cogidos de la mano una especie de sardana, y calentaban la sopa introduciendo una piedra caliente en el cuenco.

Entre los cántabros existía la curiosa ceremonia de la covada: el presunto padre de la criatura por nacer se metía en la cama y fingía los dolores del parto, mientras la parturienta seguía cavando el sembrado, o se afanaba en las labores domésticas, indiferente a las contracciones, hasta que daba a luz. Además, «es el hombre quien dota a la mujer y son las mujeres las que heredan y las que casan a sus hermanos; esto constituye una especie de ginecocracia, régimen que no es ciertamente civilizado», señala Estrabón (III, 4, 17-18).

En la Cerdaña y el Puigcerdá, hogar de los carretanos, se producían excelentes jamones, cuya venta «proporciona saneados ingresos a sus habitantes».

Los astures, por su parte, observaban la higiénica costumbre de enjuagarse la boca y lavarse los dientes con orines rancios.

Los celtíberos eran crueles con los delincuentes y con los enemigos, pero compasivos y honrados con los pacíficos forasteros, hasta el punto de que se disputaban la amistad del visitante y tiraban la casa por la ventana para agasajarlo. Parte del agasajo consistiría probablemente en agarrar una buena curda con la bebida nacional, una mezcla de vino y miel o, si ésta faltaba, con una especie de cerveza de trigo, la celia. Según Silio Itálico: «Queman los cadáveres de los que mueren de enfermedad, pero los de los guerreros muertos en combate los ofrecen a los buitres, a los que consideran animales sagrados.»

Los vaceos practicaban una especie de comunismo consistente en repartir cada año las tierras y las cosechas de acuerdo con las necesidades de cada familia. El politburó era extremadamente severo: los acaparadores de grano y los tramposos eran ejecutados.

Para muestra ya está bien. Así eran los remotos habitantes de la Península. Si en algo se parecían entre ellos era en ser gentes de pelo en pecho. Los crucificaban y seguían cantando, caía el jefe y se suicidaban sobre su tumba, despreciaban la vida y amaban la guerra sobre todas las cosas. La de vueltas que ha tenido que dar el mundo para que ahora sus descendientes se nieguen a ejercer el noble oficio de las armas, y el ejército se vea obligado a contratar mercenarios extranjeros.

Tanta rudeza era compatible con el amor a la belleza e incluso con cierta tendencia a recargar la ornamentación. Recuerde el lector a la Dama de Elche. En realidad, si nos fijamos en el tocado femenino, había para todos los gustos, según tribus, desde aquellas en las que, como Rita Hayworth, ampliaban la frente afeitándosela, hasta las que se enrollaban el cabello y formaban sobre la cabeza un tocado fálico, dos usos que perduraron hasta, al menos, el siglo XVII en el País Vasco.

En esta Babel de tribus no existía conciencia alguna de globalidad. Fueron los buhoneros fenicios y griegos, llegados al reclamo de nuestras grandes riquezas minerales, quienes consideraron la Península como una unidad, los primeros que percibieron que, por encima de la rica variedad de sus hombres y sus paisajes, aquello era España.

¿España?

Sí, escéptico, lector: ESPAÑA. Ya entonces se llamaba España. La hermosa palabra fue usada por los navegantes fenicios, a los que llamó la atención la cantidad de conejos que se veían por todas partes. Por eso, la denominaron
i-shepham-im;
es decir: «el país de los conejos», de la palabra
shapán,
«conejo».

No el león, no el águila: durante mucho tiempo el humilde, evocador y eufemístico conejo fue el animal simbólico de España, su tótem peludo, escarbador e inquieto. El conejo se acuñaba en las monedas y aparecía en las alusiones más o menos poéticas; la caniculosa Celtiberia, como la llama Catulo
(Carm.
37,18), es decir, la conejera, España la de los buenos conejos.

No era el simpático roedor el único bicho que llamaba la atención por su abundancia. Los griegos también llamaron a la Península
Ophioússa,
que significa «tierra de serpientes». No obstante, para no espantar al turismo, prefirieron olvidarse de este nombrecito y adoptar el de Iberia, es decir la tierra del río Iber (por un riachuelo de la provincia de Huelva, probablemente el río Piedras, al que luego destronó el Ebro, que también se llamaba Iber). No obstante, el nombre que más arraigó fue el fenicio, el de los conejos, que fue adoptado por los romanos en sus formas Hispania y Spania. De esta última procede España, bellísimo nombre que durante mucho tiempo sólo tuvo connotaciones geográficas, no políticas. Por eso, el gran escritor luso Camoens no tiene inconveniente en llamar a los portugueses «gente fortissima de Espanha».

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