Ese laberinto puede encontrarse también en la paz y en
Shock Corridor
un periodista ambicioso (Fuller es siempre parcial a los periodistas) se encierra voluntariamente en un manicomio, aparentemente para investigar un crimen y solucionar su misterio. En realidad el héroe va en busca de la locura y el manicomio pronto se le convierte en un laberinto cuya única salida parece inencontrable porque es la sanidad mental.
La última película de Fuller que merece la pena verse es tal vez su obra maestra. En ella Constance Towers, una mujer de la calle sin salida, decide encontrarla en un pequeño pueblo, donde oculta no sólo su identidad sino su pasado. Pero allí tropieza con formas de corrupción desconocidas a su profesión. Casi se casa pero su novio, el prohombre del pueblo, se revela como un degenerado al que gustan no las mujeres corrompidas sino corromper niñas. Constance Towers (actriz favorita de Fuller) lo mata al descubrir su perversión —con un verdadero
coup de téléphone
. En
The Naked Kiss
(ése es el título de este melodrama que se vuelve una tragedia) Fuller muestra claramente su verdadero oficio: se trata de un maestro de la Película B y sabemos que siempre lo fue, con pequeños presupuestos, como en
The Naked Kiss
, con poca plata como en
Pick up on South Street
y con demasiado dinero como en
Hell and High Water
. Su originalidad, su gusto por la acción, su afición por los actores secundarios y una comodidad en cierta minuciosa intimidad lo hacen un director de película B que llegó, vio, triunfó y fracasó —como en
The Shark
(1967). Pero hay algo más. Fuller es a pesar de la técnica de Hollywood, a pesar de los actores experimentados, a pesar de la fotografía siempre cuidada, un verdadero primitivo, tal vez el último de los primitivos del cine americano.
Conocí a Samuel Fuller cuando viajé a Hollywood en 1970. Teníamos el mismo agente y coincidimos en una fiesta que dio éste en su casa en un cañón. Conversamos brevemente, pero por azares de las distancias en Los Angeles y el transporte siempre precario, él y su mujer alemana se ofrecieron a llevarme a mi hotel. Al conocerlo me sorprendió la escasa estatura de Fuller, la ausencia de esa truculencia exhibida en sus fotos y aún en su breve aparición en
Pierrot le Fou
, donde Godard le hizo un homenaje visual después de haberle dedicado su
Made in USA
antes. Fuller, en la vida, era un viejito amable a quien cualquier director de reparto hubiera asignado enseguida el papel de sabio europeo en una película de espionaje atómico de los años cincuenta. Durante el largo trayecto en su auto, pudimos conversar. Quise llevar la conversación, casi un interrogatorio al terreno del cine, a pesar de que sabía su renuencia a discutir el tema.
—Cuál es el momento que mejor recuerda en el cine? Después de un silencio que me hizo creer que no me había oído, con el ruido del motor y el aire vibrando en el cañón, me dijo:
—Cuando descubrí el cadáver de Jeanne Eagles, siendo un periodista novato.
Me pareció sorprendente y al mismo tiempo esperado. No sabía que Fuller había encontrado el cadáver de la belleza del cine silente que murió víctima de las drogas, pero era característico que Fuller escogiera no un recuerdo cinematográfico sino periodístico. Dejé esperar un rato para preguntarle por sus proyectos, que son siempre el único futuro posible en Hollywood.
—No tengo ninguno. Pero le voy a decir cuál es mi sueño. Sé que le va a parecer raro. Lo que quiero es ser dueño de un periódico y dirigirlo.
No me pareció raro habiendo visto sus películas y sabiendo que el proyecto en que había hundido todo su dinero años antes había sido una película sobre un hombre para quien su sueño —y su pesadilla— fue fundar y dirigir un diario. Sin embargo las mejores películas de Fuller, aún las que tienen que ver con periódicos y periodistas, están bien lejos del periodismo, ya que parecen hechas no para hoy, como los periódicos, sino para mañana. En ese futuro se inscriben. Es así como he visto la mayor parte de ellas: no en el hoy de su estreno sino en el mañana de cines de clásicos, en retrospectivas y, unión de lo inmediato con lo perdurable, en la televisión. Samuel Fuller, finalmente, ha alcanzado la salida del laberinto de hacer películas en la posteridad del cine.
Vi (en el cine siempre la primera persona es singular) por primera vez
Los Nibelungos
en la Cinemateca de Cuba, que habíamos fundado, entre otros, Germán Puig, Néstor Almendros, Tomás Gutiérrez Alea, el fallecido Roberto Branly y yo y gracias a la generosidad de Henri Langlois, que prestaba sus obras maestras a los desconocidos insólitos, solitos. La noche de la exhibición (las películas venían de París como los recién nacidos) fue casi la noche de la no exhibición. Las muescas de la cinta saltaban o no cogían las cruces y la sala, el amplio pero nada dotado auditorio del Colegio Odontológico, quedaba a oscuras hasta que el operador ensartaba este film más elusivo que el dragón invisible para los espectadores. A la tercera vez que quedamos a oscuras, Germán Puig se hizo del micrófono y en la noche tropical resonó su voz potente para decir: «Las interrupciones son debidas a las perforaciones» y no decir más. Germán no se refería a las perforaciones más obvias, con Siegfried penetrando al dragón por sus partes blandas, sino a una falla técnica. Pero su frase, una verdadera
catch phrase
, fue más memorable que la película y la noche.
Los Nibelungos
de Lang quedaron marcados más por la sombra que por las luces y el temido dragón parece, en la distancia, un pariente descolorido del dragón chiflado. Casi como el ballenato que cantó en la ópera. Hay que decir que en la primera parte el dragón es esencial a la trama. Prepotente y altivo, es una especie de
Lang ex machina
.
Como en toda trama complicada (piénsese en
El beso mortal
o
Vértigo
) la historia es simple. Siegfried mata por fin al dragón y se casa con la princesa en apuros. Pero la reina, el verdadero dragón, mata a Siegfried y venga al dragón. La viuda, hecha ahora un dragón, se casa con Etzel (Atila) que procede a aniquilar a todos los burgundios, cualesquiera que sean. La leyenda fue escrita ahora por Thea von Harbou, esposa de Lang, que después de perder a su marido en el exilio por culpa de los nazis, se hizo nazi.
Tal vez la historia matrimonial habría sido más atractiva que este mito que nutrió a Wagner y a Lang. Más interesante (y más influyente) fue Lang, antes, en
El Dr. Mabuse, tahúr
y, por supuesto en
Metrópolis
después.
Mabuse
fue celebrada por Goebbels pero Lang prefiere
El testamento del Dr. Mabuse
(1933), que contenía elementos subversivos con sus diálogos hechos de frases dizque de discursos de Goebbels. El buen doctor no se enteró o se sintió halagado y convocó a Lang a su oficina, que era entonces no mayor que el teatro de la ópera, ambos en Berlín. (Más más tarde.)
Los Nibelungos
es un mito nórdico escrito por los austríacos y saqueado por los alemanes. Richard Wagner, en el colmo de su megalomanía, lo hizo suyo. Todo folklore aspira a la condición de poesía y Lang aceptó el reto en imágenes. Un momento memorable de la leyenda (la valkiria durmiendo su sueño mágico en medio de un amenazante círculo de fuego) tiene varias versiones visibles y el poema se hace fuego fatuo. Siegfried, llamado Sifrit y luego Sigfried, salta a caballo las llamas para romper el círculo y salvar a Brunilda. Pero luego Brunilda, demostrando que el agradecimiento es sólo para agradecidos, instiga con Hagen para que mate a Siegfried. Muerto Siegfried, Krimilda (sin parentesco con Brunilda) mata a Hagen. (Hay una versión de Robert Benchley, autor y actor, que es ligeramente diversa.)
Lang viene después de Wagner pero esos poetas nórdicos o germanos estuvieron aquí antes.
Los Nibelungos
, la película, no usó inicialmente la música de Wagner (la compuso Gottfried Huppertz) aunque luego la UFA distribuyó otra versión acompañada por Wagner. Luego Lang, acompañado por Thea von Harbou, visitó Nueva York y de esa visita surgió la idea de
Metrópolis
, film fascista que Lang achacaba a «la señora Von Harbou». Según unos fue esta concepción que lo llevó al grandioso despacho de Goebbels. Otra versión presenta al mismo Hitler extasiado ante
Los Nibelungos
en general y en particular con la figura de Siegfried. La película se subtitula «Canción por un héroe alemán» lo que condujo a dos movimientos paralelos. Hitler le dijo a Goebbels: «Hay que impedir por todos los medios que Bruno Walter dirija la música de Wagner», que se hizo, y
Get Lang
, que se hizo parcialmente. Lang cuenta y falsifica. Todos los directores de cine son mentirosos: está en el oficio.
Siegfried aprendió el lenguaje de las aves y podía silbar como un pájaro. A pesar de su encuentro fatal con el dragón (una especie en peligro) Siegfried era un ecologista temprano. Los metales que suenan y resuenan en
Los Nibelungos
no son el ruido de la batalla sino el eco del sablista: Wagner pedía dinero a diestra, a siniestra y al medio. Lang sólo quiso lo que Hollywood no le podía dar: independencia en vez de pendencia. De Louis B. Mayer pasando por Spencer Tracy hasta Dana Andrews su carrera americana fue una contienda perenne. Su monóculo, su larga boquilla humeante y sus maneras teutonas lo alienaban, pero como en Alemania buscó refugio en las mujeres. Una de ellas fue Barbara Stanwyck, tan sugestiva como Brigitte Helm (héroe y heroína de
Metrópolis
) pero mejor actriz. Que Lang se haya apoyado dos veces en la atractiva fealdad de Gloria Grahame (a la que incluso desfigura aún más en
The Big Heat
) es una muestra de su cálido amor por las mujeres, disfrazado detrás de un monóculo justamente. Un director que usa no utiliza a Barbara Nichols (la memorable Carmen rubia de
Sweet Smell of Success
, vendiendo cigarrillos y amor con marca) tiene que ser un amante de las mujeres. A pesar de Thea von Harbou y la Helm el Fritz Lang de Hollywood es el mejor Lang, como lo son Robert Siodmak, John Brahm y Douglas Sirk. Ophuls, un artista mayor, vino, miró y vio y volvió a Europa en un retorno que era más bien un doble exilio adorado.
La carrera de Fritz Lang en Alemania culmina y queda trunca por la visita al gabinete del Dr. Goebbels: interminable oficina, enorme mesa y el orden del Nuevo Orden por todas partes. Lang se encargó de que esta cita quedara en una ambigüedad nada alemana. Hay quienes llaman a M por el título de Un asesino entre nosotros y quieren que sea una alusión al Führer antes de ser Führer: la película se hizo en 1930, Hitler llegó al poder por las urnas en 1933. Otros (y entre ellos a veces el mismo Lang) dicen que Goebbels convocó a Lang a su despacho aduciendo que Hitler era un admirador de
Metrópolis
. Según Lang, el único que quedó para contarlo, Goebbels, después de elogiarlo, le ofreció el cargo de director de la industria de cine nazi. Lang recuerda que le dijo a Goebbels que su madre era judía. Goebbels, evidentemente, ya lo sabía. «Eso no tiene la menor importancia», dijo el ministro de propaganda: «Usted es un alemán». Lang repitió una y otra vez que pidió tiempo para pensarlo y esa misma noche, sin equipaje, dejando atrás su casa, sus enseres y a Thea ardiendo de rabia, tomó el expreso nocturno para París.
Prefiero creer que el film preferido de Hitler es
Die Nibelungen
porque Hitler creía no sólo en los horóscopos sino que se creía un mito teutón encarnado. ¿Qué mejor representación mítica que la saga de los Nibelungos, llena de ruido y frenesí que significan el poder total y el amanecer de los dioses nórdicos? La película de Lang es una excesiva reproducción de la imaginería de Arnold Böcklin, cuya influencia en el arte alemán de este siglo es abrumadora. Goering se apropió cuadros de Böcklin, Hitler, menos audaz, sólo de su mitología, Lang, más visual, ordenó su fresco móvil siguiendo el orden visual de Böcklin. Los tres son, a su manera, creadores pangermánicos. Curiosamente, de ellos el único que no era alemán era Hitler.
Me pregunta Miriam Gómez de sopetón: «¿Y cuándo fue la última vez que viste
Los Nibelungos
?» Respondo de zoquetón: «En 1950». Hace ya cuarenta años pero padezco de memoria súbita. Recuerdo un falso arcoiris y la profusión de lanzas y su duración excesiva que me hizo llamarla
Los Nibelungos
. Recuerdo también que, como en
Tristán e Isolda
, en varias versiones, los amantes están condenados por la virtud del amor. Es prodigioso lo que uno puede recordar de una película memorable. Sobre todo cuando toma notas. Debía hablarle de los símbolos, pero vi la película en La Habana y, como dice Fritz Lang, en América no se necesitan símbolos.
Un día de 1925 una señora gorda y su pequeña acompañante, las dos americanas, las dos judías, atravesaron París en un coche sin caballos. La señora gorda era en realidad enorme y llevaba el pelo corto bien corto. La señora pequeña llevaba su pelo largo, aunque no era más largo que su bigote. Era un bigote hermoso para los que gustan de los bigotes grandes y se parecía mucho al bigote de los generales de la revolución mexicana. Fue gracias a Marlon Brando, tiempo después, que este bigote se conoció como bigote a lo Zapata. La señora pequeña estaba muy orgullosa de su bigote zapatista, que mantenía erguido con cera de bigote. La señora gorda parecía un monumento a una señora gorda y Picasso le hizo un retrato clásico en que se veía como la clásica señora gorda. Ahora la señora pequeña indicaba el camino y la señora gorda guiaba.
Momento para un comercial. El auto que conducía la señora gorda era un Ford de ocho cilindros.
La señora gorda se llamaba Gertrude Stein y era escritora y era rica y nunca tuvo que escribir en un periódico. Conocía a todo el mundo en París y todo el mundo en París la conocía a ella. Todo el mundo entonces eran Picasso, Juan Gris, Sherwood Anderson, Scott Fitzgerald y por supuesto Ernest Hemingway que escribía en un periódico. Fue Hemingway quien contó la historia de la travesía de París pero no en un periódico. También dijo que le habría gustado acostarse con Gertrude Stein. Tal vez porque era lesbiana. Nadie sabe qué habría dicho Gertrude Stein pero todos sabemos lo que dijo Alice B. Toklas, que era la señora pequeña, conocida en los años sesenta porque dio la receta de una torta al haschish sin kitsch. Peter Sellers la probó. Aprobó.