Hitchcock, un hombre que debía tener horror de su figura (emprendía constantes, inconstantes dietas) y de su cara, las multiplicó hasta su muerte. Aparte de las breves brevas de su aparición en el cine, presentó incontables programas de televisión, acompañado siempre por los compases risueños de
La marcha fúnebre de una marioneta
, de Gounod. En sus camafeos del cine a menudo llevaba a cuestas un obvio instrumento musical: chelos con celo, contrabajos sin trabajo. En otras apariciones (que ahora tienen un sentido más espiritista que espiritual) paseaba a lo lejos su enorme vientre de ballena muerta a la orilla del mar. Pero su presencia por ausencia más notable ocurrió en
Náufragos
, donde, como no cabía en la balsa, aparecía en un periódico en alta mar: en su última página se ofrecían unas píldoras de dieta llamadas «Reduco». Para ilustrar la eficacia de «Reduco» aparecían dos Hitchcocks: uno «Antes» y otro «Después». Por esa época Hitch estaba más gordo que nunca. (Recuerdo cómo en un Festival de San Sebastián una cierta Miss Perborato se ofreció a curar mi discreta dispepsia ofreciéndome albóndigas rellenas con perborato que, según ella, ¡curaban la indigestión que producían!) Hitchcock aseguraba que recibió muchas peticiones de «Reduco». (Por mi parte puedo asegurar que si nadie pidió las indigestas albóndigas sanativas, muchos se sintieron tentados por la oferta de Miss Perborato). La última aparición de Hitch ocurrió, como tenía que ser, en su última película,
Family Plot
, uno de sus mejores títulos, pues se puede leer como ardid familiar o como la tumba de la familia. Aquí Hitch aparece como una sombra detrás de una puerta cerrada: se le ve tras el cristal oscuro. Un letrero en la puerta dice: «Registro de Nacimientos y Defunciones». Vanidoso y veraz, al explicar por qué introducía ahora su instantánea casi al comienzo de cada film, dijo: «No vaya a ser que el público por esperar mi visita no preste atención a la vista».
Hitchcock solía citar a Kuleshov y a Pudovkin y sus teorías del montaje, pero nunca citaba a Eisenstein, que fue el mejor popularizador del montaje. La teoría del montaje, que algunos creen rusa y privativa del cine (están equivocados dos veces), es la que sostiene que dos imágenes cuando se yuxtaponen, dan lugar a una tercera imagen que es el resultado de la alteración que sufre cada imagen por contigüidad. Para el cine soviético esta teoría era idéntica a la ideología hegeliana, adoptada por Marx, de la dialéctica del juego. Declara Hegel que una tesis, enfrentada en su antítesis, siempre produce la síntesis. La teoría del cine ruso estaba ilustrada por un experimento visual de Lev Kuleshov con el actor Mosyukin, tomado en
close-up
y con una mirada neutral, que es opuesta sucesivamente a un plato de sopa, a una bella rubia y a un entierro que pasa. Mosyukin, que permanecía impasible parecía reaccionar ante la sopa con hambre, ante la rubia con lujuria y ante el entierro con miedo. Esta sabida lección de Kuleshov fascinaba a Hitchcock que se declaraba partidario acérrimo de la teoría del montaje.
La teoría opuesta, expresada por el esteta francés Alexandre Astruc con su idea de la
camera-stylo
o de la cámara como una pluma, consideraba al cine como una escritura. Otro esteta francés, André Bazin, opuso la
mise-en-scène
(que es más bien la puesta en cámara) al montaje. Uno de sus ejemplos era Orson Welles en
Citizen Kane
, otro el Alfred Hitchcock de casi todas sus películas. Hitch creó el ejemplo total de la
mise-en scène
en
La soga
, donde experimentó con la ausencia radical del montaje. Toda la película se vio convertida en un continuo movimiento de cámara, donde el lente y la escena y los actores se movían en planos paralelos que sólo se encontraban en el infinito del fin. Pero Hitch, para mostrar que es un espíritu de contradicción, basó toda la ejecución de
Psicosis
(tal vez su película más popular mientras que
La soga
fue un fracaso) en el montaje. Así la muerte de Janet Leigh bajo la ducha y lo que Borges llama el «íntimo cuchillo» (aquí habría que echar una visión sangrienta ala relación casi eterna entre Hitch y el cuchillo desde
Chantaje
, donde la heroína que es una asesina, después de acuchillar a un chantajista, regresa a casa, a la comodidad de la cocina y al cotidiano desayuno para oír cómo la cháchara de una vecina se convierte en un monólogo de una sola palabra: cuchillo, lo opuesto de Ionesco en
La lección
, donde la palabra cuchillo se convierte en un cuchillo letal, ambos, Ionesco y Hitch invirtiendo la hazaña de Adán), tal vez la muerte más súbita y sorprendente del cine, está construida por 70 emplazamientos de la cámara: el baño, la ducha, la duchada, la asesina y finalmente la cortina de la ducha y sus presillas y el obsceno hueco de la bañera que se convierte en el ojo perennemente abierto de la pobre Janet Leigh, que conoció temprano la vida y el amor y también el horror de su muerte.
Hitch hizo en
Psicosis
una obra maestra compuesta siguiendo la teoría del montaje, y así burló una de sus leyes básicas. Según Hitch el suspense, que si no inventó lo hizo central en nuestras vidas, es lo contrario de la sorpresa. Lo ilustró en conversaciones y en entrevistas muchas veces. Suspense era el niño que llevaba una bomba en el bus de Londres en sabotaje. Su hermana lo ignora pero su marido, el malvado terrorista, lo sabe bien y con él —he aquí la clave del suspense— el público, el cómplice que espera en angustiosos minutos que la bomba estalle entre los brazos de un niño doblemente inocente y vuele junto con los pasajeros no menos inocentes. La sorpresa sería hacer estallar la bomba ya, sin preámbulo, sin el menor conocimiento de dónde está, quién la lleva, cuándo estallará. Pero en
Psycho
Hitch utiliza sólo la sorpresa (todas las muertes son violentas, inesperadas y súbitas) y el estallido de la locura deja como estela un leve suspenso o más bien una intriga. ¿Quién es esta asesina anciana con un alevoso cuchillo que canta como un cuclillo demente? ¿Qué es ese cuchillo que brilla un momento antes de clavarse en su víctima propicia? El cuchillo es también un signo de admiración.
[2]
Hitch declaró descarado que el mejor sentimiento que encarna un actor es el miedo. «Los actores son capaces de expresar el miedo muy bien… El miedo es la emoción a que están más acostumbrados. Los actores siempre tienen miedo, a ser contratados, a no ser contratados. Lo actúan muy bien. El miedo y el erotismo». Aquí, claro, Hitch estaba dando las dos claves (como los instrumentos musicales las claves son siempre dos) de su arte: miedo y amor. O amor y miedo. O, como en
Psicosis
, miedo y medio.
En cuanto a su teoría del cine, Hitch estaba más cerca de los rusos de lo que François Truffaut, tan francés, hubiera deseado. Dijo Pudovkin: «El hombre fotografiado es el único material para la futura composición de su imagen en el film arreglado según el montaje». Un ideólogo temprano escribió que en el cine «todo se reduce al alimento de la cámara». Eisenstein mismo declaró: «No creo en el sistema de estrellas. En mi película (
Lo nuevo y lo viejo
) los principales personajes son una lechera, un toro y una separadora de crema». Hitchcock tal vez recordando las frases vacunas de Eisenstein dijo más de una vez: «Los actores son ganado».
Pero Hitch siempre buscaba a las estrellas. Aún para su película inconclusa, que se iba a titular
La noche corta
, Robert Redford como protagonista, como antes buscó en vano a Ives Montand para
Topaz
[3]
(Montand rechazó la oferta con una frase que hoy repudiaría: «No trabajaré jamás en un film anticomunista»), como había encontrado a Sean Connery para
Marn
ie
, como había buscado y encontrado a su Némesis, Paul Newman para
Cortina rasgada
. Aquí ocurrió un mal encuentro que resume la Teoría de la Actuación Según Alfred Hitchcock. La toma en conflicto es un
close-up
de Newman, sólo de su cara (
shot
al que Hitch dio el nombre tan al uso ahora en la televisión de «cabeza que habla») y Hitch necesitaba una cabeza que piensa. Como se recordará, en
Cortina
Newman era un brillante físico atómico usado como espía en Alemania Oriental. Los motores zumbaban, la cámara rodaba, el micrófono colgaba y Hitch dijo bajo: «Acción». Pero Newman mandó a parar la toma. Ya Hitch le había dado instrucciones de que mirara al frente, luego al lado. «Un momento, Hitch», dijo Newman, «se te olvidó decirme lo que estoy pensando. ¿Qué estoy pensando?». Pausa. «Paul», dijo Hitch bajo y lento, «no estás pensando nada. No quiero que pienses. Sólo que mires al frente y luego al lado, de derecha a izquierda. Eso es todo». «Pero Hitch…» «Ya sabes, Paul, los ojos al frente, luego al lado». Paul, con disgusto que es evidente en la pantalla aún hoy día, hizo lo que Hitch le mandaba y luego Hitch dijo: «Corten».
El mejor momento de
Cortina rasgada
es el asesinato de un policía político alemán por Paul Newman y una de esas mujeres secundarias que son tan eficaces desde el comienzo del cine de Hitchcock. Se llama Carolyn Conwell y ella ayuda a Newman a matar a Wolfgang Kieling, el extraordinario actor alemán que encarna (es descarnado) al policía Gromek. Todo el macabro negocio de la muerte se realiza en silencio porque Gromek tiene un camarada ahí mismo al lado. Nunca un cuchillo convertido en arma ha sido más ineficaz porque la víctima es renuente. Nunca desde
Chantaje
un cuchillo ha sido menos una palabra y más un objeto doméstico. Nunca un cuchillo en el cine ha sido menos íntimo. Es además, para Hitch el último cuchillo.
A finales de los años cincuenta, cuando la cresta de la Nueva Ola era apenas perceptible, Jean Luc Godard pudo conocer a uno de sus ídolos de su cine ideal (con el tiempo Godard llegaría a abominar de esa idolatría, pero esa es otra historia), un director aparentemente sin importancia. Dijo Godard, que siempre fue parco, a sus amigos: «¡Conocí a Samuel Fuller!», como si hubiera conocido a D. W. Griffith. Yo conocía a Samuel Fuller como el arquetipo de director americano que era en esa época un anticomunista atroz. La primera película suya que había visto,
Casco de acero
, me pareció pura propaganda para un conflicto en que yo, ingenuamente, había creído la contrapropaganda comunista y podía jurar que Sud Corea invadida había en realidad invadido a Corea del Norte. La película me pareció mediocre y su director un realizador de Película B sin talento para la acción. Me había equivocado otras veces pero nunca estuve más equivocado.
Su siguiente película,
Pick Up on South Street
, fue protagonizada por un actor, como otros, al que el estrellato había convertido de una gran amenaza secundaria, en una estrella adocenada —Richard Widmark. Estaba también una de mis caras favoritas, Jane Peters, y como en
Yo maté a Jesse James
,
Cascos de oro
y
Bayoneta calada
, había un conjunto de actores secundarios que eran notables en su ejercicio dramático. No sabía entonces que mucha de esa pericia era acreditable al director.
Pick Up on South Street
me hizo sin embargo prestar atención a su nombre. Pero Fuller, en su próxima película,
Hell and High Water
, un pésimo drama de la Guerra Fría, volvió a defraudarme. Lo iba a dejar por imposible cuando vi su
House of Bamboo
, una película de gángsters americanos en Tokio, cuyo argumento era aparentemente policial pero cuyo tema escondido era la traición, la doble traición, aún la triple traición —y esto la hacía para mí interesante: el tema del traidor entre los discípulos, Jesús y Judas, intrigante, imperecedero. Había además un uso de las texturas como elemento dramático —la cortina de bambú entre la prostituta japonesa y el policía americano que duermen juntos— que era inusitado para un director a menudo apresurado por la acción, por no decir chabacano para los detalles.
Run of the Arrow
, la próxima película de Fuller lograba un tono épico por medio de conflictos psicológicos y raciales. Era como si
House of Bamboo
se hubiera extendido al terreno de la epopeya. Aquí además el tema de la traición era sustituido por los conflictos de la lealtad. Su héroe —un soldado sureño que se negaba a aceptar la capitulación del General Lee— intentaba hacerse indio, para encontrarse por su fidelidad al Sur en un doble renegado, de la nación americana y de la raza blanca. Al final reconocía que no pertenecía ni al estado americano ni al mundo indio y se volvía, con su mujer india, hacia la pradera y el desierto, a la naturaleza.
Lo que hacía estas películas
sui generis
es que Samuel Fuller no sólo las dirigía sino que siempre las escribía y muchas veces era su propio productor: pertenecían por completo a Fuller y suyos eran sus aciertos y sus errores. Después dejé de ver películas de Fuller, por razones diversas y personales y así me encontré años más tarde con su
Underworld, USA
, en que el film de gángsters toma una dimensión nacional, pero no hay una intención de denuncia periodística a la manera por ejemplo de
The Phoenix City Story
, tan en boga en los años cincuenta —aunque, cosa curiosa, Samuel Fuller venía del periodismo y ese oficio fue su primer y último amor. Es al periodismo con pasión que Fuller dedicó una de sus películas mejores y tal vez su mayor fracaso,
Park Row
, historia del periodismo americano al doblar el siglo y descripción de la trabazón entre la noticia y la tecnología, tan imbricada en este film que uno de sus héroes es Ottmar Mergenthaler, retratado durante la acción de inventar el linotipo.
Las cuatro últimas películas de Fuller son, respectivamente, un fracaso menor, un éxito calificado, un gran éxito y un estruendoso fracaso. Esas películas se titulan
Merrill's Marauders
,
Shock Corridor
,
The Naked Kiss
y
Shark
.
Merrill's Marauders
es Fuller de nuevo en el campo de batalla durante la Segunda Guerra Mundial y es la historia de una campaña menor, dirigida por el histórico Brigadier General Frank Merrill contra los japoneses, en Birmania. El general Merrill debe hacer con el ejército regular una guerra de guerrillas para tomar posiciones japonesas al extremo oriental de Birmania. Cuenta solamente con mil quinientos hombres mientras la espesura birmana bulle de japoneses. Merrill debe librar también una campaña contra su propio cuerpo, ya que está gravemente enfermo del corazón. La película cuenta esta historia de triunfo y de fracaso con un realismo suficiente y habitual durante casi todo su largo —pero de pronto surge lo inesperado, para revelar el talento visual de Fuller, un director famoso por sus largas tomas, sus
travellings
interminables y sus planos complicados de realizar pero fáciles de ver. Ocurre casi al final de la película, cuando los merodeadores de Merrill toman una estación de trenes. Toda la breve batalla tiene lugar entre unos obstáculos obstinados: esa construcción absurda es un dédalo. Así esta secuencia se empata directamente con otra batalla en
The Steel Helmet
, que tiene lugar entre la niebla. Las dos muestran a Fuller como un mitificador de la guerra como una lucha en el centro del laberinto, cuya única salida parece ser la muerte.