Novarro, que había sido Ramón el Camarero que Canta y se había refugiado en el vodevil antes de entrar en el cine como extra, fue para quien se acuñó, irónicamente, la etiqueta de
latin lover
. Mejor actor que Valentino (nunca se le ve abrir los ojos desmesurados), más conmovedor que John Gilbert (lástima que le abrumó su fracaso en el cine sonoro), Novarro duró más que sus dos rivales y su actuación en
El príncipe estudiante
fue maestra, mostrando una calidad encantada que Valentino ni Gilbert nunca tuvieron. Era, se veía, un hombre fino. Con el cine sonoro su único éxito fue, sorprendentemente, junto a Greta Garbo en
Mata Hari
. Su acento era mexicano todavía, es decir suave y melódico, pero una parodia le persiguió por el resto de su vida. Los guasones americanos de entonces, al encontrar a una muchacha, en vez de saludarla, le preguntaban: «
Wat's de matta, Mata?
». Después de eso Novarro fue de mal en peor y finalizó haciendo papelitos. Entre los últimos, en Crisis, junto a José Ferrer, uno de sus herederos dramáticos. Su última aparición fue con otro de sus seguidores, Anthony Quinn, en
Heller in Pink Tights
, dirigida por su amigo George Cukor. En 1968, como la Norma Desmond de la ficción del cine, Ramón Novarro interpretó su último rol ante las cámaras como en su célebre fotografía de los años veinte —completamente desnudo. Ahora su cabeza era una pulpa sangrienta y estaba muerto. Dos delincuentes menores (o menores delincuentes) atraídos por la fantasía de tesoros ocultos en la casa del actor, lo ultimaron a golpes de atizonadores de chimenea en la sala de su casa.
Lupe Vélez, que fue el epítome de la mexicana con más sexo que seso, se educó, ¿quién lo diría?, en un convento en Tejas. Como Dolores y como Ramón, Lupe venía del cine silente. En uno de los mejores filmes de Douglas Fairbanks,
El gaucho
, ella era la protagonista: ya entonces fiera furiosa de amor y de celos. En eso que en Hollywood se llama «la vida real» y que no es más que el cine por otros medios, se la llamó la «Clara Bow latina», por sus amores más allá de la pantalla. Su relación tempestuosa con Gary Cooper estuvo en todos los periódicos de la época. Como ocurrió con su matrimonio con Johnny Weissmuller, el Tarzán de los monos por antonomasia. Lupe, que no se andaba por las ramas, insultaba, peleaba, golpeaba al noble gigante que fue Weissmuller, que sólo decía «Yo Tarzán, ella la selva».
Después de haber actuado con Griffith el clásico y con el eminente Cecil B. De Mille, fue en los cuarenta, con Tarzán abandonado en la jungla que fue su matrimonio, que Lupe Vélez encontró un nicho en la noche: interpretó el papel de la
Mexican Spitfire
o la mexicana que escupía fuego y era un avión de caza en la casa. Lupe fue, por primera vez, popular en la pantalla. Pero ella, como ocurre con todos los comediantes, quería que la tomaran en serio. Nunca lo consiguió. Ni siquiera en la hora de su muerte. Ya mayor y siempre enamorada, concibió por despecho un suicidio ideal, tan mexicano como un vaso de tequila mortal. Contrató a un mariachi que le recordara su niñez (pasada, recuerden, en un convento americano), llenó la casa de flores (tan mexicanas como la magnolia y la gardenia) y ordenó a los músicos mexicanos tocar sin parar en mientes. Con la ayuda del tequila se tragó veinte pastillas de
Seconal
, el somnífero de moda y se acostó en su vasto lecho hecho para el amor, ahora para la muerte del amor y para la muerte a secas. O con tequila. Mientras, el mariachi sonaba. De pronto, Lupe, que estaba lejos de estar moribunda, sintió ganas incoercibles de vomitar. Era el efecto no sólo del tequila con el
Seconal
sino de su extraordinaria vitalidad. Corrió ella al baño —y esa salvación fue su perdición. Mientras los mariachis tocaban y cantaban a toda voz, nadie oyó los gritos de auxilio de la actriz —que se ahogó en la taza del inodoro. Tampoco tomaron su muerte en serio. María Guadalupe Vélez de Villalobos tenía al morir sólo 36 años. La misma edad que otra comedianta que quería ser seria y para probarlo tomó una sobredosis de otro somnífero de moda. Se llamaba o decía llamarse Marilyn Monroe.
Gilbert Roland (verdadero nombre, Luis Antonio Dámaso de Alonso, nacido en Chihuahua de padres españoles) es, hasta ahora, la más duradera figura hispánica en Hollywood. Modelo temprano del
latin lover
, entró al cine a los 13 años y, que yo sepa, no ha salido todavía: las estrellas no mueren, sólo se apagan para convertirse en soles negros. Roland hizo su primer papel protagónico en 1926, nada menos que junto a Norma Talmadge encarnando, ésa es la palabra, a la pareja que luego completarían Greta Garbo y Robert Taylor. Roland fue el Armand para esa
Dama de las Camelias
. Con fama de ser un galán de medianoche, en el cine como en la vida, Gilbert Roland era de veras simpático y acogedor, tanto como el
latin lover
que interpretó para Vincente Minnelli en
The Bad and the Beatiful
, tal vez su mejor película. Al menos muere entre los brazos (y supongo que entre las piernas) de una de las mujeres más atractivas del mundo, Gloria Grahame, que sin embargo ha pasado a la historia del cine como la mujer a la que Lee Marvin, mal malvado, le echó café hirviendo a la cara para desfigurarla.
Roland que compartió el reparto de Crisis no sólo con Antonio Moreno, Ramón Novarro y José Ferrer, sino con Cary Grant, tal vez el actor romántico ideal del cine, fue también una figura romántica en español en la versión española de
La vida bohemia
. (Un
soap opera
, no una ópera.) Hubo entonces en Hollywood una moda de doblar. No de doblar a los actores sino de doblar las películas, haciendo una versión en español de los grandes éxitos del momento. Muchos actores hispanos (de España, de Sudamérica) hicieron carrera, una breve y apenas memorable carrera. Los pocos que aún se recuerdan son Catalina Bárcena y, especialmente, Carlos Villarías, que sería el doble español de Bela Lugosi en
Drácula
. Villarías, a veces, es mejor actor que Lugosi, pero por supuesto el viejo Bela es Drácula.
En esta época surgieron dos actores duraderos, César Romero y Anthony Quinn. Pero Romero era una estrella con la Fox cuando Quinn todavía luchaba por hacerse notar. El tiempo ha hecho cambiar sus respectivos papeles. Fue Romero a quien primero bautizaron con la frase «alto, moreno y buen mozo». Romero, que no era alto sino muy alto, era un excelente bailarín ya en Broadway. En Hollywood, pues, fue una estrella de la comedia musical y actor ligero y actor de carácter. Ya en su vejez fue famoso en todas partes como el Joker de la serie original de televisión de
Batman
. César Romero, como curiosidad personal, no sólo es de origen cubano, sino que su bisabuelo por parte de madre fue ¡José Martí! Muchos cubanos, dentro y fuera de la isla, lo niegan. Esa negativa es una forma patriótica del machismo. ¡Cómo el Apóstol, Martí mismo, va a ser el abuelo de este bailarín que es para colmo actor! No hay más que mirar esa frente, esas cejas, esos ojos y ese bigote refinado por Hollywood para saber de dónde vienen. Martí, me parece, habría estado orgulloso de su nieto —que nació y vivió en el monstruo pero hizo de sus entrañas la materia del éxito.
Anthony Quinn, la virilidad misma, es otra cosa. Nieto de irlandeses (Quinn es su verdadero nombre), nació, ¿dónde si no?, en la mera Chihuahua. Vino con su familia de niño a los Estados Unidos, donde adquirió ese inglés sin ningún acento —a menos que él quiera acentuarlo. Padeció de joven incontables trabajos y humillaciones y como actor que empezaba, padeció incontables humillaciones y trabajos. Es posible todavía verlo en televisión de extra en una o dos películas viejas. Cuando se ganó algún papel, muy secundario, se le puede ver con el pelo acharolado y las cejas afinadas, como una versión tardía de Valentino. Es, simplemente, que querían disfrazarlo de
latin lover
. Pero Quinn ha tenido en su voz un tono bronco y en sus maneras un desplante brusco como para ser no sólo una estrella muy individual, sino también un actor de carácter.
En el principio se casó con una de las mujeres más bellas con un paso más raudo por el cine, Katherine de Mille, hija adoptiva de Cecil B. de Mille. De Mille accedió a casarla con Quinn con la promesa (cumplida) de que no lo ayudaría para nada en su carrera. Quinn, siempre individualista, aceptó el reto —y terminó él ayudando a su suegro a dirigir la segunda versión de
El bucanero
. Es posible ver dos veces (hacía de gemelos) a Quinn en la parte siniestra de
Los cazafantasmas
, la original de Bob Hope. Donde Hope era tan cobarde como siempre y Quinn ya amenazaba con ser una estrella futura. Ese momento le llegó en
¡Viva Zapata!
en que fue Eufemio, el hermano de Emiliano Zapata, encarnado por Marion Brando. Quinn, que había sustituido a Brando en Broadway en
Un tranvía llamado deseo
, en
Zapata
le robó todas las escenas posibles, incluyendo su muerte. La muerte de Brando fue dramática pero conseguida con efectos (de balas) especiales, la muerte de Quinn fue patética —y más todavía, trágica. Ese momento memorable le valió un Oscar al mejor actor secundario. De ahí arrancan su Zampanó en
La Strada
de Fellini, el viejo siempre verde en
Zorba, el griego
, el compasivo guardia civil
en Behold a Pale Horse
, el esquimal de
Sombras blancas
, el jeque árabe de
Lawrence de Arabia
—y un largo etcétera que lo hace la más internacional de las estrellas hispanas de Hollywood. Pero no es un actor-orquesta, sino una figura versátil dentro y fuera del cine.
Anthony Quinn, como su Gauguin en
Lust for Life
, es nada menos que un artista y debajo de su exterior brusco hay un enorme temperamento. Quinn es un actor que elabora sus películas aún antes de que se haga el guión. Varias veces desde 1972 ha intentado que trabajemos juntos, pero por una razón o por otra no ha sido posible. La última vez fue un proyecto que incluía varias obsesiones suyas: la pintura, el genio creador y la vejez. Sería una película sobre los últimos años de Picasso. Quinn que es en la vida real un pintor que actúa más que un actor que pinta, trató de hacer que yo reescribiera un guión que él ya había escrito. En un punto de la conversación, en que actuaba no sólo el papel de Picasso sino el de cada una de sus amantes, representaba sus cuadros más famosos y hasta hacía actuar a su caballete y su paleta, Quinn me dijo: «Mira hermano, nosotros los mexicanos…»
Tuve que interrumpirlo. «Tony», le dije, «yo no soy mexicano, yo soy cubano». «Cubanos, mexicanos», me aclaró. «Todos somos lo mismo. ¿Por qué crees tú que yo puedo ser Picasso?¿Porque soy un mal pintor? No, porque puedo ser tan español como él». La única nota falsa de este diálogo es que Anthony Quinn no es un mal pintor —tampoco lo cree él. Pero es un actor superbo que no sólo ha ganado todos los honores y mucho más dinero y ha hecho de su oficio un arte del siglo XX. Hay que agradecer a Hollywood que lo haya formado sin haberlo deformado, como hay que estar orgulloso de que Quinn exista.
Un actor hispano que fue de Broadway a Hollywood y de ahí a la fama internacional fue José Ferrer (no confundirlo con Mel Ferrer, hijo de cubanos y cuyo mérito mayor para la fama es haberse casado con la bella, grácil y siempre elegante Audrey Hepburn).
José
Ferrer nació en Puerto Rico pero su inglés, culto y perfecto, lo preparó para los más diversos roles. Su gran momento ocurrió en 1950 cuando interpretó —no, cuando
fue
—Cyrano en
Cyrano de Bergerac
. Si ustedes creen que Gérard Depardieu estaba excelente en su Cyrano (que lo estaba) es que no han visto —y oído— a José Ferrer. Ferrer hizo de la desventaja de decir los versos de Edmond Rostand traducidos al inglés una ventaja histriónica. No por gusto ganó ese año el Oscar al mejor actor que debió darse al mejor tragediante.
La carrera de Ferrer en Hollywood no fue ascendente: estaba en la cumbre desde el principio. Su debut fue en
Juana de Arco
junto a Ingrid Bergman en el papel de Delfín. La Bergman, que había eclipsado a casi todo el mundo desde su venida de Suecia (ya, ya sé: menos a Humphrey Bogart en
Casablanca
y a Gary Cooper en
Por quién doblan las campanas
) fue eclipsada por Ferrer casi como ocurrió en la historia de Francia: el Delfín, débil pero terco, domina a Juana, fuerte pero débil. De
Juana de Arco
, Ferrer pasó a ser galán a pesar de que Puerto Rico le dio el acento (solamente en español) pero no la belleza. Luego fue director-actor, después productor-director-actor y de nuevo pasó a ser actor. Ya no de galán porque el tiempo es un mal maquillista. No obstante Ferrer fue memorable más de una vez. Como el increíblemente encogido Toulouse-Lautrec para un John Huston que se hacía más alto según avanzaba la filmación. Fue el reverendo que pierde su alma por el cuerpo de Rita Hayworth en
Miss Sadie Thompson
, versión medio musical del cuento de Somerset Maugham, «Lluvia», filmado más de una vez o una vez de más. Fue un Dreyfus acusado más de catatonia que de traición en
J'Accuse
. Hizo, mal aconsejado (obviamente por su mujer la cantante Rosemary Clooney, a la que un día le cantará «Oh, Rosemary, te odio») y el fruto del mal consejo fue una versión (francesa,
¡oh la la!
) de
Cyrano
, casi con su nariz original. Pero, ya en declinación («Las estrellas, dijo un astrólogo, «declinan pero no obligan») fue un actor secundario maestro, bajo la batuta de Billy Wilder, en
Fedora
. Allí, resumía autoridad, malevolencia y disimulo. Es decir, era de nuevo todo un director de cine. Pero (lo que nunca creí) cuando murió le eché de menos.
La única dominicana, creo, que fue una estrella en Hollywood se llamó María Montez. Nadie es capaz de creer ahora lo lejos que llegó María a pesar de sus vehículos. No fue una actriz del cine mudo, sino de las muy locuaces películas de los primeros años 40. No era una mala actriz, era una actriz pésima. Era bella si uno tiene la idea de la belleza femenina que tenía Borges senil. No cantaba, no bailaba. Era de hecho esa zona de desastres que siempre declaran a un territorio después que pasa un huracán. Sin embargo, demostrando que el amor en el cine es no sólo ciego sino sordo, tuvo millones de
fans
feroces que atacaban a cualquiera que siquiera dijera: «Pues yo no sé que le encuentran». Yo no sabía qué le encontraban y fui mordido varias veces por vecinos de luneta. María Montez, cuyo verdadero nombre era África Vidal de Santos Siles y era hija de un cónsul español en la República Dominicana (vean lo que hacen los cónsules españoles cuando están destacados en América), era la reina de esa tierra que inventó Hollywood, Exótica. Pero era tan exótica como su compatriota Flor de Oro Trujillo, a quien su tirano-padre (en realidad un productor de malas pesadillas) decretó Belleza Nacional, ¿dónde si no?, en Ciudad Trujillo, capital de la República Dominicana. (¡Y pensar que ésta fue la tierra que Cristóbal Colón escogió para establecerse!) ¿Algunos
hits
de María Montez? Los ofrezco con la condición de que no me hagan relatar sus argumentos —porque no existen.
La mujer invisible
,
Asaltante del desierto
,
Al sur de Tahití
,
Las mil y una noches
(ya lo adivinaron: ella era
Sheherezada
),
La salvaje blanca
,
La mujer cobra
,
La gata salvaje
,
La sirena de Atlantis
: que es sólo una muestra. A pesar de estos pesares, el actor favorito de Andy Warhol, en homenaje se cambió el nombre por Mario Montez. Era, por supuesto, un travestí. María Montez, en la mejor tradición creada por Lupe Vélez, feneció en el baño, escaldada en una bañera de agua hirviente. La «Reina del Tecnicolor», como llegaron a llamarla, murió también a los 36 años. Algunas actrices simplemente no debían declarar su edad.