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Authors: Guillermo Cabrera Infante

Tags: #Ensayo, Referencia, Otros

Cine o sardina (9 page)

Podrán observar que no he hecho hincapié en los actores negros americanos (como Richard Pryor, como Eddie Murphy) cuyo doblaje es una muestra sonora de racismo. El problema no pudo resolverlo ni el mismo Virgil Tibbs, el Sherlock Holmes negro de Sidney Poitier en
En el calor de la noche
. Estoy seguro de que el estúpido, tupido dialecto sureño de Rod Steiger no recibió igual tratamiento.

Me dicen que hay protestas por el doblaje. ¡Excelente! No, no, me aclaran. Es un malentendido. Se trata de espectadores que no quieren la versión original, que les encanta la doblada. Por eso protestan y exigen ahora el doblaje en catalán, en vasco. (En Gibraltar, supongo, pronto querrán doblaje al inglés.) La voz del pueblo no es siempre la voz de Dios. Hay gente, parece, que protesta porque la televisión no sólo ofrece versiones originales sino también películas en el sistema original: Cinemascope, Vistavisión, etcétera. Hay gente que prefiere ver «Las meninas» impresas en una revista que ir al Prado. Este es el siglo de la reproducción, es verdad, pero una película en versión original es una reproducción exacta. No hay adulteración excepto en el doblaje. El recuerdo de Bogart es la presencia de Bogart. No sólo en sus ojos gachos y en sus manos que tiemblan ante una mujer como ante una pistola, sino en su voz viva.

Otro arquitecto español, que hace sus edificios firmes, pero se conmueve ante la imagen que se mueve en el cine, no padeció
horror vacui
al oír la voz de Bogart ni se sintió sacudido por la verdadera Greta Garbo o la Marilyn Monroe original. No podía decir que las conocía a pesar de haber frecuentado, escurriéndose ante el qué dirán, las salas oscuras donde se mostraba la belleza de la virago intacta sueca o las carnes apenas controladas por la tela de la rubia del siglo. Pero, me preguntó, ¿cuál es la alternativa? Me declaró, con lágrimas en los ojos, no poder leer los letreritos (léase subtítulos) al pie de la pantalla, grande o pequeña. Le hice saber enseguida (mi pseudónimo es Ipso Facto) que todo es cuestión de hábito, como bien sabe el monje. Aprendí a leer subtítulos tan pronto como aprendí a leer y llevo leyéndolos más de medio siglo. Aún ahora, la fuerza de la costumbre, cuando veo una película francesa (o en español como
Simón del desierto
) en la televisión inglesa no sólo leo los letreros sino que comento su idoneidad o su torpeza, sin dejar para nada de ver la película. El arquitecto, no sin ironía, me declaró: «Eres un espectador superior». Es verdad, le dije. Pero no menos cierto es que los otros espectadores suelen ser inferiores.

En una reciente Fiesta de los Oscares se ofreció un montaje de doblajes: francés, italiano, alemán, japonés y por supuesto español. Esta selección suprema tendía a satirizar el doblaje. Por alguna razón oscura los doblajes españoles eran los que mayor risa causaban después del indescifrable japonés. Pero no sólo el doblaje español, es el sistema mismo que está en cuestión. En francés, el amor por el cine que se transforma en desprecio, comete los peores crímenes contra la
virgo intacta
de la voz humana y así combinan el estupor con el estupro. Como en el caso de
Le Cid
, donde Charlton Heston declama ante la carne trémula de Sophia Loren: «
Je t'aime, Ximene!
». En inglés conozco tres ejemplos infames. En
E la nave va
, doblada por crasas razones de Creso como
And the Ship Sails On
, las voces en inglés, para hacer entender lo que era comprensible aún sin subtítulos, destruyeron la apoteosis de la ópera para transformarla en una ópera bufa.
Carry On
, Fellini. Cuando se dobló al inglés
Il Gattopardo
fue para aprovechar la presencia de Burt Lancaster, aristócrata americano, en el papel principal del príncipe. Todo el resto del reparto, excepto Alain Delon, era italiano. Italiana era la novela que adaptaban, italianos eran el ambiente y el vino, italianas eran las mortadelas que comían con gusto italiano los extras. Que todos ellos hablaran inglés no sólo era incongruente, era criminal: con cada frase anglosajona se mataba un siciliano.
Il Gattopardo
, finalmente, parecía una
vendetta
contra la Sicilia cínica que Luchino Visconti, italiano del norte, supo recrear tan bien. Viendo esta película recordé otra película de Visconti,
Senso
, vista en España con todos los italianos y los austríacos y cada
carabineri
mascullando el idioma de Castilla como si fueran nativos. Tal capacidad para hablar otro idioma dejaría a Berlitz con la lengua afuera.

En Hollywood se ha usado el doblaje a la inversa: un cantante invisible canta en las sombras y un actor mima su voz. El modelo más notable (y exitoso) fue el de Larry Parks doblando a Al Jolson en
The Jolson Story
. Otro doblaje notorio fue el de la cantante Marnie Nixon que prestó su voz a Audrey Hepburn en
My Fair Lady
. En una inversión inverosímil Lauren Bacall cantando en
Tener y no tener
lo hacía con ¡la voz del joven Andy Williams! Y hasta la erotizante Rita Hayworth de
Gilda
mimaba cuando era más mimada. Mientras Angie Dickinson, tan sólida, dobló a una actriz española en su debut de Hollywood. Era la primera vez que mujeres tan espléndidas producían entre ellas una dulce voz descarnada y una deliciosa carne sin voz. El
doblaje
es entonces un pecado carnal.

Es cierto que en Italia también doblan. No que las películas extranjeras sean dobladas, que lo son, mucho, sino que las mismas películas son sometidas a un proceso llamado
doppiaggio
. Pero se trata de otra cosa. El hecho de que los propios actores se doblen a sí mismos con una técnica que nunca destruye la banda sonora y es anterior a la musicalización y contemporánea con el sonido, no significa que la película está doblada. Que Federico Fellini se aproveche del viejo uso neorrealista de emplear como actores a gente que nunca lo ha sido y luego proceda a doblarlos por profesionales, no es más que una idiosincrasia de Fellini. Todo está, claro, a años luz de oír a Humphrey Bogart de sombras con una voz que niega la ultratumba que pertenecía a Juan Pérez. ¿Y qué pasa cuando muere la voz? Hace poco murió un conocido actor de doblaje especialista en doblar a un conocido actor de cine vivo, es decir capaz de seguir actuando. Cundió el pánico en la sala de doblaje hasta que apareció un actor capaz de imitar no al actor original ¡sino al actor de doblaje!

Me queda una última pregunta hecha en español al espectador español pero que pronto será doblada. ¿Por quién doblan las películas? No preguntes. Están dobladas por ti.

Epílogo

Dos grandes del cine, autores ambos, Marcel Pagnol y Preston Sturges, discutieron el doblaje. He aquí su diálogo:

STURGES: ¿Cree que mi público es capaz de leer subtítulos?

PAGNOL: ¿Y por qué no? ¿Es que es tan diferente? Con las películas mudas la gente leía los títulos con
placer
. Si con este método el público de un país puede disfrutar lo mejor de otro país sin la idiotez del doblaje y oír a un joven de la Provenza hablando con su madre en la jerga de Brooklyn o en francés insólito, me parece que el público ¡debe estar dispuesto a aprender a leer!

La película B ha muerto

¡Viva la película B!

Surgió, como una Venus para ver de entre rollos de celuloide, en los comienzos de Hollywood, aún antes de que Hollywood se llamara Hollywood. Mary Pickford, la Novia de América, cuando ni siquiera era conocida en su barrio, ya era heroína de películas B. (El nombre o mejor dicho, la gradación, parece tomada de la leche en botella: Grado A, Grado B —las películas A son, por supuesto, todas las producciones, grandes y menores, dignas de llamarse films, pasteurizadas. Las B son meras películas, como quien dice peliculitas.) Vastas reputaciones fílmicas tuvieron su comienzo en minúsculas películas B: (la de Cecil B. (sin connotación) De Mille por ejemplo y de John Ford y hasta la del gran Griffith. Poderosos estudios futuros, como Columbia Pictures, comenzaron produciendo películas B. Otros, como Universal, se vieron obligados a producir películas B para sobrevivir y renacer más tarde al poder de las fauces fílmicas. Otros estudios todavía que parecieron nacer ya poderosos, terminan sus días de gloria entre las penas de películas B:
El verdugo viajero
, al comienzo de los estertores en 1970, hasta
Telefon
en 1978, a la que el renombre de una o dos estrellas y la categoría de su director no eliminan la marca malvada de la película B a pesar suyo, ¡son películas Metro Goldwyn Mayer!

Cuando todos los géneros del cine se afirmaron y definieron en los años treinta, en que aún la comedia, que parecía insuperable en su excelencia silente, ganó una nueva pátina, y la comedia musical se consolidó coreográfica y el film de gángsters y el oeste cobraron su aspecto letal por el sonido de rifles y pistolas, la película B era el complemento necesario a cada programa doble. Pero por alguna razón caprichosa (muchas veces en Hollywood los motivos, aunque basados en un pragmatismo oportunista, resultan inescrutables) la película B alcanzó su gran momento en la doble década de los 40 y los 50, cuando los rellenos eran tan atractivos y sugerentes como la película principal. (Algún cinéfilo costarricense, que los hay, tal vez argüirá que los años treinta tuvieron su cuota caudalosa de películas B. A ése podría responderle que en esa época gloriosa del cine aún las más ínfimas películas B tenían el aspecto de formidables producciones.) Esa fue la década en que reinó —sus súbditos estaban subyugados por su atrayente esbeltez— Carole Landis, cuya misteriosa imagen del cine casi prefiguraba su suicidio en la vida. En esa década hay comedias maestras, jocosas ya desde el título, como
Up in Mabel's Room
y
Getting Gertie's Garter
y la RKO Radio, recordando su pasado, arrebata el cetro del horror a la Universal con obras maestras de terror que son a la vez películas B —
Cat People
,
I Walked with a Zombie
y
The Leopard Man
no sólo son perfectas sino que alimentan la mitología popular del hombre que en un cine sueña pesadillas.

Si Jacques Tourneur es el gran director de películas B de los anos cuarenta, los años cincuenta hacen surgir, como de una chistera de imágenes, los nombres de Jack Arnold, Phil Karlson, Irving Lerner, Irvin Kershner y Richard Fleischer de entre el montón de directores de películas B (algunas verdaderas obras maestras no sólo de las películas B sino del cine, como
El hombre increíble
, en que Jack Arnold cumple la promesa hecha en su debut en
It came from Outer Space
y luego repetida en
El monstruo de la laguna negra
) y dos directores que llegarán a convertirse en maestros del cine, Don Siegel y, especialmente, Stanley Kubrick. Siegel dirige en esa década admirable
Riot in Cell Block
y
Baby Face Nelson
, pero su obra maestra (nunca volverá a hacer otra película tan perfecta) es
Invasión de los Muertos Vivientes
, mayor film de horror y alevosa alegoría. Ese imperio de la gran década de la película B tiene una reina, Marie Windsor, quien en
Estrecho margen
, de Richard Fleischer y, sobre todo, en
Casta de malditos
, de Stanley Kubrick, se muestra ambiciosa y letal, engañosa y fatal como una diosa Kali del cine.

Los años sesenta se presentan óptimos para la música, pero pésimos para el cine, al menos para la producción de películas B. Los maestros de la década anterior se ven atacados de gigantismo, como Kubrick con
Espartaco
, en la misma arrancada de los sesenta y aunque produce tres obras maestras (
Lolita
,
Dr. Strangelove
y
2001: Odisea del espacio
) cada vez sus pretensiones son mayores, sus declaraciones más portentosas. Otro tanto le ocurre a Richard Fleischer, a Irvin Kershner, y a Irving Lerner, y Don Siegel que, poseído de su importancia, se entrega al culto de la personalidad de las estrellas: Richard Widmark, Shirley McLaine y Clint Eastwood sustituyen a los antiguos conocidos que hoy son desconocidos: Neville Brand, Kevin McCarthy, y hasta su trato con Lee Marvin (en
The Killers
) se convierte en el contacto con una estrella a punto de ser descubierta.

Here come the Seventies!
Los años setenta ven a Hollywood acogiendo a los hijos prodigios que regresan de todas partes del mundo: Inglaterra, Italia, España y el resurgir de la gran producción, ahora increíblemente inflada en superproducción. A partir de
El padrino
con crasa riqueza a lo Craso (sus millones ganados son tantos que su director, que tiene lo que en Los Ángeles se conoce como «un pedazo de la acción», es decir, acciones, no sabe en qué invertir sus ganancias y lo hace en otras películas, revistas y diversos proyectos oscuros), todos buscan el toque de Midas y muchas veces lo encuentran: hasta una película modesta, como
American Graffiti
, se convierte en una mina de oro. A
El padrino
seguirá
Jaws
, en que un director, Steven Spielberg, que había comenzado haciendo películas B (las películas B habían encontrado, como Humphrey Bogart en
High Sierra
, su último refugio en tierra hostil: la televisión) consigue romper el record de
El padrino
—y el resto es historia contemporánea del cine: la secuela de secuelas y la inversión por la inversión misma:
El padrino 2
,
Tiburón
, etc. Mientras que el antaño nada pretencioso director de
American Graffiti
, George Lucas, estalla la supernova de la taquilla:
Guerra de las Galaxias
. Así ahora es difícil no hacer, sino siquiera concebir en Hollywood una película que cueste menos de diez millones de dólares: a mayor inversión, parece ser la máxima, mayores los dividendos. Es en esta atmósfera en que nadie podría siquiera no pensar sino, un ejercicio más leve, recordar la película B, en Hollywood, en pleno
boom
de los setenta diluvianos, en la era de los megaterios del cine es cuando surge —
voilà!
— la serie B rediviva, el cine menor de nuevo, otra vez la pequeña película —y el recién nacido es un monstruo: una obra maestra.

Assault on Precinct 13
(que se debiera traducir no por
Asalto a la Estación de Policía
sino por
Atentado contra la superproducción
) con su título que recuerda a
Riot in Cell Block 11
, es la película más excitante que he visto en mucho tiempo. A mí que
Guerra de las Galaxias
me dejó helado en el espacio y
Encuentros en la tercera fase
me encontró parcialmente frío en el tiempo (aunque tengo que reconocer que es una película que gana en el recuerdo, pero creo con todo que le sobró dinero y le faltó necesidad inventiva),
Assault
me envolvió con un sentido de la amenaza que está lejos del suspense como lo concibe Hitchcock pero que es aquí una opresión que alcanza a la angustia. El argumento es, como en casi todas las grandes películas, bien simple. Un hombre que se ha encontrado, juegos del destino o de la historia, con una pandilla de asesinos terroristas (ellos han matado a su hija, él en venganza mata a uno de sus cabecillas) se refugia en lo que aparentemente es una estación de policía. La estación es aparente porque está siendo desmantelada y trasladada a otra parte de Los Ángeles (aquí no la ciudad de Hollywood sino la sede de la insidia) y no hay en ella más que dos empleados, un policía y un teniente negro que se encarga de supervisar los últimos momentos de la mudada. Por azar han llegado antes varios reos, delincuentes peligrosos, que son confinados en los calabozos. El momento en que el refugiado, casi catatónico, viene a asilarse es el crepúsculo —y al atardecer apacible, casi burocrático en la estación seguirá una noche de terror que rodea al edificio como un aura depravada. Los terroristas emplean armas sofisticadas: rifles de gran calibre, balas de alta velocidad y silenciadores. Esta última innovación técnica es de una gran novedad dramática: los sitiados caen uno a uno fulminados por disparos silentes. Es también un buen subterfugio de la trama: como no se oyen tiros nadie detecta el asalto a la estación.

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