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Authors: Guillermo Cabrera Infante

Tags: #Ensayo, Referencia, Otros

Cine o sardina (31 page)

Siempre se creyó que esta personalidad indestructible (cuando empezó
Myra Breckinridge
tenía ya 77 años y nunca se supo cuántos tenía cuando la terminó) era un símbolo sexual, Eros espectacular, pero en realidad Mae West fue una comedianta singular y una escritora infatigable en su búsqueda de la picardía perdida por la vía de la parodia impúdica. No era una Venus sino una
vedette
: su vis cómica, más poderosa que su sexualidad.

Pero ella dominaba la comedia de Cupido sin carcaj con carcajada. Su nota dominante en cada acorde cómico era la insinuación amoral, pero amorosa, y tomar el sexo como un juego de manos y sobre todo de palabras. Su última película, que escribió, actuó y controló, inmarcesible, a los 85 años, se titula
Sexteto
. Mae West vivió lo suficiente como para ver ese título, prohibido en los años treinta, ahora en letreros luminosos ubicuos y al mismo tiempo convertido, medio siglo después, en ingenuo ingenio: su arte atrevido era su inocencia.

En 1970 viajé a Hollywood a ver cómo mi guión
Vanishing point
se hacía película por la Fox. Conocí a un productor que quería que le escribiera un trillado
thriller
y supe sorprendido que producía entonces
Myra Breckinridge
, en la que Mae West era la agente artística ficticia de Raquel Welch, que en la ficción del filme era un transexual de imposible anatomía: toda neumática de hormonas. Ninguna de las dos estrellas se hablaba en la realidad del
set
entre otras cosas porque Mae West se empeñaba en llamar a Raquel Welch
exótica Rachel
, como en la Biblia, pero por pura perversidad.

El productor, cogido entre las pullas de las estrellas, hizo, sin embargo, tiempo y tregua, y tuvo la gentileza de invitarme a ver filmar los dos números musicales cantados por Mae West sola —privilegio pasmoso, conocer a la misma Mae West—. La oí doblar al mediodía su número primero con profesionalismo impecable y luego la vi caminar cogida del brazo por un hombre enorme —que supuse un
sansón
de utilería— hasta el
trailer
dentro del estudio, que era el camarín de Mae, símbolo de ser superestrella. La siguió el productor atareado. Al poco rato éste me llamó a su lado y entré al
trailer
. Allí, sentada en una silla recta, vestida con una bata blanca de raso, las manos de arrugas cruzadas sobre el vientre para tratar de ocultar el visible bulto de la vejez, llevando una evidente peluca rubia y con el maquillaje como máscara para la cámara todavía en la cara, me recibió sonriendo con labios largos: una increíble bisabuela sin biznietos.

Detrás de ella, de pie, estaba apocado su acompañante, uno de esos atletas altos, facsímiles de Adonis con que se rodeaba en sus
shows
sicalípticos de los años cincuenta. Pero hasta este mismo Atlas era ya un viejo: Paul Novak, su de veras eterno acompañante. Mi futuro productor era también un veterano del cine. Pero, así y todo, con mis cuarenta años cumplidos, me sorprendí cuando la voz, antes inimitable y ahora una imitación de Mae West no muy buena, dijo: «Bien venido, joven», y la última careta de Mae West me sonrió una sonrisa sincera, pero falsa de dientes. ¿Qué decir?¿Cómo saludar a una actriz que era ya leyenda, que era una diosa divertida convertida en un triste monumento?¿Qué se le dice, por otra parte, a la esfinge? Inventé una tarjeta de visita digna de Edipo: «Miss West, es un honor y un privilegio y la realización de un sueño imposible estar aquí».

Ella sonreía postiza mientras yo improvisaba un complejo homenaje: «He venido desde Cuba vía Madrid, vía París, vía Londres solamente para conocerla».

Era, curiosamente, verdad. Sólo omití decirle que de mi salida de La Habana a mi llegada a Los Ángeles había tardado cinco años. Pero la esfinge alegre, vulnerable ahora, no sonrió al hablar: «Es un desvío bien grande sólo para verme, ¿no le parece?»

Esa respuesta y no las pasadas (y futuras) cirugías cosméticas fue un rejuvenecimiento verdadero: esa sí era Mae West. La otra, la que caminó pasito a pasito para atravesar con terror geriátrico el estudio vacío, la que vestía su vetustez, la que llevaba esa enorme peluca que ahora era un turbante de baño turco para su frente y su cara muy maquillada, ésa no existía.

Hablamos de cosas intrascendentes, sin encontrar un lugar común. ¿Qué puede decirle Edipo a la esfinge que ella ya no haya oído? En un vacío de voces, el productor, maestro de presentaciones, le recordó a ella que yo era escritor, que había escrito una película para el estudio, que escribiría otra para él ese año. Mae volvió a iluminarse en otra candileja lejana: «Ah, escritor. ¡Qué intimidante! Usted sabe, yo también escribo a veces».

«Lo sé, miss West. Y sé que usted es una autora de genio».

No le dije que ella era una autora que había tenido el genio de inventar a Mae West, personaje y persona. Pero no hizo falta, porque ella lo sabía y sabía que yo lo sabía. Todos lo sabíamos, incluso los funerarios futuros. Cuando casi se levantó para darme la mano (fofa, tierna) y despedirme, olvidándose de su camuflaje carnal, me dijo: «Venga a verme esta noche», que casi me sonó al «
Come up and see me sometime
» merecido por un Cary Grant joven y apuesto.

Esa noche, efectivamente, Mae West doblaba su último número, que era su última escena en su penúltima película. El estudio estaba de nuevo cerrado, para privacidad de miss West, celebridad perturbable. Miré un rato a su
trailer
de estrella. De pronto se abrió la puerta. Salió, subió a un altillo y surgió en ondas sonoras. No bien sonó la orquesta invisible, con música ya grabada (era un ritmo
funk
o un
frug
) y el coro la acompañó en su baile: los bailarines, todos vestidos de frac, chistera y bastón, varias versiones negras de Fred Astaire, giraron y bailaron en compases de espera para la melodía enlatada, cuando, para sorpresa de todos, aun del productor, incluso del director de la película, que esperaban el
play back
, Mae West arrancó a cantar su canción en directo, innecesariamente en vivo.

Cantó con tal contento y brío y ritmo perfecto, con su voz característica de mulata rubia de Brooklyn, moviéndose ondulante en su traje negro, estrecho, que al final del número todo, absolutamente todo el mundo en el estudio, que era entonces el mundo, cuando ella acabó, el mundo aplaudió.

Aplaudimos felices de haber sido testigos de un milagro: Mae West, la leyenda, mostraba cómo nace y también cómo se perpetúa un mito. La clave está en su frase más famosa. Ella sabía dónde estaba, dónde estaría, dónde estará esperando siempre a que subamos todos a verla a ese altoplano en que el arte y el artista se hacen uno, solo, inmortal. Mae West no ha muerto hoy. Mientras haya tiempo morirá mañana.

Una mujer mundana

Conocí a Anita Loos en Hollywood en 1970 —en un party: claro está—. En Los Ángeles hay más
parties
que recepciones en Washington. Ésta es, como en la diplomacia, la única tierra de nadie en la paz. Ya había conocido a ese mito del sexo rubio, Mae West, pero con Anita Loos me encontraba con la leyenda literaria: la escritora de
Los caballeros las prefieren rubias
, novela ejemplar, casi la obra de una giganta literaria. Pero me encontré con una enana, tan baja era.

Me pregunté al inclinarme y darle la mano cómo prefieren los pigmeos las rubias, ¿asadas o en guiso? Anita Loos, además, no era rubia, sino una mujer de pelo teñido de oscuro y pelado corto en llovizna. «Encantado», le dije desencantado. «Miss Loos. Se dice luus, ¿no?», había pronunciado su nombre a la
loose
, que en inglés aplicado a una mujer la hace fácil.
Loose morals
es de una dudosa moralidad. «Yo digo Loos», dijo ella, francamente. «Mi familia toda dice
Lo-os
.
Loose
luce picante en una mujer, ¿no cree? Mi disgusto con mi nombre ocurrió en Londres al saber que
loos
son los retretes. Feo, ¿no? Pero me consuela México cuando llego allá y me llaman
luz

¿Qué hay en un nombre?, pregunta Shakespeare. A veces, todo. Esta mujer delgada, vieja y pequeña había escandalizado a una época que se creía libre con un título que ha pasado al vocabulario del siglo. Varias frases suyas están en los diccionarios de citas. «Los caballeros parecen recordar mejor a las rubias.» «Abandónalos mientras luzcas bien.» «Un beso en la mano te hará sentirte muy muy bien, pero un brazalete de diamantes te dura mejor, como en Los diamantes duran siempre. »

Es difícil admitir que antes del libro de Anita Loos nunca se habían oído. Su novelita, publicada en 1925, dio a Loos fama y fortuna y esa felicidad literaria que dura hasta el próximo libro de éxito, propio o ajeno.

Anita Loos, californiana, comenzó a escribir a los quince años para el cine, arte californiano, en Hollywood, ciudad californiana, y pasó prácticamente toda una vida (más de cincuenta años) en California, aunque murió en esa meca del hombre del desierto californiano, Nueva York.

Su primer escrito, una sinopsis, lo compró D. W. Griffith, el genio que él solo había inventado el cine americano y a Hollywood de paso. Una fuga, la primera a Nueva York le consiguió a Anita, huerfanita, la estima, el amor y el odio. Las dos últimas pasiones, venidas de la misma persona, John Emerson, actor fracasado y mediocre director, que, como otro a lo Loos sugiere, se casó con la morena, para explotarla como si él fuera rubio. Curioso destino de una mujer con talento mundano que terminó comparándose a menudo con la ingenua Colette, la escritora que más admiraba y de la que adaptó obras al teatro. Como se sabe, Colette, en su juventud, hizo de
negro
(o
negrita
) para su primer marido, Willy, notorio chulo literario.

Como Colette, la Loos no tuvo suerte con los maridos mediocres, pero sí con los hombres de genio. Apadrinada por el gran Griffith, escribió en 1912 su primer triunfo para el cine,
Un sombrero de Nueva York
, en que actuaron nada menos que Mary Pickford, Lionel Barrymore y las hermanas Gish. Fue Anita Loos también quien escribió la película que lanzó a Jean Harlow, la famosa rubia de platino, perversamente titulada
La Pelirroja
, en 1932. Veinte años después,
Los caballeros las prefieren rubias
consagraría al mito de la mujer rubia, Marilyn Monroe. Su carrera fue de escribir los títulos de
Intolerancia
al guión de
San Francisco
: un desastre legendario aquélla, un éxito económico ésta. Curiosamente, ella estaba más orgullosa del bodrio que de la obra maestra. En el medio conoció a todos los hombres interesantes del siglo, Douglas Fairbanks, Griffith y Chaplin, a Clark Gable, a H. L. Mencken (que le dijo: «, Se da cuenta, jovencita, que es usted la primera escritora americana que se burla de esa institución non sancta, el sexo?») a William Randolph Hearst, a H. G. Wells, a Aldous Huxley (quien después de declararse «arrebatado con su libro», la nombró su tête favorita), y todos esos caballeros la encontraron deliciosa y querían casarse con ella. De veras.

Mirando esa noche de Hollywood, oyendo más que mirando (porque ella hablaba y hablaba todo el tiempo) a esa esfinge anecdótica, me preguntaba cuál sería su fascinación para todos, enigma para mí. Entonces recordé que esta mujer, Anita Loos, ya había escrito su epitafio:
Los caballeros las prefieren rubias
.

La rubia y los caballeros

Nunca como en este siglo han sido tan populares las rubias. Es más, el siglo parece haberse poblado de rubias. Es cierto que este es el siglo que inventó el peróxido permanente que hizo posible a la rubia oxigenada. Mientras más falsa la rubia, más verás. Pero cuando Anita Loos (una morena menuda) acuñó la frase «los caballeros las prefieren rubias» no estaba más que comprobando una realidad moderna. Sin embargo la mitad del mundo las escoge pelinegras de ojos rasgados, como son las chinas, japonesas y coreanas. Mientras que una tercera parte del globo las quiere morenas, con un lunar escarlata en la frente y que huelan a curry. Todavía hay una humanidad negra, morena, con el pelo ensortijado o con rizos negros y trenzas de azabache. Por lo visto queda muy poco terreno para las rubias. Pero esas rubias, falsas o naturales, han dominado el cine que ha creado las imágenes del siglo. Un solo director, Alfred Hitchcock, no admitía más que heroínas rubias y a partir de la decadencia del cine mudo, cine latino, las rubias, esta vez con voz y veto, se hicieron con las ansias femeninas y los deseos masculinos. No sólo los caballeros las preferían rubias: también, aparentemente, las señoras. Las peluquerías respiraban oxígeno puro.

Tomando la ocasión por los pelos claros, hay que hablar ahora de dos o tres rubias, dignas paradigmas. Tal vez la primera fue Mae West. Debajo de su abundante cabellera rubia, parecía un camionero con peluca, hablaba como una libertina liberada y se comportaba como una mantis religiosa que ha devorado demasiados machos de la especie. Su lema: «Sube a verme un día de éstos», parecía una invitación a la devoración. La rubia de al lado, Jean Harlow, era una pobre seguidora de la ciencia cristiana en la vida (y en la muerte) pero en la pantalla daba muestras de una agresiva vulgaridad que desde entonces se deletrea s-e-x-o. Siempre apareaba a Clark Gable por su machismo moderno, Harlow, que fue la primera rubia que perdió el pelo del otro lado de la pantalla. Para seguir siendo la rubia explosiva (sin pelo rubio no hay rubia) tendría que usar peluca hasta el fin de sus días, que no fueron muchos. Pero pudo hacer hasta el final pareja con Gable cuya famosa sonrisa estaba hecha de dientes postizos.

La otra rubia relámpago, Carole Lombard, tenía el atractivo blondo y lirondo que tuvo Jean Harlow con el sentido del humor de que hizo gala Mae West. Lombard era esa rara combinación: una rubia que no es tonta, que es sexy, que es cómica. Su mejor momento ocurrió en Ser o no ser, una comedia en que tenía tantos amantes como dudas Hamlet, encarnada por un hastiado, astado marido, que era Jack Benny. La película fue la obra maestra de Carole Lombard y de Jack Benny en su hilarante papel de Hamlet que no duda: su ser o no ser significa contar las astas de la testa. Lamentablemente, cuando Carole Lombard era más bella (su cara una máscara cara), más apetitosa (tenía las formas femeninas más generosas de Hollywood) y su talento más apreciado (era una comedianta consumada), se apareció el destino en forma de un avión que volaba bajo y terminó su carrera con un gran ruido de estrella que se estrella. Todavía es lamentada. Ahora le toca el turno a otra rubia, como Harlow, tonta y vulgar. Esa era la Marilyn Monroe del cine. Tengo que confesar que, como rubia, nunca me gustó demasiado. Mi rubia favorita fue Kim Novak o Lana Turner, venerada vidente en mi afecto.

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