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Authors: Guillermo Cabrera Infante

Tags: #Ensayo, Referencia, Otros

Cine o sardina (35 page)

Aquí entre nosotros y sin que salga de este libro (que no se entere ese Big Brother que no mira la televisión sino que nos vigila a ver quién mira esa Altamira actual), aquí quiero decir que soy el orgulloso poseedor de una videoteca de más de mil películas —todas en versión original. Ahora la televisión y la aún más maravillosa máquina de vídeo nos permiten, a ustedes y a mí, tener una cinemateca propia —que fue el sueño de Henri Langlois y la pesadilla de las productoras de todo el mundo unidas, que tienen todo que perder, hasta su derecho de copia. Si sólo esa cinemateca de uno solo, o de una familia sola, fuera la única contribución de la televisión al placer de todos, su invención de una bellota que se convierte en un frondoso árbol de imágenes, estaría justificada, porque el placer debe convenirse en haber en la cultura.

Dice Víctor Erice, eminente cineasta español, que ha rendido uno de los más señalados homenajes que el cine pueda hacer a la pintura, en su retrato de Antonio López que pinta el retrato de un membrillo, dice Erice: «El día no se acaba cuando se apaga el sol. El día se acaba cuando se apaga la televisión». Esta frase, que es una imagen, vale por todas mis palabras.

La invasión de los colores vivos

Los estados totalitarios reescriben la historia y a veces retocan las fotografías, como en la trágica vida pública de Trotsky.

El capitalismo no retoca las fotos, solamente las colorea. Recuerdo que en ese lejano pueblo de Cuba donde nací, flor y espina del tercer mundo, venía cada cierto tiempo una figura foránea cargada de prestigio y con una maleta negra que, al abrirse, lucía colores como un arcoiris dentro de un ataúd. Este visitante periódico era una presencia mitológica porque revelaba una visión del pasado que todos habían olvidado: cómo eran realmente los muertos. El viajero, que era un artista o se presentaba como tal, se brindaba a colorear o mejor, a iluminar las fotos viejas. Entonces todas las fotos eran viejas o lo que es peor, lo parecían. El retocador, que no era otra cosa, se ofrecía mediante módica suma a restaurar lo que nunca tuvieron las fotos. Es decir, el color. El visitante coloreante se anunciaba como animador de lo inanimado. «Puedo», aseguraba, «dar vida a sus fotografías». Las fotos siempre fueron consideradas muertas en mi pueblo o tal vez sólo faltas de vida. De calor, de color. Las fotos viejas estaban como muertas antes de la aparición del mago con los colores. El artista viajero era en realidad un iluminista del otro mundo en el tercer mundo.

Mi madre hizo colorear una foto de su padre, que estaba vivo pero al divorciarse (o sólo separarse) de mi abuela, ella lo desterró al olvido, que era como un limbo: «Para mí está muerto y enterrado», decía siempre que veía su foto en blanco y negro. Para mi abuela no cobró vida coloreado con colores que nunca tuvo: sus ojos se hicieron amarillos, sus labios rosa. Mi madre, que adoraba a su padre, desplegó el cuadro en el lugar más prominente de su sala. Cuando mi abuelo murió por fin, mi madre solía decir de su imagen a color: «¡Parece que está hablando!». Desde entonces para mí una foto coloreada era como un renacer o un regreso de entre los muertos. Hasta ahora.

Acabo de ver en la televisión inglesa un programa del movimiento gay que se anunciaba, de Oscar Wilde a Allen Ginsberg, propio de pederastas y poetas. Ya en el anuncio mismo había una foto de Walt Whitman, poeta y pederasta. Whitman merece la defensa que le hizo Lorca en
Poeta en Nueva York
(«viejo y glorioso Walt Whitman»), pero en la foto, que fue transmitida en un íntimo gran plano, se muestra a Whitman en 1865 reducido a un familiar Walt: los ojos azules, los labios pintados y un leve colorete en las mejillas. Whitman se soñaría en colores pero nunca apareció así, como Dirk Bogarde en
Muerte en Venecia
. No en público al menos. Se trata de un milagro de la técnica colorante que hace lo gris rosa, lo negro rojo y lo blanco un color a escoger. Sin duda por una nueva versión del viejo visitador con una maleta negra que era como el estuche de un violín que puede contener un Stradivarius o extraños virus.

Pero pronto un dominio que parecía reservado a las imágenes en blanco y negro se coloreará si no con todos los colores del arcoiris por lo menos con los colores que van del amarillo al magenta. Ahora no todas las películas profesionales son en colores, pero se colorean aún las que eran en blanco y negro. Los sueños son siempre, o casi, en blanco y negro y sólo los sueños excepcionales disfrutan del color, sobre todo del rojo, del escarlata que es el color del pecado. Las películas antes eran todas, o casi, en blanco y negro y eran como los sueños.
Eran
nuestros sueños. Rara vez,
rara avis
, rara visión esos sueños fueron en colores. Freud cree que sólo las mujeres sueñan en color, pero Freud suena a fraude a veces: yo sueño en colores a menudo y eso no me hace más mujer que mi barba. Vinieron luego al cine tiempos de confusión en que los sueños se hicieron si no rojos al menos color de rosa. Como en la más torpe literatura la magia del cine fue sustituida por el realismo o peor, por el naturalismo. Visitaba al cine el ánima Zola.

Como avance del alud de colores que se nos viene encima, ya convirtieron al macabro maestro Alfred Hitchcock, en blanco y negro en el original, en una suerte de momia móvil con vendas apenas sucias. El retocador viajero conseguía mejores efectos. Era vil, era bilis pero al menos era sólo una presentación de su programa de televisión. Allí
in anima viles
, Hitchcock se convertía en Hitch, un introductor de ultratumba a quien la tumba lo encontraba impávido.

Pero ¿qué pasa cuando se escoge una obra maestra en blanco y negro, como
Un mundo maravilloso
de Frank Capra, y se la convierte en una torpe versión de sí misma: el
remake
que nunca existió. Es como darles color a los dibujos de Leonardo o a los grabados de Doré. Es, como diría William Blake, una odiosa simetría. ¿Qué piensan los espectadores, juez y jurado, de esta lluvia de colores? Los espectadores de televisión rara vez piensan, pero sometidos a un
survey
cuando una compañía de cable privado de Nueva York exhumó
Yankee Doodle Dandy
con el duro James Cagney de punta en blanco (y negro) convertido en un monigote de color indefinido, los espectadores inundaron la emisora con peticiones, «que llegaron al 61%, de querer ver más «películas viejas», esa es la frase, «rejuvenecidas», esa es la palabra. En la emisora, ni cortos de cable ni perezosos para el dinero, ordenaron 100 películas más de las filmotecas de MGM y Warner, precisamente allí donde el blanco y negro se hizo de plata, para colorearlas «a gusto del consumidor». Un ejecutivo ejecutó: «No tratamos de convertir las malas películas en buenas. Tratamos simplemente de hacer a los grandes filmes más grandes todavía, si cabe». Si cabe se cava y las tumbas se hacen bóvedas.

La operación de colorear obras maestras del cine (y aún obras menores) recuerda la práctica de pintar por números (Picasso 70, Gauguin en Tahití 380, Van Gogh sin oreja 700) o mejor aún, al entretenimiento infantil de animar furtivos los manuales escolares con lápices de colores que harán de los libros de historia, tan grises, una historieta coloreada. Aunque hay en estos prodigiosos promotores el mismo respeto por la historia del cine que tienen los escolares por la otra historia: no hay nada gratuito en la operación. Se trata en todo caso de lograr viajar del gris al verde que tanto anima los billetes de a dólar. Dice uno de estos colosales colorantes, con algo que es algo más y algo menos que una excusa: «¿Qué prefieren?¿Una película pura olvidada y cubierta de polvo en los anaqueles del estudio o que la vea una enorme cantidad de televidentes porque está coloreada?». El argumento es digno de Hitchcock cuando decía: «Pero si no es más que una película».

Pero el guilde de directores americanos llama a este proceso «un acto de vandalismo cultural y una distorsión de la historia». Algún Herodoto heterodoxo dirá: «La historia siempre se ilustra». Mientras tanto, Woody Allen, que ha filmado cuatro de sus siete últimos filmes en blanco y negro, no tuvo un chiste en los labios sino una queja en la boca: «Es una mutilación de una obra de arte y a la vez un acto de desprecio por el público». Billy Wilder, siempre en carácter cínico, declaró el procedimiento «un caso de lógica en blanco y negro». Martin Scorsese, que tiene una memorable película novedosa en blanco y negro,
Toro salvaje
, dijo furioso al ver el color rojo: «Las películas en blanco y negro quedarán destruidas por este proceso. Es una locura hacerlo para conseguir público». Pero ¿no es este fin el medio en que se hace toda película? Un director de menor estatura, Jeremy Paul Kagan, logró mayor altura: «Es como pintarle los ojos de azul al
David
y decir que seguro que le va a encantar a Miguel Ángel».

El procedimiento dista mucho de ser perfecto pero no así las intenciones técnicas. Cada película elegida se transfiere electrónicamente a un vídeo que degrada, esa es la palabra, sus componentes en blanco y negro hasta convertirlos en reducciones a una gama de grises. Un «director de arte» (que no ha tomado parte nunca en la creación de una sola película) se sienta a su consola y se consuela escogiendo los colores (es un eufemismo técnico: todo tono sepia vencerá) para cada cara, cada vestido, cada utilería y cada decorado. Cada color se «pinta» cuadro a cuadro en una especie de animación por
computer
. Cada fotograma queda así reanimado. Los colores hasta ahora parecen gastados y abundan las tierras (como en todo arte pedestre más que telúrico), muy parecido todo a un viejo procedimiento de colorido llamado Trucolor (es decir, el color de la verdad o color verdadero) que daba risa entonces al Technicolor —que una vez fue una forma de Trucolor. Pero los viejos espectadores, vivos que somos, sabemos con qué rapidez las tecnologías avanzan y se refinan en el cine. No hay más que oír el sonido de
El cantor de jazz
de 1927 y compararlo con las bandas sonoras de sólo tres años más tarde. Las técnicas también suelen ser avasallantes, como demostró el Cinemascope, formato que en un principio era execrable y todavía está en uso. El ejemplo más a mano del aluvión tecnológico sonoro se puede observar en el arte de Charles Chaplin. Negado de plano a admitir el sonido («Si seguimos as », declaró, «pronto habrá películas odorantes»), Chaplin resultó en poco tiempo el más sonoro de los directores y el más gárrulo de los actores.

¿Es éste el fin del blanco y negro? De ninguna manera. Mientras haya ojos habrá colores. Pero otra tecnología, la cinta de vídeo y su máquina productora y reproductora, tan similar, permite ver, grabar, conservar y volver a ver cuanto uno quiera las obras maestras del cine en blanco y negro, mudas o habladas, antiguas o modernas, con una facilidad que es una felicidad. La televisión, tecnología bien diferente del proyector de películas, se ha convertido casi a pesar suyo en un magno museo del cine. Por otra parte queda el feo aspecto físico de los colorines. Lo ha escrito certero el director George A. Romero (la rima es prima), escapado de Hollywood, que hizo un film de horror llamado
La noche de los muertos vivientes
. Romero es el autor de este epitafio para fantasmas en blanco y negro resucitados a todo color: «Los actores de estas películas parecen, me parece, muertos vivientes». ¿Será este exorcismo suficiente para impedir la invasión de los adornacadáveres? Quiero advertirles que la foto de mi abuelo recobró con el tiempo su color original. Trotsky por su parte espera todavía a su restaurador.

Chaplin resucitado (por la televisión)

En mayo de 1968 fui a París por culpa de un guión hecho y una película que nunca se hizo. Allí, en la ciudad de los Lumière, mientras conversaba calmo en la Place du Beret Rouge, al fondo se oían ruidos sordos y se veían emblemas ciegos: lecturas de
La educación sentimental
en Braille sin duda. Me despedía así en el
bistro
vecino de un escritor sudamericano (cortar al azar) al que dije como adiós: «Tengo que irme. Quiero ver
El cameraman
». Le vi cara al alto autor de preguntar y eso qué es. «Una comedia de Buster Keaton», le dije y añadí, error, horror, una explicación no pedida: «Es sin duda el más grande de los cómicos silentes». (Ah,
accusatio manifesta!
) El escritor, expositor, rizó el rizo de su labio lampiño para decir displicente: «Sí, Keaton parece estar de moda ahora». Ignoraba mi opositor oportuno que Demócrito debió decir, materialista absoluto, que no hay más que moda y vacío. Todo lo que no es o deja de ser o ha sido, fue moda y la misma moda es moda y se pone de moda o es
demodé
. De moda estaban, ese año, en París, además del genio visible de Keaton, la minifalda que ya bajaba,
le glamour à l'anglaise
de Mary Quant (pr.
Marie Kwán
), el esperado español Paco Rabanne sustituía, con un golpe de dones que no aboliría la moda, a Balenciaga ya aciago y a Courrèges de plástico y melenitas. Estaban de moda atrasada el último álbum de los Beatles, que había sido «un tiro» (expresión de moda en La Habana teatral de antes) el año
anterior
en Londres (la moda cruza el canal), Jane Birkin se había ido a París (el canal inglés busca la moda) para mugir de amor temprano en un disco —¡imagínense!— escandaloso, una balada de Lennon y McCartney, precisamente hacía rugir de rabia a Joe Cocker,
Baisers volés
robaba aplausos,
Je t'aime, Je t'aime
avergonzaba al Club de Amigos de Resnais, Godard iba ya cuesta abajo en su rodaje, y esos ruidos parásitos en el
background
, ahora tan históricos como histéricos, tan de moda, pasarían al desvío, luego al desviacionismo y finalmente al desván del olvido —como esa misma primavera, fuera de Fraga o de Praga o de bragas al aire. Todo pasa y se hace pasado— hasta la prosa de Proust. El escritor explícito, alabado como un dios argentino entonces, sería dejado de un lado luego y dejaría de ser mi amigo tan pronto como (gracias a la biología de la hormona) cambiara de seso y se dejara crecer una barba revolucionaria —muy a la moda además. Se convertiría así en el Che Guevara del cuento corto,
tout court
. Che Gerezada, ¿tal vez?

Pero el tercer argentino tenía su razón: ese año y otros atrás Buster Keaton estaba de moda póstuma y había dejado de estarlo Charles Chaplin en vida. El cómico más famoso de la historia del cine (o de la historia, punto) pudo haber dicho una vez, con John Lennon, antes de ser asesinado por la fama: «¡Soy más famoso que Cristo!». Chaplin había sido en efecto más famoso que Cristo y que Marx y que Freud, judíos todos. Había sido, inclusive, más famoso que John Lennon y todos los Beatles juntos. ¿Cuándo Winston Churchill se dejó llamar Winnie por Ringo Starr? Stalin, en el Kremlin, reía con
Canillitas
y cargaba a Svetlana en sus rojas rodillas y exclamaba con codazos «
Joroschó
». (¿Presentiría tal vez a Kruschev?) Hasta Hitler mismo,
mimo
, ario, sect
ario
, le había copiado el bigotito y su melancólica comicidad impensada. (¿Alguien, en su más desatada pesadilla, habría imaginado a Atila queriendo parecerse a Charlot? ¡Ah, ahíta historia!) Chaplin, Charlie para ellas, fue además amado y amante de incontables mujeres, buenas, bellas, muchas muchachas, algunas niñas (
thanks Hollywood for little girls
) y casado contadas veces: una con Oona, mujer muy,
muy
joven, hija de un genio, atractiva, atrayente, con la que tuvo hijas de talento, equilibradas (una era equilibrista) y hasta hijos a la moda (
happy hippies
), y retirado en Suiza sería armado caballero por un país que desertó. Todavía viviría casi diez años más entre proyectos por realizar, la falsa fama del sobreviviente de todos los buques a pique (un capitán debe siempre saber nadar entre naufragios) y el último limbo de la senilidad. ¡Oh, cruel Svevo, Zenón anciano!

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