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Authors: Guillermo Cabrera Infante

Tags: #Ensayo, Referencia, Otros

Cine o sardina (8 page)

Ése fue el testimonio de un pintor que nació con el cine hablado. Ahora habla un arquitecto español cuya obsesión era la imagen de Humphrey Bogart. Vestía como Bogart, fumaba cigarrillo tras cigarrillo como Bogart, trataba a las mujeres como Bogart: duro y al cuerpo. Lo único que le faltaba era la voz de Bogart: el actor no hablaba español. Cuando supo de una retrospectiva americana de Bogart (era la primera vez que exhibían todas su películas juntas), compró un billete de avión, voló a Manhattan y del aeropuerto fue al cine New Yorker, donde ocurría la vida, pasión y muerte de H.B. Nuestro arquitecto (es una manera de decir) se sentó en su luneta, miró a la pantalla y vio arriba a Humphrey Bogart en sombras yen sonido. Al momento quedó extático por el rechazo. ¿Era esa voz gangosa, nasal y con un ceceo atroz la voz de
Humphrey Bogart
? ¡No podía ser! Pensó que se trataba de un fallo mecánico. Seguramente esta copia estaría defectuosa: algo pasaba con el sonido. Salió del cine corriendo, corrido. Decidió volver al día siguiente. Cuando lo visitó de nuevo el espectro de Bogart hablando con acento de Brooklyn (Bogart, entre paréntesis, habló siempre con acento) le temblaban las piernas y creía que era el edificio que se venía abajo. Esa misma tarde tomó el avión de regreso a Madrid y no volvió a tratar de parecerse a Bogart, al que había llegado en su intimidad a llamar Bogey.

Al conocer años más tarde al arquitecto cansado de Bogart por otros mares de locura me contó su aventura americana. Le dije que esa voz que consideraba atroz era no sólo tan genuina como el actor sino que era la característica mayor de Humphrey Bogart después de sus ojos. Sus imitadores podían llevar sólo un sombrero de fieltro y una trinchera usada y hablar con ese ceceo silbante y esa nasalidad odiosa o amorosa —y ya conseguían, si no ser, por lo menos parecerse a Bogart. Le informé que en Inglaterra transmitían por radio un anuncio que, sin identificar a Bogart, anunciaba con eficacia la voz a un restaurante más o menos marroquí. Bogart era su voz o no era. En España evidentemente Bogart no era Bogart. Era un ersatz, similor, diamante de diamanté.

El doblaje además se usaba para desvirtuar no sólo las voces. Todo el mundo conoce el caso de
Mogambo
, en que el imposible adulterio original se convirtió en incesto perfecto, gracias a varias voces desencajadas y al arte narrativo de la censura franquista capaz de dar envidia a Balzac. Todo estaba hecho con espejos orales. Pero hay un ejemplo reciente que pocos conocen. Tarde en la noche en el cuarto de un hotel de Madrid donde todo aburrimiento había hecho su habitación encendí el televisor, cíclope en su cueva. Pasaban como por casualidad
El dulce olor del éxito
. En esta película Tony Curtis, que trajinaba servil para el vil Burt Lancaster, calumniaba en la prensa de Nueva York al novio de la hermana de Lancaster, cuya pasión incestuosa era la araña de la trama. En el original Curtis llamaba al renuente Romeo, que era un
jazzman
, con los epítetos épicos de drogómano, mal músico y comunista. En la versión doblada el pobre calumniado seguía siendo mariguano y mal músico ¡pero había desaparecido el carnet del partido! ¿Quién blanqueó al músico rojo? Cualquiera sabe. Pero el que sabe sabe que el membrete estaba ahí antes en la banda sonora.

Hablando de bandas sonoras se puede encontrar tal vez al culpable. El doblaje para acomodar al español polisilábico los monosilábicos labios en inglés debe hacer maromas, cabriolas y saltos morales. Así el diálogo original no es nunca el verdadero y el esperante espectador español tiene que acomodarse a lo que ofrecen los traductores que desesperan de alcanzar al inglés más allá del
yes
. Por otra parte las películas americanas (y también las inglesas) están hechas con una técnica minuciosa que desde los primeros años del cine hablado presta una gran atención a la banda sonora. No sólo a lo que se habla sino a todo lo que se oye. Esto incluye al sonido ambiente, a los efectos sonoros y a la música. Casi siempre el doblaje (que debiera llamarse mejor doblez), al acomodar las voces, destruye el resto de la banda sonora y lo que se oye es una reconstrucción hecha con escasos medios técnicos y a la carrera. Ahora, con las películas dobladas para la televisión, esos crímenes que se cometen en nombre del español (y, ¿por qué no decirlo?, también del catalán) llegan a sustituir toda la música original y he oído oestes ¡con Chaikovski de fondo! Patético.

No es que el doblaje pueda servir como he dicho a una forma obsoleta de censura, sino que el mismo doblaje es una forma de censura.

Es una muestra de ignorancia o un
canard
de celuloide decir que el doblaje se inició en Hollywood a fines de los años veinte. Lo que comenzó con el cine hablado fue la doble versión. Es decir, determinada película (
Drácula
, por ejemplo, con Bela Lugosi hablando su imitado, inimitable inglés y Carlos Villanías hablando español) tenía un reparto americano y al mismo tiempo se filmaba a un reparto español, en la mayoría de los casos sudamericano en los mismos papeles. Que éste es un método de filmación válido y de valor se ve bien claro en una obra maestra,
Lola Montes
. Max Ophuls filmó tres veces el mismo guión pero en diferentes idiomas. Martine Carol, doblada al alemán o al inglés, no hacía sufrir a las versiones simultáneas. La película por otra parte tenía en su reparto privilegiado a actores como Peter Ustinov, Oscar Werner y Anton Walbrook que eran perfectamente ¡trilingües!

Las películas no se empezaron a doblar en España bajo Franco o Primo de Rivera sino bajo la República en 1934. En esa fecha se inauguraron los primeros estudios de doblaje en español, propiedad de la poderosa Metro Goldwyn Mayer. El cine hablado americano, causa y efecto del doblaje, aparece tarde en España. Pero entre 1930 y 1934 todas las películas de Hollywood llevaban, como en la América hispana, ubicuos, conspicuos letreritos. Fue en 1946, con una preocupante excedencia de producciones, que Hollywood intentó vender el doblaje al por mayor en toda la América hispana. Metro, Warner y Fox y luego Paramount contrataron actores de radio de todas partes, desde La Habana hasta Buenos Aires, y empezaron a doblar como campanas. Las grandes producciones a las que afectó este mal babélico fueron, entre otras,
Tener y no tener
,
El retrato de Donan Gray
y
El filo de la navaja
. Tengo que decir que Humphrey Bogart, doblado por un actor mexicano, era tan falso y falaz como doblado en España. Todo este doblaje para América se hizo en Nueva York. No hubiera sido mejor en Hollywood. Afortunadamente el público, de Buenos Aires a La Habana, rechazó el doblaje y reclamó la vuelta del subtítulo y también del familiar sonido original. Nadie en América creía que Humphrey Bogart nació hablando español. De este travesti verbal atesoro un momento de
Tener y no tener
en que el pseudo Bogart rechazaba los avances de Marcel Dalio con la frase «Besos no, francés, por favor». Es de una comicidad irreal que Bogart nunca soñó.

Primo de Rivera no era aficionado al cine pero Franco era un guionista de raza y se aprovechó de la posibilidad de canje que había en las voces dobladas. En 1941 Franco refrendó una ley imponiendo el doblaje como razón de estado. La ley, copiada de la
Legge di Diesa del Idioma
(Franco no sabía italiano pero la ley le fue traducida) que se originó con Mussolini, a quien gustaban más las actrices que los actores: para divo
il Duce
. Ambas leyes (o una sola ley repetida) prohibían totalmente las versiones originales de películas extranjeras. Curiosamente esta legislación nacionalista parecería proteger al cine español. No fue así. El cine se vio afectado en España por un aluvión de películas americanas dobladas poco después de la Segunda Guerra Mundial, contra el cual ninguna producción nacional podía competir. El beneficiario por supuesto no fue el idioma sino el bolsillo voraz de productores y distribuidores.

Un escritor al que no se puede tachar de ignorante del cine, Jorge Luis Borges (fue siempre al cine y al final ciego oía las películas), dice: «Quienes defienden el doblaje, razonarán (tal vez) que las objeciones que pueden oponérsele pueden oponerse, también, a cualquier otro ejemplo de traducción. Ese argumento desconoce o elude el defecto central: el arbitrario injerto de otra voz y otro lenguaje. La voz de Hepburn o de Garbo no es contingente: es para el mundo uno de los atributos que las definen. Cabe asimismo recordar que la mímica del inglés no es la del español». (Donde Borges dice mímica habría que decir entonación). Cita en esta nota de 1945 (cuando se intentó implantar el doblaje en América hispana) a Garbo y a Hepburn precisamente. Nadie puede decir que ha visto a Garbo si no la ha oído. Ese duro acento de hielo, esa voz gutural y esa declamación entre desmadejada y desdeñosa (que da todo el sentido a la frase famosa «
I want to be alone
»), a la vez erotizante y asexual, no pueden ser imitadas. Si lo son no pueden serlo ciertamente en español. Katharine Hepburn, por su parte, con su voz de niña nasal pero bien educada, de muchacha rica que quiere pasar por popular y altiva al mismo tiempo, es también inimitable. Así
La fiera de mi niña
(sin siquiera hablar de Cary Grant, poseedor de la dicción más original del cine) es un pálido reflejo de
Bringing Up Baby
aunque sean la misma película.

Ninguna de las verdaderas voces del cine (la de Lee Marvin por ejemplo) puede ser imitada con éxito. Hay además el problema de la escasez de los imitadores (o más bien de los que no son imitadores) y la pluralidad de los originales. Después de vivir un tiempo en Madrid y estar yendo al cine todos los días, comencé a observar que la voz del actor español que doblaba a Burt Lancaster era muy parecida a la voz de quien doblaba a John Wayne. Y a James Stewart y a Gregory Peck y a Gary Cooper y así,
ad infinitum
, anónimo. Luego me enteraría de que ¡un solo actor los doblaba a todos! También a Lee Marvin. Tamaña proeza histriónica merecía un premio. Se trataba de una versión oral de Lon Chaney, el hombre de las mil caras. ¡Era el actor de las mil voces! El doblaje, por fin, había logrado su obra maestra.

Borges parece estar pensando en este artista múltiple, un
aleph
del doblaje, cuando dice: «Las posibilidades del arte de combinar no son infinitas pero suelen ser espantosas».

Esas imitaciones (si lo son) no van más allá del audaz imitador del bachillerato que nunca buscó un premio en metálico con sus pobres parodias. El actor de doblaje se ha graduado pero sus logros no son menos torpes: el profesional no es más que una versión del
amateur
. Me susurran voces a veces para decirme que de suprimirse el doblaje los actores doblarían a muerto: perderían su empleo. Esto no es del todo cierto. Doblajes y versiones originales podrían coexistir, como ocurre en Francia. Además, ¿por qué el vegetariano debe preocuparse por el carnicero?

Las películas dobladas no son nunca el equivalente de la literatura traducida. Cuando alguien lee, por ejemplo, los poemas de Cavafis o de Pessoa jamás piensa que lee a esos poetas en versión original. Pero muchos espectadores llegan a creer que las voces desencajadas que vienen de detrás de la pantalla pertenecen, por la magia del cine, a las imágenes proyectadas del lado radiante. Al contrario, el equivalente de la traducción son, precisamente, los subtítulos, que dejan la versión original intacta y la versión traducida queda reducida a los letreritos. En la mayoría de los casos, al no padecer la premura del tiempo dramático y la imposición del espacio oral, los letreros son mucho más fieles al texto original, que es literario pero al mismo tiempo pertenece al dominio histriónico: cada actor es su versión original de los diálogos del guión. Una simple ecuación derrota al doblaje. Es la que se establece entre la abertura de la boca del actor (espacio) y el diálogo (palabras en el tiempo) que no hay forma de resolver ni eliminar. Einstein y Eisenstein se negaron siempre a ver películas dobladas.

«¿Qué hacer?» se preguntaba Lenin cuando doblaba a Marx (Karl). ¿Qué hacer, en el doblaje, con las voces de grandes actores que fueron o son grandes voces? No sólo de las mujeres únicas como Marilyn Monroe o Judy Garland, siempre cómicas, siempre tristes en sus voces que desmienten sus cuerpos, sino de actores como Edward G. Robinson, que alteraba su discurso según fuera el grotesco gángster de
El pequeño César
o el pobre profesor de
La mujer del cuadro
o el sosegado sabio de
Verde de Soylent
. O su imitador actual Robert De Niro. O Ronald Colman, cuya voz se podía pesar en oro: un actor todo voz. O John Gielgud, reputado como el actor con la voz más bella del cine. O Sir Laurence Olivier, el mejor actor shakesperiano de todos los tiempos, que en el cine podía ser el vacilante Hamlet, el implacable nazi Dr. Sel en
Marathon Man
y el repelente cómico de la lengua escindida en
El comediante
. O todavía más cerca, el astuto asesino de
Sleuth
, donde por estar enfermo Olivier llevó todo el peso de la pieza con sólo su voz. ¿Y qué decir del órgano vocal de Orson Welles, cuyos registros van del murmullo al rugido, del estruendo a la más sutil
sotto voce
? ¿Qué actor de doblaje es capaz de imitarlo? ¿No pertenece esta voz resonante al enorme cuerpo de Welles por siempre?

¿Qué hacer con la gran Bette Davis, ahora y antes, cuya voz es una trompeta capaz de derribar la muralla de su fealdad? Los que no la han oído a ella oyen una trompeta con la peor sordina.

En
El hombre que tomó a su esposa por su sombrero
viene un curioso experimento médico que es a propósito ahora porque demuestra cómo un espectador no puede identificar a una actriz Conocida porque su médico «prendió el televisor,
cuidando de apagar el sonido
. Había una vieja película de Bette Davis, pero el doctor P no pudo identificar a la actriz». El Dr. P, paciente, padece de una enfermedad cerebral que le impide identificar las imágenes pero no los sonidos. Es lo que ocurre a cualquier espectador de películas extranjeras dobladas al español.

¿Qué decir, después de Lenin, de los hermanos Marx? Que el doblaje sólo puede ser fiel a Harpo.

Sé que mis antologías son antiguas, pero el espectador que no recuerda las películas viejas está condenado a ver remakes —y no precisamente en versión original.

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