A pesar de la presencia de Astaire mis ojos del cine me llevan siempre de sus pies a las piernas de Cyd Charisse, peligrosas por perfectas; a la cadera sinuosa y a la espalda erótica y a su término de nuca-nuca de Ginger Rogers, la única rubia que baila; a la frigidez cadavérica que promete un deshielo necrofílico de Lucille Bremer; a la melena cálida y móvil como con vida propia, a la alegría de piernas a labios rientes y al atractivo animal de Rita Hayworth; al cuello de cisne y a la boca gráfica y a los ojos de moda muda de Audrey Hepburn. Esa pentarquía que gobierna toda mirada masculina se continúa hoy en las musculosas mujeres de Bob Fosse, todas hembras con hambre de hombre que baile, en
All That Jazz
, donde el coreógrafo es el héroe no el bailarín. Esas muchachas maravillosas redimen una película fracasada en más de un sentido aunque no en el sentido musical: las bellas que bailan alcanzan una suerte de triunfo de la carne coreografiada sobre el espíritu pretencioso y vacío: la física interrumpe con su felicidad carnal a la mala metafísica. Todas esas mujeres mencionadas son una sola mujer que baila por último en esa Audrey Hepburn de color de
Fama
, curiosa cruza de cubana y de puertorriqueña en Nueva York, como la salsa, ella llamada Coco, llamada Irene Cara, pero, en realidad, llamada Terpsícore, esa diosa de la danza que encarna en cada comedianta musical. Son todas ellas inolvidables porque la musa es hija de Mnemosíne y Mnemosine, no lo olvido, es la diosa de la memoria.
La comedia musical es el único género cinemático que nació para la felicidad —o al menos para hacernos felices. Pero el
musical
, como todos los géneros del cine, siempre ha estado en crisis. Una película puede fracasar que la siguiente quizás sea un éxito y hay películas que son un fracaso inicial y luego se hacen éxito, como
Bonnie and Clyde
. Pero los géneros (ya sea el Oeste o la comedia musical o las películas de gángsters) tienen que demostrar cada día que existen y para existir deben tener un éxito tras otro, para poder seguir existiendo —es decir, haciéndose en películas. Michael Cimino con
Las puertas del cielo
parece haber cerrado tras sí, con un portazo que rima con fracaso, las trepidantes puertas del oeste. Francis Coppola con todos sus
Padrinos
abrió una puerta grande al decadente cine de violencia mafiosa.
Pero con
One From the Heart
ha ayudado a que el
musical
en vez de estar en crisis haya entrado en agonía. John Huston con su megalómana
Annie
(una ballena a colores del cine), el
musical
más costoso de todos los tiempos, con 43 millones de dólares de presupuesto declarado y 52 millones efectivos gastados en una película que se limita a hacer todo cada vez más grande, no más grandioso, para aplastar con sus pretensiones a lo que era una grata comedia musical con menores encantadores (al menos fue así como la vi en escena en Londres), y convertirla en una película con niños que parece producida por Herodes.
Pero el musical se ha movido siempre con el péndulo del éxito sobre el pozo del fracaso. Vincente Minnelli (para mí el más notable director de comedias musicales) debuta con un éxito,
Una cabaña en las nubes
, celebrada por la crítica y comprada por el público, se continúa con un éxito de taquilla:
Las Follies de Ziegfeld
, y tras el estruendoso éxito de
Meet Me in St. Louis (La rueda de la fortuna)
realiza
Yolanda y el ladrón
, una película tan fresca como la bella Lucille Bremer, que la protagoniza, que es un ruidoso fracaso universal. Tal vez la clave de esta primera caída del joven Minnelli está en haber escogido para el papel del ladrón al bailarín que menos podía parecerlo, Fred Astaire. Sin embargo la presencia de Gene Kelly junto a Judy Garland, uno y otra más exitosos que nunca, no convirtió en un éxito de taquilla ni de crítica (los críticos siempre se equivocan) a una de las obras maestras del cine musical,
El Pirata
. Esta deliciosa comedia a lo Goldoni tenía además canciones tal vez
demasiado
originales. Cole Porter, que es uno de los grandes compositores del cine y del teatro americanos, quiso olvidar sus increíbles dotes de melodista para entrar mejor en el espíritu de la farsa furiosa. Si me dieran a escoger cinco comedias musicales para llevarme los vídeos conmigo a una isla desierta (tendría, claro, que llevarme una máquina de vídeo y un televisor y corriente eléctrica y agua corriente y a Miriam Gómez —y la isla dejaría ya de estar desierta) escogería sin ninguna duda a
El Pirata
—aunque no soy precisamente fanático de Judy Garland. Es más creo que fue ella quien determinó el fracaso final de
Nace una Estrella
a la que convirtió en
Nace una Histérica
. Tal vez la culpa fuera de George Cukor, quien a pesar de su éxito en
My Fair Lady
nunca pudo manejar bien la comedia musical, género que requiere un espíritu boyante, flamboyante como el de Minnelli o Stanley Donen.
En
My Fair Lady
, con la pieza de Bernard Shaw como sólida estructura de comedia, la letra de Alan Jay Lerner y la música de Loewe (no confundirlo con el peletero español del mismo nombre), la coreografía de Hermes Pan (recuerden que éste fue el brillante coreógrafo que ayudó a Fred Astaire en sus trajines de
tap
y de danza, aunque hoy Hermes Pan diga menos que Herpes Dos) y el vestuario de Cecil Beaton: con todos esos ases en la manga, Cukor hizo una película como la obra y la comedia musical teatrales, totalmente verbal. A mí me habría gustado, por ejemplo, presenciar la educación de Eliza Doolittle para la vida, para la sociedad, para la urbanidad en una palabra —o mejor en muchos movimientos. Si
My Fair Lady
hubiera estado dirigida por Minnelli hubiéramos visto, estoy seguro, esta metamorfosis de la larva que se hace espléndida mariposa. Como ocurre en
Gigi
con Leslie Caron, una estrella de cine que no tiene nada que hacer en belleza, elegancia y
savoir faire
al lado de Audrey Hepburn. Aunque Audrey Hepburn en pleno apogeo no puede evitar que
Funny Face
, de Stanley Donen, fuera un ruidoso fracaso de público. Puro perigeo,
Funny Face (Una cara con ángel)
con un Fred Astaire al aire como una cana, pero al que ya hay que retratar con foco suave y una Audrey Hepburn versátil, vibrátil, es uno de los
musicales
más hermosos visualmente hablando que se han hecho y tiene una partitura toda llena de melodías y de música de alas de George Gershwin. Sin embargo nada ni nadie la salvó del fracaso apenas atenuado por la crítica. La cara tendría ángel pero la película, a pesar de Astaire, se movió con pies de plomo para el público.
Lo mismo había ocurrido antes a Minnelli con Fred Astaire otra vez, y Cyd Charisse desplegando las piernas más sinuosas, suntuosas del cine musical en
The Band Wagon
, que es uno de mis films favoritos —y parece que lo fue de nadie más. Esta
Melodía de Broadway
de 1955, que se llamó en América
Brindis al amor
y fue estrenada en Cuba en 1955, ocasión en que cubrí de elogios y ditirambos a ambos y duró tres días en la cartelera habanera. Así era yo de persuasivo entonces.
Cuando Stanley Donen dirigió
Funny Face
no era un recién venido. Donen había debutado como director en
On the Town
junto a Gene Kelly, una de las películas realmente innovadoras del cine musical (junto con
Meet Me in St. Louis
, a la que Gene Kelly atribuye el primer paso de baile de la era musical moderna), y de enorme éxito de público. Después del paso en falso de
Boda Real
, Donen se recuperó con creces en
Cantando bajo la lluvia
la comedia musical más exitosa de todos los tiempos, película que ilustra con puras imágenes
pop
el axioma primero y último del cine musical: la búsqueda (y el encuentro) de la felicidad. Donen sabía como nadie poner en práctica el viejo adagio griego que declara que la felicidad consiste en saber unir el fin con el principio —por poder. Pero, como dice la canción carioca, «Felicidad es una quimera». En el cine la felicidad es un sueño y, a veces, una pesadilla. En Hollywood ese mal sueño tiene nombre y se llama fracaso.
La unanimidad de los extraños ante la comedia musical como el arte americano por excelencia (yo me inclinaría a pensar que el Oeste es este arte: la prueba es lo a menudo que Hollywood extrae el oro de sus
musicals
de la gran mina que es Broadway) es sorprendente y tiene a tan distintos, distinguidos encomiastas como Nikita Khuschev, que hizo su alabanza ante Benny Goodman en Moscú y después, de visita en Hollywood, pidió ver la filmación de
Cancán
—para opinar, crítico, que esas mujeres tan, tan desnudas eran el producto de la degeneración capitalista. ¿Qué habría dicho de haber ido al rodaje, de
Hair
este calvo Nikita que tampoco tenía pelos en la lengua? Los
hippies
después de todo eran nietos de Marx. André Malraux, al visitar Nueva York, propuso al
musical
para elevarlo al panteón del arte americano. Alain Resnais ha declarado a menudo que siempre quiso dirigir un
musical
francés. Pero haciendo una mueca hacia Demy, añadió: «En Hollywood». Me temo que este
musical
del autor de
El año pasado en Marienbad
sería una tragedia musical, bajo el título de
Hollywood, mon amour
. Balanchine, coreógrafo y esteta, dijo una vez que el mejor bailarín americano se llamaba Fred Astaire. Le siguieron por esa vía voluptuosa del zapateo y el arrastre con bastón y chistera, del deslice, y el desliz coreográfico, Nureiev y Barishnikov: «Fred Astaire», dijeron a dúo, «es el bailarín del siglo». Como Nijinski pero mejor que Nijinski porque es un bailarín popular, con temas populares en un arte popular. Toda esta excelencia no ha salvado a Astaire del fracaso —con su público precisamente. En sucesión sus fracasos, sus fiascos casi con
The Barkleys of Broadway
,
The Band Wagon
,
Funny Face
,
Silk Stockings
y
Finian's Rainbow
—todas juntas, creo, tienen un nivel de calidad excesivo. ¿Será que Fred Astaire, como el Tony Hunter en
Melodía de Broadway
de 1955, es veneno para la taquilla? Ahí he puesto cinco interrogaciones cinco, sucesivas, que ustedes no pueden oír, porque me niego a creer que el primer artista de un género (que él mismo concibe como eminentemente popular) puede ayudar a acabar con sus días —y lo que es más terrible, con sus noches.
Pero no es sólo Stanley Donen quien ha fracasado dos veces con Astaire (en
Royal Wedding
y luego en
Funny Face
, una verdadera obra maestra, la otra una mediocridad: pero el cine está lleno de mediocridades con éxito) sino también Rouben Mamoulian, el mismo que a principio del cine hablado, consiguió una de sus
masterpieces
,
Love Me Tonight
. Mamoulian y Astaire se encontraron en
Silk Stockings
, que tenía ya un personaje de éxito, la Ninotchka creada por Lubitsch para hacer reír a Greta Garbo (y a mí y a usted) y música de Cole Porter, con ese ritmo de vago beguine que él supo hacer tan suyo. Rouben Mamoulian, uno de los ojos más abiertos del cine, consiguió eso que todo el cine alemán y parte del cine francés siempre quiso componer: la sinfonía de la ciudad. En
Love Me Tonight
, a pesar de la execrable Jeanette McDonald (conocida en Hollywood como la
Calandria de Cromo
) y con la gracia gruesa de Chevalier, Mamoulian se permitió otra audacia, otro lujo formal: la tonada-secuencia. Pocas veces en el cine se unieron la música y la fotografía y el montaje para crear un momento musical con imagen y melodía. Ese mismo, Mamoulian, después de diez años de retiro, regresó al cine lleno de entusiasmo —no se sabe si por las piernas de Astaire o de Cyd Charisse.
Silk Stockings
tiene un momento en que el ojo de la cámara (y mi ojo y el suyo, si es tuerto), se queda en el cuarto de hotel de Cyd Charisse, donde realiza ella un strip-tease a la inversa: las piernas más voluptuosas de la comedia musical (un género en que como en el poema de Drummond de Andrade a menudo sólo hay «piernas, piernas, piernas»: las extremidades se tocan o hacen como que se dejan) se visten de seda, mientras Cyd canta y encanta. ¡Ah el cantar de la mía Cyd! Este esplendor de música, imagen y piernas es el número titulado
Satin and Silk
, satén y seda…, y oír luego de fondo tenue y perturbador
I've Got You Under My Skin
, en que el roce de seda sea como una suave sarna sentimental: la comezón de todo el año. Y esto, todo esto, señores del jurado —fracasó con el público que debía haber amado las piernas sedosas de Cyd en un fetichismo feliz. El único atenuante es que estaba también aquí Fred Astaire. Pero una comedia musical de Fred Astaire (y ya conocen ustedes el género al paño) sin Fred Astaire es como poner en escena a
Hamlet
sin el príncipe de Dinamarca. Se puede hacer, se ha hecho, pero uno siente siempre que falta algo, no sé qué, la esencia, sobre todo a la hora del
To be or not to be
o cuando vienen ese bastón y esa chistera y aparecen los zapatos de charol y alguien tararea
Putting on the Ritz
y una voz de timbre, dice: «Señor Astaire, acuda al
set
del vestíbulo».
No hay nada nuevo bajo el sol, ni siquiera bajo un eclipse: el fracaso es tan viejo como el éxito y lo que es éxito en español en inglés no es más que la salida a la que se añadió un cero —EXIT 0. Ante el éxito de
Love Me Tonight
de Rouben Mamoulian no podía haber otro triunfo
Tonight
sin Mamoulian. Sin embargo usando los mismos compositores de
Love Me Tonight
, Richard Rodgers y Lorenz Hart, y además intensificando un artificio usado ya aquí (los parlamentos rimados) se procedió a contratar no a Mamoulian, como sería lógico, sino a Lewis Milestone. Después del éxito mundial de
Sin novedad en el frente
y del éxito local de
The Front Page
, en que ese ruso asimilado llamado Lev Milshtein fue capaz de manejar diálogos tan americanos como una primera plana tabloide o de poner en remojo la menuda, pero ansiosa anatomía de Joan Crawford en
Rain
, en la que le caía a la futura presidenta de la Pepsi-Cola toda la lluvia del Pacífico mientras ella cantaba como en la ducha y lloraba de vez en cuando y secaba lágrimas y agua y, como Melisa, doraba sus cabellos al sol de una bombilla polinesia —para lujuria religiosa de Walter Huston, pastor de agua. Si eso hizo Lewis Milestone entonces éste es nuestro hombre en Nirvana para salvar la carrera de Al Jolson, a quien, como se sabe, todos debemos esto que se llama
the talkies
: el cine hablado pero, sobre todo, cantado, cantando, encantando.