Esta escena es maestra no sólo porque Welles actúa en ella, sino porque está en ella Bonanova: no había otro Matisti posible. Ojalá que pueda yo persuadirlos y vean mi punto de vista en la pantalla.
Una cosa más. El Cristóbal Colón de Fortunio Bonanova no descubre América —descubre a Cuba.
Es un nombre de villancicos, de mañanitas y de
jingles
: es un nombre de Nochebuena, de Navidad, de centenario del cine y propio de esa tierra de fantasías, Hollywood, poblada por los mejores actores secundarios de nunca jamás. Entre ellos Fortunio Bonanova. No hay nombre propio más apropiado a la Navidad que Fortunio Bonanova:
jingle bell, jingle name
. Yo que conocí el infortunio conocí también a Fortunio Bonanova, aún como seudónimo. Pero me hubiera gustado más conocer a Fortunio Bonanova en persona. Debió de ser tan feliz como Plácido Domingo: hombres alegres con nombres sonoros como campanas. Cosa curiosa, Bonanova también era cantante de ópera y español —y cantaba, en español, en la ducha. Ducha suya, dicha nuestra.
Con José Luis Rubio, crítico musical del ABC, que sabe más de música española que Falla pero nunca falla (aunque esta vez falló: fallamos los dos), planeamos hacer un homenaje más que merecido a Bonanova. Hubiera sido una buena nueva para Bonanova aunque estuviera ya bastante difunto. Pero (esa palabra, pero, que rima con cero, echa a perder los mejores planes) hubo una discrepancia seria en cuanto al año de nacimiento de Bonanova. La
Enciclopedia Katz
, que es la biblia de los laicos del cine, decía que había nacido en Palma de Mallorca. Lo que por su nombre era incuestionable, indudable lugar de nacimiento. Pero (otra vez pero)
Katz
decía que ocurrió en 1893. En España (donde saben cuándo Colón descubrió a América pero no podían decidir algo tan próximo como 1893) hubo autoridades que decían que Bonanova nació en 1894 o 1895. Esto en balística se llama tirar por aproximación, pero nosotros, los homenajeantes, queríamos ir a tiro seguro. Resultado: el homenaje resultó un ojo ajado —y nadie festejó el centenario de tal buena ventura. Pero, si ustedes quieren, y quieren un novísimo Fortunio, vamos a considerar este año, al terminar, la fiesta de Fortunio. (Hay que decir que de joven, en Mallorca, perteneció al cenáculo en que brilló un imberbe argentino llamado Borges).
Graduado de derecho en Madrid, estuvo en el Real Conservatorio y luego en el conservatorio parisién. A los 17 años inicia su carrera en la ópera no como Carreras, que es tenor, sino como barítono. Aparece en la Ópera de París y reaparece por toda Sudamérica. Pero poco después, a los 21 años, encuentra su vocación y produce, dirige y protagoniza una versión de Don Juan para el cine. Llega luego (¿cómo llegó?) a Broadway y hace su debut con la gran Katharine Cornell. Sabiendo que no se puede debutar en Broadway con la gran Katharina más que una vez en la vida, se va a Hollywood y hace
Tropical Holiday
en 1932. Sin embargo, desaparece de los repartos para reaparecer glorioso en ¡
Ciudadano Kane
! Donde es, prodigio, el único actor capaz de robar escenas al mismo mimo Orson Welles, que es el diablo y sabe más que el diablo dónde se pone la cámara.
Aunque es memorable —Fortunio es siempre memorable, aún en películas que no merecían su talento— en
Por quién doblan las campanas
,
Cinco tumbas al Cairo
(para Billy Wilder), en
Double Indemnity
(también para Wilder),
Going My Way
,
El fugitivo
(para John Ford),
Whirlpool
(para Otto Preminger),
La luna es azul
(también para Preminger: un Otto que vale por ocho), y su obra maestra como secundario inmortal es en
El beso mortal
, para Robert Aldrich y para la memoria del cine. Es el viejo barítono que ama tanto la ópera que hace dúo al disco que oye. Cuando el cruel Mike Hammer quiere sacar algo de él (como una dirección vital) no tiene, para torturarlo, más que romperle un disco. De su colección. De Caruso. Pieza de coleccionista. El gran Bonanova exclama antes de recibir la visita del mal en nombre del bien: «¡El gran caruso!», en español.
Su aparición realmente única ocurre en
Ciudadano Kane
, como el maestro de canto contratado por ese mismo magnate mordaz para que enseñe a cantar ópera a su amante. Pero Bonanova ama más el canto, que para él es siempre
bel canto
.
Kane todopoderoso, Orson el actor, Welles el director han desaparecido. El desastre de la señora Kane en su noche en la ópera es el triunfo de Fortunio Bonanova y es en estas secuencias centrales de
Ciudadano Kane
tan memorable como Orson Welles y su panoplia histriónica. ¿No es eso, como dice Shakespeare, un golpe de gracia, un golpe palpable? Un fortunato bonanovaso. Creo que sí, claro que sí. Es la única vez que alguien hizo sombra al sol de Orson.
Su momento más maestro sucederá cinco años más tarde, en 1945, en
Where Do We Go from Here (¿Adónde iremos de aquí?),
que fue su canto del cine. Es un film de historias sobre la historia. Pero la única parte de arte es el momento en que Cristóbal Colón encuentra su némesis marina: un motín a bordo. La música es de Kurt Weill, la letra es de Ira Gershwin, pero quien se lleva la mejor parte es, por supuesto, Fortunio Bonanova, cantando y actuando en el papel (casi mojado) de Colón. Es,
tiene
que ser, el mejor Colón del cine. Fortunio no hace de Colón, es Colón y Bonanova canta que encanta.
Llevé este fragmento fantástico al exclusivo festival de cine de Telluride, en Colorado —y fue el éxito de la mostra. Tuve que repetirlo cinco veces cinco a un público de cineastas, actores y conocedores. Este fue el momento maravilloso de Fortunio Bonanova, que canta y encanta más allá de la muerte pero no del olvido. Dentro de unos segundos lo volveré a exhibir, gratis, a mis lectores. Para que oigan su voz de barítono a bordo de la carabela llamada
Inmortalidad
.
Cuando surgió María Félix en el mes de abril era, como Afrodita, ya una mujer hecha. Uno de los dones de la Félix es que siempre fue una mujer: nunca nadie la recuerda como una muchacha o una adolescente alta. Aun las otras diosas del cine, versiones de Venus, venidas entre ondas de celuloide, como Greta Garbo o Marlene Dietrich, jamás fueron mujeres completas. La Garbo, años después de su bautizo mítico, era en
Gran Hotel
, por ejemplo, una temblorosa niña neurótica,
ballerina
patética. La Dietrich en su dudoso debut decisivo en
El ángel azul
era una púber pervertida. Pero María Félix fue siempre muy mujer. Hasta los manuales de cine americanos la califican de «actriz mexicana de fuerte carácter». Dije libros americanos y podía haber dicho historias inglesas y es que ni en Hollywood ni en otras partes del mundo anglosajón pudieron comprender la personalidad de María Félix. Ella no era una malcriada versión mexicana de la fierecilla domada ni una bella máscara hierática y helada bajo la piel cobriza ni una india pasiva y apática. Para no mencionar más que a tres estrellas internacionales mexicanas, hay que compararlas diciendo que María fue siempre su propia ama, la doña, y su carácter no le permitía jamás descender a la mera moza sumisa. Años antes del
Women's Lib
, de moda ahora, María Félix no sólo era una mujer liberada sino dueña de su destino —y, a veces, del destino de los hombres que se atrevían a cruzar su camino en el cine. Dije la doña al pasar pero muchos mexicanos la llaman siempre La Doña.
En sus películas mandaba a menudo, de mala manera a veces. En
Doña Bárbara
dio cuerpo hermoso y definido al personaje de cartón de Rómulo Gallegos. En otra película era el ama absoluta. Aún en otra, cuando se consideraba traicionada por el hombre que amaba, rechazaba su regreso contrito con una declaración: «¡Ahora seré Doña Diabla!». Hay que decir que en todas estas apariciones María Félix fue siempre una mujer joven y bella, una criatura fascinante no sólo por su misterio secreto sino por sus revelaciones: su cara y su carácter mostraban el rostro de una diosa implacable, como la Diana que al ser sorprendida en su baño del bosque por un incauto cazador de imágenes, mata al mirón con sus propios perros, pero la orden de matar es dada por la divinidad desnuda. María Félix era de temer y aún enamorada su amor era tan terrible como su odio y los celos hacían de Otelo un moro moroso.
La mención del celoso cauto, engañado no por su mujer sino por su hombre de confianza, es un paralelo apto. Aunque el mismo Shakespeare declara que «el clamor venenoso de una mujer celosa es ponzoña más mortal que un diente de can con rabia», de alguna manera los celos de María Félix siempre fueron, a la mexicana, muy machos. Cuando se piensa en las dos otras mujeres verdaderamente bellas que ha visto el siglo, María Félix es la única que abandonada en una isla desierta sería una real Robinsona, capaz no sólo de sobrevivir y de reconstruir su civilización con dedicada, delicada minuciosidad, sino también de rechazar a Viernes por superfluo y exterminar a todos los caníbales con su odio destructor. Uno piensa en una belleza similar y singular, esa Hedy Lamarr de dos culturas, de óvalo perfecto, pálida piel y pelo negro partido al medio para acentuar la simetría con un centro absoluto. Pero sus hermosos ojos son azules, incapaces del fuego y el fervor de la Félix. La Lamarr habría sido violada por Viernes y devorada por los antropófagos regalados con esa delicadeza de Viena. Marlene Dietrich, que tenía una voluntad erótica en
El ángel azul
, y un temperamento tórrido en
Destry Rides Again
, a pesar de su sonrisa sardónica, rictus rubio, fue reducida por Von Sternberg a mero adorno: un objeto singular y sugestivo, capaz de todas las versiones y perversiones de una pasión, pero cuando conocí a Marlene Dietrich en 1957, en público, aunque se veía de una belleza que no pasa, voluntariamente se subordinó a Von Sternberg, su descubridor, su maestro constructor y mostró que Von Sternberg no mentía: él había inventado a Marlene, mujer y mito. Ella parecía casi la muñeca animada por una mezcla de los inventores vesánicos Spalanzani y Coppelius, bella pero dependiente y su famosa exclamación durante una filmación infeliz fue hecha medio en serio, medio en broma y sin embargo conmovía: «
Joe, where are you?
», clamando por un Joseph von Sternberg ausente. ¿Alguien puede imaginarse a María Félix suplicando «Indio, ¿dónde estás?», pidiendo el atroz regreso de un Emilio Fernández, repleto de tacos y tequila? Si a alguno le parece excesiva esta comparación, reducida a tres estrellas del cine, es porque aparte de (por orden de edad) Greta Garbo, Marlene Dietrich y Hedy Lamarr, no encuentro otras bellezas de la pantalla del tamaño de María Félix. Parodiando a la Norma Desmond (Gloria Swanson) de
El ocaso de una estrella
y viendo tantas estrellitas en la pequeña pantalla de la televisión hay que decir: «No es que la pantalla haya reducido a las estrellas. Es que antes las estrellas eran grandes». María Félix, no hay que olvidarlo, es grande entre las grandes.
Su belleza era original. Aunque ha habido muchos facsímiles, María Félix, cuando surgió, no se parecía a nadie. Se podía esperar su suave piel morena, pero no su cara larga y sin embargo simétrica y fijada por la barbilla perfecta. No era una cara ancha, toda pómulos pero los pómulos útiles y altos estaban ahí para enmarcar con las cejas de acento circunflejo sus grandes ojos negros. La boca no era una boca mexicana sino de labios largos, casi rectos y llenos, como los labios de un maniquí. Toda ella no era la esperada máscara azteca de Ciudad México o de un museo antropológico. Al contrario su belleza no podía ser más original. No se puede explicar diciendo que así son las mujeres del Norte: María Félix nació en Sonora. Sería como decir que Greta Garbo adquirió su belleza por nacer en Suecia. He visto muchas suecas, muchas actrices suecas y ninguna entre ellas, ni siquiera Ingrid Bergman, se acerca a Greta Garbo en esa combinación de belleza que es una máscara de misterio —detrás de la cual se esconde un enigma. María Félix, morena, es esa clase de belleza. Sólo una belleza del cine esconde para mí mayor placer y se llama Louise Brooks. Pero la Brooks es un misterio evidente: su cara esconde lo que exhibe: la más inmediata realidad del animal debajo de la apariencia sociable: la seda, el pelo peinado a lo paje equívoco, la boca decididamente unívoca: detrás de esa máscara transparente está la voz del sexo. Louise Brooks es el sexo: desnudo, directo, perverso. En María Félix no se encuentra necesariamente el sexo, sino una bestia civilizada pero no domada que aflora a la superficie en sus tratos —comerciales, de amor, de parentesco— como un animal social pero peligroso.
Todo eso hace de María Félix una original. Ella es su propio canon de belleza y sólo es posible compararle consigo misma. Su
gestalt
se descompone en la larga cabellera en ondas, la barbilla partida y los ojos en los que baila una llama: la danza del fuego fatuo: está ahí brillando viva, ya no está, ahí reaparece. Pocos ojos del cine consiguen ese resplandor visible aún en las fotos fijas. Pienso en la joven Vivien Leigh, en Susan Hayward y a veces en Silvana Mangano. Vivien Leigh adquirió esa mirada en una neurosis profunda, Susan Hayward y la primera Silvana Mangano parecieron epígonos de María Félix. Los hubo a montones en el cine mexicano, en actrices bellas como María Elena Marqués y Elsa Aguirre: ninguna habría sido posible de no haber existido el original de María Félix. Hasta las ondas de la bellísima Elsa Aguirre surgían de la cabeza de la Félix. Es posible que Silvana Mangano, momentáneamente, supiera quién era María Félix y enamorada de la belleza femenina decidiera imitarla. Podría haber duda de si Susan Hayward copiaba en sus rizos rojos y aire indomable a la Félix. Al argumento de que Susan Hayward estaba en el cine mucho antes de que surgiera María, se puede oponer que Joan Crawford, por ejemplo, estaba en el cine antes que Hedy Lamarr y eso no le impidió copiarla en un período de su carrera. Igualmente Vivien Leigh imitó el pelo de ala de cuervo partido al medio y las ondas negras que caían alrededor de la cara menos perfecta que la imitada de Hedy Lamarr. Pero una imitación perfectamente verificable de una de las mujeres más bellas de Hollywood y una gran estrella durante décadas, que siguió en el cine después del retiro de María Félix. Esta imitadora se llama Ava Gardner.