El daltónico Karl Kalton Lahue, en
El mundo de la risa
, dice y se contradice: «Ningún comediante en toda la historia de la comedia en el cine ha recibido una exposición semejante en los últimos cincuenta años». (¿Cincuenta años de qué?¿De su vida?¿Del cine? Los historiadores del cine tienen, a veces, la imprecisión de gacetilleros en día de semana.) Buster Keaton, el Trotsky de la comedia (¿era Chaplin entonces el Stalin?), favorecido ahora por lo que Brownlow llama el «revisionismo histriónico», en la vida y en el cine de la cumbre cayó (y calló) al foso de una película más mediocre aún que la anterior: arruinado, borracho, divorciado, borracho, solitario, borracho —y, ya el colmo, escritor de chistes visuales para mediocres cómicos de la lengua, sujeto al ridículo, objeto de nostalgia y, como actor, «figura de cera» con quien jugar al bridge (¡con su cara de póker! que el crítico James Agee llamó de la misma «belleza americana» de la de Lincoln) con Gloria Swanson y H. B. Warner («el hombre que fue Cristo», según Cecil B. De Mille) y finalmente un patético (cuando Keaton fue siempre peripatético) conductor de trenes en
La vuelta al mundo en 80 días
, en la que (reducido al epigrama de Warhol, invertido, que dijo que todos debíamos ser famosos por 15 minutos) ¡fue infame durante 15 segundos! Ni el homenaje de Samuel Beckett, el más trágico de los escritores cómicos modernos, lo salvó ya a las puertas de la muerte del desastre de lo que puede pasarle a un genio cómico que va camino del foro, en mutis mudo. Sin embargo, Chaplin, como Stravinski dijo de Schoenberg, habría podido decir: «Mía es la fama y la riqueza, suya fue la oscuridad y la ruina física y fiscal —y sin embargo, ¿de quién es realmente el arte?». Este temor debió sentirlo Chaplin cuando, después de ver a Keaton en
Sunset Boulevard
(tan justamente titulada en España
El ocaso de los dioses
), hizo un dúo para dos veteranos del vodevil de la vida, arcaicos ambos. La secuencia la dominó Keaton con tal destreza y limpia precisión que Chaplin decidió dejar la mayor parte de este ejercicio estético, como se dice, en el subsuelo del cuarto de corte y edición. Ahora (un golpe de hados que no abolirá el azar del arte) tres películas hechas para la televisión comercial inglesa muestran que si Chaplin podía ser cruel con Keaton, era capaz también de ser implacable consigo mismo en el cine —es decir, en el arte.
Charles Chaplin (en el cine «Charley» o «Charlot» o «the little man») estaba muerto años antes de morir: para el arte y, precisamente, para la vida —y aún para la viuda. Lo vino a salvar para la inmortalidad ahora este museo móvil del cine que es la televisión (y, sobre todo, los aparatos de grabación instantánea: los
video-tape recorders
, más valiosos para el cine que el vitafón que creó el cine sonoro y revolucionó este arte del siglo XX), con doble y triple ironía. El hombrecito que había detestado y rechazado y negado de plano el cine hablado durante dos décadas aseguró antes de morirse la venta más lucrativa de todas sus comedias cortas a la televisión gárrula y grosera, en una movida comercial astuta, oportuna: así era Charles Chaplin como hombre de negocios. Néstor Almendros, fotógrafo de fama, fue poco después, junto con el director Peter Bogdanovich, a hacerle un retrato documental en su casa suiza y el más ilustre vecino de Vevey, bien vivo, recibió a los visitantes en la puerta. Pero cuando le dijeron que venían a hacerle una película al gran Charles Chaplin, el hombre bajito, rubicundo y cano se frotó las manos y dijo entusiasmado: «¡Ah qué bueno!», y dejó paralizados a los cineastas con esta declaración: «¡Así podré conocer yo también a Chaplin!» No era una inútil ironía ni una
boutade
barata: era, simplemente, que Chaplin no recordaba haber sido
nunca
¡Charles Chaplin!
Cuando este móvil mimo, ágil acróbata y divo danzante (de él había dicho W. C. Fields, otro maníaco de la coordinación muscular, al verlo por primera vez, al hacerle homenaje, al exclamar: «¡Es un cabrón bailarín de ballet!») fue a recibir el título que le faltaba y que le importaba más que nada (ser
sir
) y tuvo que ir al palacio de Buckingham a recoger el Oscar real en una silla de ruedas, produjo un comentario filosófico:
¡vita brevis!
Pero esta serie de televisión, hecha de tomas de desecho, de
rushes
y secuencias rechazadas,
Unknown Chaplin
, muestra que la vida de Chaplin sería, como la de todos, breve, pero el cine de Charles Chaplin, como el de pocos, es
ars longa
—y lo será todavía por mucho tiempo. Esta recopilación, excavada de la tumba de celuloide del cómico del bigotito, el bombín barato, el chaqué chiquito y en ruinas y el bastón de fina caña y los zapatones burdos, absurdos, zurdos fue —no, es— uno de los grandes artistas del cine, del siglo y (¿por qué no afirmarlo?, después de todo no arriesgo más que la risa) de aquí a la eternidad —que puede estar en estos tiempos atómicos, al doblar de la página: hecho añicos. O como quería Demócrito, átomos y vacío.
Kevin Brownlow (a quien debemos, como historiador del cine, el libro
The Parade's Gone By
, «Pasó de largo el desfile», y la serie
Hollywood
en la televisión) y su asociado David Gill han logrado producir ahora para la televisión comercial inglesa con
Chaplin Desconocido
lo que hiciera, en música, Mendelssohn con Bach: rescatar a un genio de entre los muertos. Chaplin, hay que admitirlo, por la moda o el uso y el abuso, había caído en desuso. En la comedia, hasta Stan Laurel y Oliver Hardy parecían más frescos, inventivos y eficaces: en una palabra, cómicos. Chaplin sonaba sucio, abusador y ventajista como personaje y atiborrado, sentimental y manipulador como creador y hasta visualmente, junto a la simpleza heroica de Keaton o el barroco dikensiano y doméstico de W. C. Fields, se veía victoriano bajo y torpe en la solución de su espacio cómico. Ahora, en esta serie de tres episodios, con copias nuevas de cada fragmento, Chaplin surge, resurge, refulgente y de paso su fotógrafo de siempre, el modesto Rollie Totheroh, se muestra como uno de los grandes directores de fotografía de todos los tiempos. Como comenta pausado y ponderado James Mason (que narra el comentario de Brownlow —¿o es de Gill?), Totheroh era más que un fotógrafo: era el segundo de a bordo y en ocasiones de naufragio, el primer oficial con la cabeza siempre a nivel del agua.
La serie hace una disección (y las metáforas quirúrgicas son inevitables: ésta es una anatomía del genio) de una de las mejores comedias medias de Chaplin,
El peregrino
. Aquí la vemos convertirse de un
sketch
indeciso sobre un restaurante donde los clientes que no pagan pierden los dientes por abrir la boca y no el bolsillo, transformar la historia de amor de un inmigrante y dar muestra (y rienda suelta) a su patetismo preferido y de paso hacer de la peliculita una de sus obras maestras menores.
Chaplin trabaja, al principio y al revés de sus años finales, sin guión y a veces sin idea de qué va a hacer exactamente. Como en la famosa «Docena del Millón», en que la productora Mutual le pagó un millón de dólares, entonces una cifra alarmante, por doce películas. Aquí se muestra cómo Chaplin que había visto un
escalador
en un almacén de Nueva York, se hace construir uno en el estudio y jugando ante la cámara convierte el mero invento mecánico en una invención cómica inagotable. Ésta fue la primera vez que la escalera eléctrica, luego usada en tantas películas de perseguidos y perseguidores, se usó en el cine. Como tantos trucos cinemáticos su primer uso fue para hacer reír.
En Hollywood (en los tiempos del cine silente y sobre todo al principio de convertirse la Ciudad de Todos los Ángeles en suburbio de todos los demonios) se usaba el incinerador para quemar toda película indeseable, positiva o negativa. Este incinerador funcionaba como en los campos de concentración a toda hora y con un propósito criminal: se destruía todo lo que se quería hacer desaparecer. Las escenas que vemos ahora (y ojalá que vean ustedes pronto) muestran a un creador en su trabajo y no siempre para su beneficio. En
La cura
, que pasa en un balneario para curar ebrios ricos, Chaplin prueba toda clase de situaciones para quedarse con la película que conocemos. Pero el final actual es banal y romántico, con Chaplin alejándose (de la situación) del brazo de la bella Edna Purviance. Un posible final ahora deja ver a Chaplin que cae por accidente en la fuente vigorizante, mientras Edna ríe como una loca.
Pero en esta colección de fragmentos, bocetos y estudios al por mayor se ve al artista cuando joven: en su trabajo. Con método doloroso (todo prueba y error), Chaplin hace sus películas ante nosotros mismos: reconstruye escenas, sustituye actores, revisa el material (todo con tomas sucesivas, innúmeras, casi vertiginosas pero en su cambio progresivo y metódico) y a veces en saltos bruscos que son los golpes de la inspiración. A veces Chaplin, como todo artista, hace de los defectos efectos y de los accidentes propósito creador. Pero no todo es facilidad (o felicidad) creadora. Otras veces se ve a Chaplin suspendiendo toda una filmación por una toma. Entonces se pasea por el
set
como un prisionero del arte. En estos fragmentos que son casi escenas Chaplin no está lejos de Fellini o de Antonioni en su método de prueba y error: horror. Un momento único en la historia del cine (visto por el cine) muestra a Chaplin meditando y contando sus pasos por el
set
. Todo movimiento se ha suspendido en el estudio, menos este paseo pensante y todo el mundo está pendiente del creador, en suspenso mientras el mismo Proteo aparece perdido esperando la llegada de una musa tardía. O, a veces, perdida en el tránsito.
Hay que agradecer que esta serie muestre a las mujeres de Chaplin (menos Paulette Goddard, Claire Bloom y Dawn Addams o la fugaz y perecedera Marilyn Nash, protagonista de
Monsieur Verdoux
), todas jóvenes y bellas —y algunas adolescentes adelantadas, como Lita Grey, a quien conoció Chaplin (y a la que hizo aparecer tantalizante en
El chicuelo
) cuando tenía
sólo
12 anos. Estuprador con suerte, Chaplin también conoció a Mildred Harris a los 14 años, a Joan Barry a los 17 (esas dos asociaciones terminaron en escándalo) y hasta su aparente esposa, Paulette Goddard, no tenía veinte años cuando se juntó a Chaplin. (Polanski, me parece, debía tomar nota). Pero la aparición más mágica de toda la serie es la de Edna Purviance. Se la ve aún más bella que en las películas (recuérdese que se trata aquí de
out-takes
, tomas de desecho) pero de una figura casi trágica para los espectadores que la conocieron en su esplendor y supieron su fin (murió en un sanatorio años más tarde, olvidando y olvidada y envejecida por la droga), aquí la verán como una muchacha deliciosa, camarada en el trabajo y en el dormitorio de Chaplin: una mujer casi feliz. Ella era, se ve, como Carole Lombard después, una bella comedianta con sentido del humor —doble milagro.
En una vista de la visita de los accionistas de la compañía durante la filmación de
El chicuelo
se ve a Jackie Coogan, el niño prodigio más niño del cine, bailando como una niñita una danza de contorsiones lúbricas a los cuatro o cinco años, mientras Chaplin ríe y los negociantes aplauden. Es en
El chicuelo
que se ve por primera vez a la adolescente Lita Grey, pero más cerca de Chaplin, que en estas escenas pasa de ser CH. CH. a ser H. H., abreviatura de Humbert Humbert, estuprador de Lolita.
La quimera del oro
(o
La avalancha del oro
o
Fiebre del oro
) es la obra maestra del Chaplin mudo y una de sus películas más complejas (sólo la aventaja
Tiempos modernos
) y la serie muestra su construcción y filmación con demorado detalle. La cinta comenzó de una manera realista o si se quiere neorrealista —antes de que esta palabra significara Rossellini, De Sica
et al.
Chaplin se fue con su
troupe
y sus técnicos (y hasta huéspedes) al Yukón, a filmar la nieve en la nieve, que no siempre es la mejor manera de mostrarla nieve en el cine. Naturalmente (o al natural) no pudo utilizar más que el comienzo con los cateadores (buscaoros) en la nieve y en el paso nevado entre montañas. Pero esta escena tiene más que ver con Jack London que con Londres, la ciudad en que se crió Chaplin y donde nació su humor: entre
cockneys
y
fish and chips
. Chaplin, notorio en su sentido del humor tanto como por el del ahorro (al que nunca quiso llamar sexto sentido para no malgastar los otros cinco) gastó una fortuna (propia, no como Orson Welles y Coppola, ajenas) en la reconstrucción de escenarios en el estudio y la sustitución de actores (Lita Grey, ya su mujer, estaba en estado) para poder terminar su comedia. La secuencia más memorable en que los dos buscaoros, atrapados en su covacha por la nieve y acuciados por el hambre, se comen un zapato negro (que Chaplin prepara como un bonito asado) se revela tan ardua al estómago de los actores como de los protagonistas. El zapato estaba hecho de regaliz (el cuero), de pasta (los cordones) y de caramelo (los clavos), pero el perfeccionismo de Chaplin hizo que las escenas tuvieran que ser repetidas tantas veces que el cómico se fue esa noche a casa ¡con una indigestión de «zapato asado a la parrilla!»
La serie que deja ver los romances que permite Lady Chaplin y sus sucesivos matrimonios, también revela las dificultades de sus actrices —especialmente Virginia Cherrill, la que años después sería la primera esposa de Cary Grant. Virginia Cherrill tuvo que repetir una sola toma una y otra vez, durante horas, días y
¡meses!
No era más que un gesto: cuando la ciega florera tiende al vagabundo una flor pero no canta «Cómpreme usté este ramito» porque la escena es muda, pero el ramito vale más que un real. No sólo por las repeticiones (que son debidas a las interrupciones y no a las perforaciones), sino por lo que Chaplin tuvo que pagar a los compositores españoles Padilla y Montesinos. Todo por una flor en el ojal que una violetera no acierta, ¿ciego el ojal o ciega la actriz?
Esta película, que tomó años en hacerse (un balance de trabajo muestra a Chaplin yendo al estudio 166 días, y ausente, no siempre por enfermedad, 368: un año y tres días de no hacer nada), parecía que iba a ser su fracaso final —y fue de sus triunfos totales: de taquilla, de publicidad y de arte. Una película casera, rescatada por Brownlow o por Gill, nos enseña por una sola vez a Chaplin trabajando. Se ve al cómico, en suéter y pantalones blancos (su color preferido detrás de la cámara: Chaplin también era supersticioso de colores) usando un método caro (en ambos sentidos) a los directores que son también actores: ensayando en cámara —es decir, fotografiando su ensayo. Chaplin quiso además, disgustado con Virginia Cherrill y consigo mismo traer a Georgia Hale (que había sustituido con tanto éxito a Lita Grey en
The Gold Rush
) y rehacer
toda
la película. Ésta no es una invención de la actriz: los dos arqueólogos del cine han rescatado las tomas en que Georgia Hale sustituye a Virginia Cherrill en la escena cumbre y final. Pero Chaplin no era Keaton y enseguida entró en razón: en el cine George Washington es el primer americano. (Washington es el patriota retratado para siempre en el dólar.) Entre lo suprimido está, asombrosa, la secuencia con que iba a comenzar
Luces de la ci
udad
. La pérdida para la película es ganancia de la televisión y para nosotros ahora: esa secuencia es una obra maestra del cine cómico y del cine
punto
.