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Authors: Guillermo Cabrera Infante

Tags: #Ensayo, Referencia, Otros

Cine o sardina (30 page)

En
La condesa descalza
, donde Ava se llamaba María Vargas y era una gitana gloriosa, la publicidad del estudio la apodó «el animal más bello del mundo». Pero Ava Gardner daba en el cine más mujer que animal y sus facciones eran exquisitas —aunque no lo fueran sus modales. En
Algo de Venus
ella era en efecto la diosa Venus y considerando que la deidad original era griega su belleza bruna era el reparto perfecto. Para acentuar su cara morena fue una mulata en
Show Boat
y una mestiza india en
Bhowani Junction
. Había algo en ella, algo que no era americano y su parecido con María Félix era tan insólito que podía parecer un aire de familia. Esa familia es la de las mujeres que de alguna manera no son de este mundo. Ava sin embargo era mundana. Ella era poseedora de una belleza casi ideal para el cine: ojos (y pestañas y cejas y sobre todo su mirada), nariz, boca y barbilla eran de una rara perfección vistas una a una. Pero la coincidencia en esa cara de óvalo y huesos y piel perfectos la hacía parecer extraordinaria. Era su carácter el que era ordinario. Nunca fue una actriz de carácter porque siempre tuvo mal carácter. Fui testigo no de excepción de uno de sus exabruptos extraordinarios, ordinarios.

En 1971 las huelgas de mineros tan enconadas terminaron con el gobierno del primer ministro Edward Heath y se caracterizaron por apagones de paz peores que los de la guerra. En una de esas noches frías adentro y afuera me invitaron a una cena que sería la
soirée
del demonio. Cuando llegamos Miriam Gómez, mi hija Carolita y yo a la casa de la cena todo estaba oscuro, menos la gran sala iluminada por innumerables candelabros. Detesto comer con velas porque no veo la comida, pero en esta casa frente al museo de Victoria y Alberto las velas creaban una atmósfera, ¿cómo diré?, romántica. Al sentarme vi que había otra persona en la sala, sentada bebiendo de una copa que creí vino. La anfitriona dijo: «Por supuesto, ya ustedes conocen a—» y se detuvo y no tuvo que decir más, ¡era Ava Gardner! Ya era mayor pero se veía espléndida a media luz.

La conversación, por una de esas casualidades que crea el diablo, se desvió hacia cirugías plásticas. Pero era la dueña de la casa y Ava Gardner las que hablaban. De pronto recordé que una actricita en Hollywood, que también por casualidad era hermana de mi traductora, había sufrido un accidente que le desfiguró la cara. Desesperada envió recado a su hermana que inesperada me pidió a mí ayuda. «Si acaso ves a Ava Gardner en Londres», me suplicaba, «por favor pídele el nombre de su cirujano plástico, que le quitó la marca que le dejó una cornada». Sabía que Ava Gardner era torera pero no en el ruedo, mucho menos cogida por un toro como Pasifae. Con estas prevenciones que debieron ser previsiones, oí una voz diciendo: «Miss Gardner, ¿quién es su cirujano plástico?». Era yo. Esta sola pregunta hizo que la Gardner tirara su copa, que creí de vino, al suelo y me dijera, no, me gritara: «¡Cómo se atreve! ¡Yo nunca en la vida me he hecho una cirugía plástica! ¿Qué se cree?». Con la misma furia de la voz se levantó de su sofá y por un momento, tal era su enojo, pensé que me abofetearía hasta la sangre como un toro. Pero sólo hizo dar tumbos hacia la puerta para consternación de todos, la mayor consternación de la anfitriona que iba tras ella suplicando: «¡Ava! ¡Ava! Miss Gardner,
please
». Pero tras tres traspiés Miss Gardner ya ganaba la escalera y la calle. Por el camino, se encontró con las hijas de la dueña y mi hija, todas de diez años, y las conminó a que fornicaran si no lo habían hecho ya. «¡Empiecen temprano como yo!», dijo, y desapareció en la oscuridad.

Lo cómico es que me quedé, que me tuve que quedar, a la cena, bien alumbrada ahora porque se había hecho la luz eléctrica. Más tarde, la embajadora americana vino a sentarse al lado de Miriam Gómez y se quejó: «¿Usted no sabe que Ava Gardner estuvo aquí?». Era para decirle: «¿Como Kilroy?». Pero la embajadora añadió: «Se fue porque la insultó una cubana. ¡Estos cubanos!».

Pero esa desgraciada ocasión no fue la última desgraciada ocasión en que vi a Ava Gardner. Caminando una mañana rumbo a Harrod's vimos venir a una señora vestida con un abultado traje de correr que no corría. Caminaba hacia nosotros y según avanzaba más rollos se le veían alrededor del cuerpo y según venía era menos Ava Gardner. Es decir, era ella. Pero esa obra maestra que había hecho la vida estaba en vías de destrucción por la vida. Para colmo llevaba dos bolsas de tiendas, una en cada mano, cargadas de víveres. La vi una última vez más, repuesta pero aún más corriente, con el pelo corto y teñido de rojo y paseando un
corgi
, que es el perro favorito de la reina. Había adoptado ella ahora la imagen real pero como se sabe la reina Isabel es la más burguesa de los monarcas. Ava había regresado. Ahora era (y parecía) Lucy Johnson. Pero es Lucy Johnson la que ha muerto, mientras Ava Gardner es inmortal.

Por siempre Rita

Rita Hayworth fue más que una belleza del cine, más que una vaga vampiresa, más que el ídolo en efigie en que la convirtió el siglo. «Dios ha muerto», decretó Nietzsche pero en seguida resucitaron los dioses. Rita Hayworth fue una diosa hecha a la medida de los tiempos, pero curiosamente nadie con menos talento fue tan lejos. Su belleza se construyó poco a poco y quien como yo la vio en
Charlie Chan en Egipto
(frente estrecha, ojos minúsculos, cuerpo chato: encarnaba a una criada y una criada parecía) en 1935 apenas podría compararla con la elegante desdeñosa del héroe (nada menos que Cary Grant) en
Sólo los ángeles tienen alas
de tres años más tarde. ¿Cenicienta en Hollywood? ¿Pigmalión que encuentra una estatua de celuloide? ¿Magia blanca? Era solamente la distancia que mediaba entre Margarita Cansino (que sólo sería una versión española de Dolores del Río) y Rita Hayworth, con un padre bailarín de flamenco y una madre irlandesa, corista rubia.

Pero ya en su primera aparición como una mujer de cuidado con un marido cobarde en
Sólo los ángeles
era evidente que su misterio radicaba en su voluble vulnerabilidad: uno podía enamorarse de una mujer así y muchos lo hicieron. Incluyendo, casi, a Cary Grant, una presa difícil de capturar y más aún de conservar. Su próxima aparición (me quiero olvidar de pobres bodrios como
Bajo la luna de la pampa
,
Cargamento humano
y
Trouble in Texas
, en compañía del legendario
stuntman
Yakima Canutt, porque en
El infierno de Dante
ella no bailó más que una danza) fue en
¡Ay qué rubia!
donde sustituyó a la espléndida testaruda de Ann Sheridan. Si aún hoy uno puede lamentar la ausencia de la pelirroja sexualidad de la Sheridan (una hembra que no había que inventar), no hay duda de que la combinación de Irlanda y de España produjo en Rita católica una mujer a la medida del siglo que sería proyectada, en todos sentidos, más allá de su vida. Luego, en
My Gal Sal
, fue una corista de alto copete capaz de enamorarse de Victor Mature en la película y en la realidad. Rita mostró además una gran elegancia en colores como hizo amagos de roja vampiresa en
Sangre y arena
. Aquí, todavía, era la fuerza sexual de la cinta. Fue poco después que se encontraron dos mitos del siglo en una sola fruta prohibida, la Orsonrita.

Nosotros sus amantes en la oscuridad cómplice la admiramos en
Cover girl
y
Esta noche y todas las noches
donde bailaba algo más que flamenco. En
Sangre y arena
, sexo y sangre, su Doña Sol esclavizó bajo la luna de la pampa a Manuel Puig hasta que éste se liberó en su
Traición de Rita Hayworth
, (aunque hay técnicas de seducción fílmica en
El beso de la mujer araña
que Doña Sol no desdeñaría). Pero fue en
Gilda
donde la Hayworth cometió el más resonante
striptease
desde que Friné se desnudó ante sus jueces en la Grecia antigua. Como su verdad, Friné lo revelaba todo, Rita (ya para entonces no había más Hayworth: es la apropiación de un nombre español más rotunda hasta Lolita), de mentira, con sólo quitarse unos luengos guantes negros que convertían sus codos en rodilla oculta tras el raso, a la vez que cantaba (otra traición de Rita: estaba doblada) «
Put the Blame on Mame
» y su larga cabellera negra (en el blanco y negro nunca se veía su rojo) era ella misma un fetiche, que es lo que todo amor quiere que sea la hembra de la especie: mamantis, amantis, mantis religiosa que promete devoraciones en público y en privado. Sacher-Masoch, inventor del masoquismo, se habría perdido y encontrado en un solo guante de una mujer llamada, como el lirio, Gilda.

Después vino su aparejamiento (miento) y boda (oda) con Orson Welles para crear la envidia del cuerpo y de la mente. Orson, nunca llamado Welles, entendió que Rita era algo más que cabellera longa y seso breve: era un mito misoginista. En
La dama de Shanghai
, hecha después de deshecho el matrimonio, una Rita rubia podía ser el amor que se esconde detrás de una esquina del Parque Central o la pistola que se oculta entre las faldas y que no siempre enfunda el hombre. Rita masculla en chino y emascula a los hombres: lesa vampiresa. Ella, además, se mostró en la película y en las palabras posteriores de Welles vindicándola, como una actriz insegura y un ser humano vacilante, nada violento, siempre víctima. Saber que esa asesina blonda y lironda era en realidad (palabra que el cine nunca admite: sólo sueños) una mujer a la que vigilarle las manos cuando empuña la dura Colt calibre 32 fue un escalofrío nuevo. Desde entonces me cuido mucho de las rubias que me encuentro bajo un árbol del Parque Central —aún en La Habana. Para el ojo no hubo nunca manos más bellas, más expresivas y más asesinas. Iban de la garra en la caricia a la ponzoña (un instrumento para los labios se llama la zampoña) en el beso mortal pero aparentemente inerme. ¿Para qué hablar de sus piernas? Tormento torneado que acompañaron Fred Astaire y Gene Kelly, mejores bailarines, ay, que yo. Mientras las tetas de Rita, impertérritas, siempre permanecieron fuera del alcance del ojo oscuro.

Las leyendas que acumuló Rita a lo largo de su vida fueron muchas (prima de Ginger Rogers nunca fue, sobrina del escritor sefardí Rafael Cansinos-Assens tampoco, gran bailarina de flamenco mucho menos, pelirroja natural sin tinte porque su padre le teñía el pelo de negro, belleza que nunca necesitó afeites cuando se depilaba) y a las leyendas creadas por el cine se unieron las verdaderas leyendas del siglo: amante de Victor Mature, conocido como el bisté, que la perdió en la guerra, esposa y madre de la hija de Orson Welles, mujer del Alí Khan y princesa mucho antes de que Grace Kelly, rubia natural, cazara a su príncipe y lo mantuviera si no azul a su lado y finalmente enferma de un mal misterioso y fatal: Rita, memoria fugitiva, terminó sin poder recordar que había sido Rita.

Pero Rita era una diosa y las diosas, a pesar de Nietzsche, no mueren. Cuando el historiador del cine John Kobal, autor de su primera y mejor biografía, le sugirió el título de su libro, derivado de una conocida canción,
El tiempo, el lugar y la chica
, Rita lo objetó y propuso un cambio de nombre:
El tiempo, el lugar y la mujer
. ¿Por qué?, quiso saber Kobal con tacto sin contacto: hablaban por teléfono. «Es que», susurró Rita, «yo nunca he sido una chica». Las diosas, ya se sabe, siempre han sido mujer.

Mi memoria de Mae

Mae West ha muerto y los compositores de notas necrológicas escriben las cosas más tristes esta tarde: «Mae, la malograda», porque fue famosa nada más que medio siglo. O un obituario: «Mae llevaba más tiempo muerta que ninguna otra estrella viva». O esculpen este epitafio: «Con la prematura inmortalidad de una momia, murió Mae West a los 88 años en disputa».

Son las frases de
rigor mortis
, pero cuando estaba bien viva todavía decidí seguir las señales de Horace Greely, que apuntaba: «
Go West young man
», tal vez queriendo decir «Viaje al Oeste, joven». A mí me pareció siempre, no sé por qué, como que me urgía a conocer a la West en carne viva, como un destino. Cuando se lo dije a Mae West de viva voz en Hollywood y agregué: «Es por eso que estoy aquí, miss West», Mae me sonrió su sonrisa sabia, pero torcida, y me corrigió: «Ah el viejo y querido Horacio», y por un momento pensé en el poeta latino que declaró: «Las ruinas me encontrarán impávido», pero ella se refería al mismo Horace Greeley, el editor, y añadió: «Lo que dijo Horace en su carta al joven aspirante fue que de no encontrar fortuna en otra parte viniera a enfrentar a West la Grande».

Apabullado por su erudición americana y al mismo tiempo por mi tarea de traducir,
to face
, que es enfrentar, pero también dar la cara (y el espejo si hay porqué), me olvidé cortésmente de que estaba en realidad en el Oriente y encaraba a la esfinge cerca de las pirámides. Una voz corta, incortés, me dijo al oído: «En esta rubia legendaria contemplas casi ochenta años». Ése era el rumor más persistente en el estudio: Mae West no declaraba su edad en ninguna aduana y todos creían que cumpliría ochenta. En realidad sólo tenía 77 años. No lo parecía.

No me lo pareció a mí por lo menos esa tarde de la vista y la visita privada y mucho menos después por la noche de espectador fascinado, que es la palabra de Horacio para el mal de ojo que encanta. Cuando canta.

Había visto a Mae West en películas, por supuesto, como
She done him wrong
(título de imposible gramática rubia), donde ella invita a Cary Grant, bien verde, con una famosa frase verde: «Ven a verme un día de éstos», y su entonación era insinuación de un solo sentido. O
I'm no angel (No soy un ángel)
, con un Cary Grant más maduro, pero una Mae West siempre verde. Sólo la ausencia de la
Legión de la decencia
(todavía por crear) permitió que esta película, tal vez su mejor vehículo, la disfrutaran desde niños prodigios sexuales hasta viejos verdes.

Mae danza decente (como la actriz que nunca fue: siempre fue un fenómeno) en un circo, y su conflicto es no haber cometido otro crimen que poner a la vista su sexo antes de tiempo. Mae, después de la censura de Hays y su código, parece casi doméstica, pero nadie pudo domarla nunca y logró hacer una serie de películas (una con un título que es el mío:
Go West, young man
) y otra con ese viejo padre que fue W. C. Fields.

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