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Authors: Guillermo Cabrera Infante

Tags: #Ensayo, Referencia, Otros

Cine o sardina (18 page)

Mientras tanto en la tierra Judy se había casado con el gran Vincente Minnelli, quien la dirigió en sus mejores películas: su obra maestra
Meet Me in St. Louis (La rueda de la fortuna)
, además de
The Clock (Bajo el reloj)
y
El pirata
, tal vez su mejor comedia musical. ¿Lo agradeció? En absoluto. Llegó a despreciar a Minnelli no porque fuera el hombre ideal (tres de sus cuatro maridos eran también homosexuales) sino porque con Vincente odiaba ser Mrs. Minnelli porque él era paciente y lo soportaba todo y obedecía sus menores caprichos. Pero, como cuando era niña y jorobada, montaba en cólera con el —en privado y en público. Además no conocía el significado de la palabra lealtad y sin decirle nada a su marido Vincente le dijo al estudio que no quería que Minnelli la dirigiera en su próxima comedia musical, programada para ambos. Ni nunca, añadió definitiva.

Minnelli no se divorció de ella en esa ocasión, pero nunca hizo ella otra película siquiera tan buena como las tres que habían hecho juntos. Donde por otra parte y gracias al arte de Minnelli había dejado de ser una tortuga para ser un canario que canta canciones. Aún su logro considerable en
Nace una estrella
, más tarde en su vida, palidece al compararle con el trío triunfador. Lo que hizo después de hacer sus mejores películas con Minnelli fue actuar en un
remake
de una de las comedias clásicas del cine,
La tienda al doblar la esquina
, titulada ahora
En el viejo verano
—que sería verano pero no para ver y casi para no oír. Curiosamente en el reparto aparecía otro grande del cine diluido en alcohol, Buster Keaton. A quienes el cielo quiere destruir primero los hace estrellas.

La compañía constante de Garland era un miedo al fracaso, que era el miedo a caer despacio. En
Nace una estrella
estaba casada con una estrella del cine que se apaga, borracho y suicida, que al final por fin consigue lo único decente que podía hacer y, sobrio, se suicida en el vasto océano. La ironía poética es que aquí Garland hacía de esposa fiel y leal (¿recuerdan a Mrs. Minnelli?), mientras que en su otra escena, la vida,
ella
murió sentada en la taza en el inodoro de su casa, proceloso pero no el mar, no el mar.

Su vida sexual fue, para no variar, demente y sórdida. Pero, aparentemente, no tuvo vida fuera del sexo. El sexo, cualquier clase de sexo, fue su teatro, su escena y su único crítico —todo revuelto y mientras más impulsivo, revulsivo, mejor.

En una ocasión salió del teatro en Londres para meterse en su auto y sentarse al lado del chofer. Una vez que el auto arrancó trató de abrir la bragueta al chofer, que la rechazó violentamente. Pero al ver que en el asiento trasero viajaba uno de los asistentes de maquillaje, que era casi un travestí, saltó hacia él y comenzó a masturbarlo. El maquillista no protestó y se dejó hacer, pero toda la maniobra (nunca mejor venida la palabra) tenía un repelente desespero.

Comparada con ella Marilyn Monroe vivía entre algodones asépticos, como una versión rubia de Florence Nightingale: mitad misionera, mitad monja. Además Garland estaba tan desquiciada como para decir que le gustaba ¡el clima de Londres! «Es estimulante», decía. ¿Puede Londres ser considerada una anfetamina urbana? David Shipman revela la verdad de su amor por Londres: «quedaba a un océano y medio de sus acreedores». Cuando murió —en Londres, ¿dónde si no?— sólo tenía cuarenta y siete años de edad, pero «cuatro millones de dólares en deudas». ¿Dónde? En los USA, ¿en qué otra parte?

Nunca me gustó Judy Garland. Todavía no me gusta. Mucho menos después de leer su biografía reveladora que es a veces atractiva y otras veces, las más veces, repulsiva. De actriz niña había algo extraño en su cuerpo: tal vez Mayer no hizo su trabajo bien del todo. Como mujer había algo pegajoso en su cara que salía por debajo del maquillaje. Cierto que tenía una voz potente. Pero también la tenía Al Jolson y no creo que el blanco que tenía la cara negra fuera muy adorable que digamos: el betún era su maquillaje mejor. Judy Garland por otra parte, en su famosa escena con el jefe de estudio (Mayer tratando una vez más de enderezarla) en
Nace una estrella
, donde se la ve pintándose pecas pequeñas en su cara muy maquillada mientras combate las lágrimas por su marido muerto, me pareció terrible: terriblemente falsa. Otros piensan que estuvo grandiosa que rima con diosa. En esa arena movediza descansa su fama póstuma, ya que terminó sus días y sus noches en el teatro convertida en una cantante calva. Ahora un transformista hace su papel en su lugar como un doble grotesco: mitad canario, mitad loro. John Kobal,
fan
de Garland, tuvo razón en odiarlo en un impulso apenas póstumo.

Pero hay que decir que en el cine como en la vida Judy Garland estuvo siempre al borde de la extinción. Como la cinta que le envían a Mr. Phelps que se inmolará en «cinco segundos», su carrera fue una misión imposible. Louis B. Mayer, hacedor de estrellas extraordinario, falló desde el principio. Judy Garland nació en un baúl donde se jorobó y quedó jorobada en un baúl para siempre.

Cukor quiere decir azúcar

Una impronta suave marcaba en Hollywood a George Cukor como un director de mujeres: un sólo dolo. Otros directores (como el elegante y epiceno Mitchell Leisen o un Max Ophuls loco por la cámara o el titiritero de Marlene Dietrich, Joseph von Sternberg) merecían mejor este epíteto. Pero sólo Cukor sufrió la humillación de ser despedido a cajas templadas de su posición de maestro de ceremonias (aunque inceremoniosamente: ¡Qué palabra más larga!) en
Lo que el viento se llevó
, ese circo de diez pistas cuyo amo era el Barnum del momento, David O. Selznick. (Esa O del medio, apropiada, no significaba nada: era mero ruido de asombro.) Selznick quería a Cukor. La bella y encantadora Vivien Leigh necesitaba a Cukor más de lo que le hacía falta su nuevo marido, Laurence Olivier. Hasta Leslie Howard (el judío húngaro que fue en el film un caballero sureño) encontró a Cukor más necesario que a su maestro de acentos.

Pero (peor) Clark Gable, que antes había acordado que Cukor fuera su director, descubrió (un poco tarde: a tres semanas
dentro
de la filmación) que Cukor era homosexual. Cualquier mozo de estoques en Hollywood le habría evitado el choque de la noticia. Pero Gable, en la escena, durante una toma, delante de todo el equipo, mandó a parar la cámara para gritar: «¡No me voy dejar dirigir por un maricón! No soy el señuelo de un pato. ¡Quiero que me dirija un hombre de verdad!» Gable exigió de hecho un maestro de ceremonias viril. El bebedor, vividor, compañero de cacerías Victor Fleming sería ideal —y lo fue. Delante del
Viento
apareció, final, su firma.

A partir de ese momento Cukor se volvió el espíritu de la discreción —pero no los chismosos de la aldea y los traficantes en chismes.
Georgie
, decían, era un hombre capaz de acariciar a varias mujeres con la cámara al mismo tiempo, pero no de hacerles el amor, como era costumbre de los directores de pelo en pecho de rodillas ante un pubis profuso.

Cukor, un hombre que no se arredraba, tuvo su venganza: una cena (de las burlas) fría. Ese mismo año dirigió Mujeres, una película con un reparto todo de estrellas y ni un solo hombre entre ellas —excepto
darling Georgie
.
Mujeres
fue un enorme éxito de taquilla aún antes de que terminaran
Lo que el viento se llevó
. Pero Cukor no olvidó la humillación a manos de su antiguo amigo y nunca volvió a trabajar con Selznick. Aunque se llamaba a sí mismo, con suave escarnio, el hombre a quien echaron a patadas del espectáculo más grande del mundo, no lamía esa bota.

Es por supuesto debatible si Cukor era un director de mujeres (¿existe ese oficio?), pero sí era un hecho bien conocido que Cukor era homosexual. De acuerdo con una biografía exhaustiva, la vida sexual de Cukor era tan activa y promiscua como una obsesión privada. Aunque muchos de sus amantes eran ocasionales encontraban un nicho cómodo en sus películas. Cukor, por cierto, hasta fue a la cárcel por practicar la sodomía en público. Solamente el vilipendiado Louis B. Mayer lo salvó de que su función se hiciera conocida por el público. Si no, habría hecho el amor sin nombre entre las ruinas de su carrera. Clark Gable habría dicho: «¡Qué les dije!» (Por cierto persiste el rumor de que Cukor no conoció a Gable en la Metro sino en una casa
non sancta
sólo para varones en L. A.)

Las biografías autorizadas de figuras relatan a menudo sólo anécdotas amables. La biografía de un muerto es una biografía autorizada por otros medios: los labios como los ojos del difunto ya estarán cerrados —pero no los de los amigos y enemigos que lo sobrevivan. Los datos de la larga vida (New York 1899-Hollywood 1983) del difunto George Cukor tienen una maliciosa tendencia a convertirse en chismes. El chisme es, desde Herodoto, la reserva amoral de la historia. La biografía, como lo demostró temprano Plutarco, siempre paga tributo al dios del chisme. ¿O es que es una diosa? Llamémosla Chisma y sabremos por qué esta biografíase lee con tanta intimidad. Es el arte de la fascinación, naturalmente, pero gran parte de su atractivo emana, contra natura, de la tierra natural del chisme, llamada Hollywood. Lo prueba más de una biografía de las estrellas y aún esa repulsiva confesión sin par (ni nones),
No volverás a almorzar en este pueblo
, un emético mimético. Como cualquier película de Cukor,
Vida doble
, es siempre divertida, aunque no habla de una vida doble sino de la doble vida de un soltero obsesivo: un hombre que es siempre maníaco pero nunca depresivo.

Cukor fue un director de cine de distinguida versatilidad en una profesión, el cine, donde los versátiles duran más. Pero al revés de otros directores versátiles (Michael Curtiz, W. S. Van Dyke, Henry King), Cukor siempre atrajo al ojo crítico. Los otros rara vez lo lograron.
Casablanca
es un ejemplo. Es la película de más culto de todo el cine, pero casi nadie menciona a su director Curtiz, como si hubiera sido dirigida por Humphrey Bogart o, tal vez más mundano, por Claude Rains. Se habla de su guión (en el que todo el equipo escritor de la Warner puso un diálogo o dos), de la fotografía (como si Edeson hubiera inventado la cámara), de la música (en que las dos canciones principales,
As Time Goes by
y
Perfidia
, fueron compuestas años antes) y hasta se elogia el vestuario de Ingrid Bergman, como si lo hubiera comprado ella en el París de anteguerra. Pero, cosa curiosa, los mejores críticos de la obra de Cukor no son mujeres sino hombres. Suerte suya que Clark Gable no fuera un crítico —ni siquiera un escritor de gacetillas.

Cukor sin embargo permaneció durante toda su larga carrera (de
¿A qué precio Hollywood?
en 1932 a Ricas y famosas en 1981) como el intelectual de los directores populistas: una suerte, es un decir, de marxista burgués. Pero a veces algunos críticos lo tildaron de pelele de los grandes estudios —lo que parece peor que ser un pelele de los pequeños estudios. Es cierto que rara vez fue su propio dueño, pero hay simetrías singulares en su carrera. Desde sus primeras películas trabajó con Katharine Hepburn, estrella que brillaba en su firmamento fílmico y huésped perenne en su casa de Hollywood. Hubo sus más y sus menos pero hizo sus casi dos últimas películas con ella: la muy bien llamada
Amor entre las ruinas
y
El trigo verde
. (Trigo en inglés es
corn
, que como se sabe también quiere decir cursi.) Disfrutó de una rara intimidad con Garbo y, en la cumbre ambos, la dirigió en su mejor película,
La dama de las camelias
. Pero Cukor sufrió el estigma indeleble de terminar la carrera de Garbo con
Mujer de dos caras
, con la que nadie quiso cargar ni con una sola cara.

En persona George Cukor era modesto pero molesto, con un ingenio mordaz y muy generoso. Muchas de esas características personales se hicieron su marca de fábrica como director. Corto pero nada perezoso y miope y femenino había algo formidable en él —quizás su parecido con Selznick no era porque fueran judíos. Creo más bien que tenía que ver con su extraña boca, que le daba el aspecto de un Carlos Quinto de Hollywood: un emperador capaz de sobrevivir sus pompas fúnebres. Pero se podía ver en su perfil prognato la voluntad de mandar de un director —dictadores, grandes y pequeños, todos.

Lo conocí en 1970 en Hollywood y lo volví a ver en 1980, cuando dirigía una secuencia de su última película,
Ricas y famosas
(título que le venía tan bien) en el vestíbulo del hotel Algonquin en Nueva York. Durmió todo el tiempo en su esquina favorita —soñando tal vez con otro proyecto querido que nunca llegó a hacer. Era su unción
in extremis
. O la senilidad en el lugar que antes ocupaba la creación. Los directores viejos nunca mueren: simplemente hacen, como al terminar la película, un
fade-out
—que quiere decir cierra en negro.

«Yo tengo un amigo muerto

que suele venirme a ver.»

JOSÉ MARTÍ

Retrato del artista como coleccionista

Conocí a John Kobal en un cine. Ocurrió en 1971 cuando Miriam Gómez y yo fuimos a una proyección privada de
Tres camaradas
en el National Film Theatre. Nos invitó el difunto Carlos Clarens, fanático del cine y crítico que conocí en La Habana en 1954 a través de Néstor Almendros. Dije fanático del cine primero y luego crítico porque es lo que habíamos sido, lo que éramos.

John era un hombre muy alto (de más de dos metros) y bien parecido, tanto que pensé que era un actor americano. En realidad había sido actor y era canadiense y su verdadero nombre era Ivan Kabaoly. Estos datos, junto con su edad, los ocultaba John celosamente. Cuando niño su familia había emigrado a Canadá y ahora vivía en Londres. Era de veras un extranjero en todas partes o, si se prefiere, un cosmopolita. Carlos Clarens era ya su amigo y los cuatro éramos ahora cuatro emigrados que cruzaban el puente de Waterloo, siempre llamado por nosotros
El puente de Waterloo
, en recuerdo de Vivien Leigh que hacía la calle y moría en el puente. John, Carlos y yo éramos presa de la fiebre del film, siempre llamado película. Poco después John se hizo rico con el cine.

Siempre insomne, John solía pasar las noches jugando un juego de cartas postales al arrojar de la cama fotos de sus estrellas favoritas para ver quién caía encima de quién. Unas veces Joan Crawford tapaba a Bette Davis, otras veces Bette Davis cubría a Hedy Lamarr (a quien John consideraba la mujer más bella del cine) y otras veces todavía venía arriba Margaret Sullavan, que era una de sus favoritas. Todas eran sus favoritas y las había conocido a todas en el cine, en persona, y en personaje de fotografía.

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