Pero Learning pinta un retrato de Hepburn como un alma sufrida, una especie de monja laica tan estoica como la madre Teresa con acento patricio. Ella es, ni más ni menos, una actriz y de lo que la biografía habla menos es de actuación. Lo que Katharine Hepburn ha logrado se envasa en latas: rollos de película no rollos. Se la presenta como un caso de masoquismo pero al final del libro cualquier lector está hasta las orejas —a menos que se llame Van Gogh— de tanta miseria humana. Se da que Sade probó con sus libros que el masoquismo puede aburrir tanto como el sadismo: después del primer latigazo todo es una lata. Hepburn sufre a Tracy como una perra fiel a su amo cruel: se le sienta a los pies, lo cuida y mima cuando está enfermo (léase resaca), le lame el ego constantemente y dice cosas como: «¿No es verdad que es grande?», «¡Es formidable!», «Es un actor de actores» y todo lo que consigue como recompensa son rechazos, insultos y castigo. Pero, un momento. ¿No es este rebajarse una forma sutil del control?
Hubo un momento revelador en Cuba cuando Tracy filmaba
El viejo y el mar
en una playa cerca de La Habana. La Warner asignó a un cubano muy capaz llamado Guido Álvarez para que cuidara (léase vigilara) a Tracy. Su tarea específica era mantener a Tracy lejos del whiskey. Tracy había jurado ante su contrato que no tocaría el whiskey mientras estuviera en Cuba. Cumplió su palabra y nunca probó una gota de whiskey —¡pero se emborrachaba con Dubonnet! Un día llegó Katharine Hepburn de Los Ángeles, vino a la playa, entró no sin antes abrir las puertas del
bungalow
y le dijo al actor, ya borracho, tres palabras: «Spencer, aquí estoy». Desde ese momento Spencer Tracy no volvió a probar el Dubonnet.
Es virtualmente (y este adverbio deriva de la palabra virtud) imposible escribir una biografía balanceada de una mujer tan contradictoria que solía darse
seis
duchas al día y sin embargo siempre tenía las uñas sucias de mugre. Pero de cierta manera Learning ha cumplido su cometido. Ella se las arregla para escribir biografías no autorizadas que no suelen ser desautorizadas pero parecen voceros del biografiado. Como ocurrió antes con Welles —en cuya biografía Orson se las arreglaba para hablar con voz de mujer. En este libro Katharine Hepburn parece atacada de
folie de grand dame
, cuando, al terminar el rodaje de
De repente en el verano
, de repente se acercó al director Joseph Mankiewicz y le escupió a la cara. ¿Lo hizo, tal vez, porque éste fue el hombre que le presentó a Spencer Tracy? Barbara Learning, más miñona que
mignone
, no explica.
Plutarco, el más grande biógrafo de la antigüedad, se fiaba más de los chismes que de las fechas. Así la biografía de Katharine Hepburn, la que amó a John Ford y a Spencer Tracy, católicos casados hasta la muerte, es la historia de una viuda paralela.
Marlene (eme perdonan si la llamo Marlene?) fue un icono capaz de superponerse a su persona —que era mitad máscara, mitad excesivamente franca. Aunque inventada prácticamente por un director de cine, Joseph von Sternberg, quien a su vez se había inventado a sí mismo asimismo: hasta su nombre era inventado. Se llamaba originalmente Jo Stern, judío que se apropió un nombre noble y luego, a propósito, fue apodado en Hollywood «
el von
». Con él, bajo él, Marlene asumió el rol de una de sus películas y se convirtió en una Venus rubia. (La película se titulaba
Blond Venus
.) Fue un icono para el ojo pagano y como una Venus en pieles nació del mar decadente que era Berlín en 1929 en
El ángel azul
. Von Sterberg le dio otro nombre, Lola-Lola, sacado de
La caja de Pandora
, de Lulú, pero declaró que la moldeó de acuerdo con su imagen de una falsa
Frau
. Los franceses, que siempre admiraron a Sacher-Masoch, inventor del masoquismo, la llamaron
la femme fatale
: una mujer de tan irresistible sexo que lleva a los hombres a la perdición. Von Sternberg hizo esta declaración de principios como fines en
Diversión en el lavadero chino
, su autobiografía tan idiosincrática como la de Marlene, subtitulada «Mi vida».
Ésta no es la primera autobiografía de Marlene. En el pasado otros hombres la escribieron por ella. En su larga (nació en 1901) vida venturosa (por no decir aventurera) ha sido sujeto y objeto de más de una biografía —que ella ni siquiera recuerda haber autorizado. Al principio de su libro, no de su vida, declara que «decidió escribirlo para aclarar numerosos equívocos». Declaración asombrosa en una mujer que ha sido siempre toda equívocos. Declarada bisexual tuvo amantes hombres pero casi siempre actores (Gary Cooper, el escritor Erich Maria Remarque, que parecía un actor, y Jean Gabin) y combinaciones homosexuales. Aún antes de
El ángel azul
era notoria en los teatros de Berlín por su afición a ejercer la
cunnilingua
con sus compañeras de reparto —entre escena y escena. Su hija María, muchos años más tarde, la acusó de haberse ido en un yate con una amante y dejarla con una niñera lesbiana —que procedió a violarla. María ahora dice que su madre conocía las tendencias de la niñera, lo que la divertía. Marlene afrontó estas revelaciones con su habitual sonrisa entre cínica y divertida. Como su persona en la vida no era diferente de sus personajes en el cine, Marlene nunca sufrió un solo desaire, ni de sus colegas ni de su fanaticada. Ella fue la que se salió con la suya.
En el amoroso retrato de Marlene (tenía que ser para el cine) que le hizo el actor y director Maximilian Schell, como una niña victoriana se la oía pero no se la veía. Por primera vez en la vida Marlene le tenía miedo a la cámara y permaneció en la oscuridad. Así le pasa al lector de esta autobiografía fraudulenta. Hay tantos hoyos negros en la nébula de esta estrella fugitiva aunque no fugaz, que nadie recuerda la vieja especie de que Marlene se llamó realmente María Magdalena von Losch, aunque su verdadero nombre es Dietrich. Marlene es una amalgama de los dos nombres bíblicos, aptos para una actriz que en el cine fue una santa y una puta —y a veces las dos encarnaciones en la misma película, como en
La Venus rubia
. Los franceses tienen una frase para ella (los franceses tienen frases para todo) y fue Jean Cocteau quien la acuñó: «Su nombre empieza con una caricia y termina como un látigo».
Desde el principio del libro Marlene se dedica a disipar viejos mitos suyos y luego procede a crear mitos nuevos —y esta tarea la lleva a cabo cuando tenía casi noventa años. Dice: «Cuando empecé este libro decidí relatar los sucesos esenciales de mi vida y mi carrera». Habla, primero que nada, de Von Sternberg. Dice que le dijo a él, al Von, una vez: «Eres Svengali y yo soy Trilby». Von Sternberg fue en realidad mucho más. Fue su Cristóbal Colón (la descubrió como una América alemana), su venerado Vespucio (le dio el nombre para el cine y para el mundo), su mago Magallanes (viajó alrededor de ella con su cámara). Dice ella: «Fue el más grande cameraman que vio el mundo». Y mucho, mucho más, fue Von Sternberg quien exclamó: «
Ich bin Marlene
». Que se puede traducir como yo soy Marlene —o más bien, Marlene soy yo. La leyenda quiere que cuando ella hacía su primera película sin Von Sternberg gritaba desesperada: «Jo! Jo! ¿Dónde estás cuando más te necesito?»
Ahora, anciana, se recuerda más sabia de lo que nunca fue. En vez de Von Sternberg (muerto hace tiempo) tiene a Jo(hann) Goethe por maestro. En vez de oír del cine el
cant
, lee a Kant. En vez de la publicidad se tutea con la literatura. Pero concluye que no hay lógica en la lógica: «no es una actividad femenina». A veces Marlene se presenta como una mujer frágil, otras como una virago blonda: la primera mujer que llevó los pantalones en el cine, en Hollywood. En su casa usaba pijamas. Con pantalones pero sin
panties
: bragas, braguetas. Como mujer era muy hombre. Hija de un oficial alemán muerto en la Gran Guerra, le dijo que no a las invitaciones de Goebbels, que decía, si cedía, sería esencial a la maquinaria de propaganda del Führer.
Nein
,
nein
, dijo dos veces ella y luego recorrió los frentes de Europa para entretener a las tropas americanas no lejos de las líneas alemanas. Lo primero requería valor, lo último era sólo arriesgado: Hitler la declaró traidora contumaz. Pero siempre fue tan alemana como el
sauerkraut
y así, la Kraut, la llamó su íntimo amigo Ernest Hemingway, a quien ella, mucho mayor, llamaba Papa. Pero tiene cuidado en su libro de decir que Papa era su amor, no su amante. Como dijo otra Venus rubia, Mae West, no eran los hombres en su vida lo que contaba sino la vida en sus hombres.
Marlene, rubia y musical, no fue un canario porque nunca cantó en jaula. En cada película que hacía lo que cantaba eran cantos de pecado, como una versión femenina de Salomón: su cantar de cantares eran canciones lúbricas. En
El ángel azul
cantó «
Ich bin die fesche Lola
». (Traduzca por favor. No, no, es demasiado para mí.) En su última película canta y hace cantar a David Bowie «
Just a Gigolo
». Dice
Collins
: «
Gigoló
n. hombre mantenido por una mujer, sobre todo ya mayor».
Von Sternberg nos dejó saber que Marlene podía cantar, pero el lector de las memorias de Marlene se entera de que fue una niña prodigio al piano y al violín y que muy joven acarició (entre otras cosas) la idea de una carrera como concertista. Su maestro de música entonces se llamaba el doctor Fleisch, que quiere decir carne, un nombre de lo que vendría después: todas sus películas tratan de la carne y no aluden precisamente al filete. Pero saber del violín y del piano y del doctor Fleisch es como oír que Greta Garbo tocaba el saxofón. Por cierto, una Greta aspirante y una desconocida Marlene estuvieron juntas brevemente en una misma película alemana,
La calle sin alegría
, no sin alergia como se ha escrito en alguna parte. Garbo era la segunda en el reparto, Marlene una extra fugitiva. Unos años más tarde las posiciones se invirtieron: Marlene era cada vez más famosa y la Garbo sólo repetía: «Quiero estar sola» —y nadie la oía.
No me vuelvo loco por
El ángel azul
: me gusta el azul pero no los ángeles. Pero aquí Von Sternberg estableció de una vez por todas la imagen de un ídolo que el siglo adoraría —aunque entonces tenía demasiada carne en todas partes. Su mejor película,
El diablo es una mujer
, fue la última que hizo para Von Sternberg. Es una fantasía erótica (¿qué otra cosa podía ser?) que pasa en una Sevilla donde llueve siempre. Primero llueve el agua improbable, después las profusas serpentinas: es carnaval y Marlene se llama Concha Pérez. Es, ya lo vieron, una fantasía de la carne en carnaval sin Cuaresma: la película se acaba antes del miércoles de ceniza con el triunfo de doña Carnal.
Con Marlene, Von Sternberg, un vienés, hizo sus mejores películas. Con Billy Wilder, un vienés, hizo sus peores películas:
Asuntos exteriores
y
Tes
tigo de cargo
. Con Alfred Hitchcock hizo una de las más atroces películas de suspense hechas jamás. Se llamaba Miedo escénico, pero debió llamarse Mierda cínica. Como dijo el propio Hitchcock: «Marlene fue de Lola-Lola a no, no, no». Pero ella disparó a Hitchcock una de sus risas sardónicas con buena puntería y mejor tino.
Desde los días de ensalada de Von Sternberg la mejor actuación de Marlene se la regaló a Orson Welles (sin cobrarle: un lazo de admiración los unía) en
Sed de mal
, momento de magia para el mago de salón que solía serrucharla en dos en la escena del Prestidigitador y la Malena. Marlene, toda de negro, era Tana, una puta envejecida que es ahora una cartomántica cerca de la frontera. «Adivíname el futuro», le pide Orson disfrazado de hombre gordo. Él es un policía corrupto y ella su vieja novia: tan vieja que ninguno de los dos recuerda el primer beso. «No tienes futuro, querido», dice Marlene con una cheruta entre los labios. «Lo has malgastado todo». Pero en realidad ninguno de los dos tiene ni futuro ni fruto.
Esta fue la última película de Welles en Hollywood y Marlene, al usar una peluca negra, gastó su imagen rubia. Era además contagiosa y Orson se hace adivino. «Éste es su último gran papel», profetizó. Al final de la película, con el policía Hank Quinlan abatido por su segundo un segundo antes, alguien le pregunta a Marlene qué pensaba del muerto. «Era una clase de hombre», queriendo decir de los que ya no hay. Lo que se puede decir también de Marlene Dietrich: qué clase de mujer. En la pantalla, en este libro, en el siglo.
Cuando un grupo de fanáticos (
fans
) vino a visitar a Louis B. Mayer en la Metro, en 1938, en su apogeo, el
tycoon
tiránico sentó en su regazo a regañadientes, a la joven Judy Garland para aseverar severo: «¿Ven a esta niñita?», señalando con la cabeza a la Judy que con 16 años ya comenzaba a ser la Garland. «Miren en lo que la he convertido. Por si no lo saben, ella era gibosa», y volviéndose a Judy Garland preguntó más retador que retórico: «¿No es verdad, Judy?». De acuerdo con el historiador del cine David Shipman, quien ha escrito la biografía definitiva de Judy llamada
Garland
(que podría tener un subtítulo, «El caso del canario cojo»), hubo una breve pausa (comercial) asombrada por parte de los visitantes pero Judy respondió: «Claro, Mr. Mayer, es así. Supongo». Supongo no queda cerca de Cipango pero Judy se alejó un tanto. Hasta Shipman, que es más generoso con Garland de lo que fue nunca con Brando, su otro biografiado, dice que el gran logro del ogro de la Metro fue disfrazar la realidad anatómica de Judy que no tenía cintura. Luego cita a una tal Frances Marion que dijo: «Judy tenía todas las características de una tortuga. Una tortuguita». Caritativo escribió Shipman: «Su anatomía podría ser perfecta para una cantante, pero no se veía muy bien en la pantalla».
La biografía cuenta cómo y a qué costo Judy Garland, la actriz infantil Ethel Gumm, creció para desmentir a Mayer y volverse una jorobada mental. De acuerdo con sus respectivos biógrafos, Marilyn Monroe y Judy Garland eran gemelas idénticas —pero reflejadas en el espejo aberrante de Hollywood. Ambas fueron producto del sistema de estudios: Garland con la MGM, Marilyn con la Fox. Garland, como se ve, no era ciertamente una belleza pero tenía un enorme talento de cantante y actriz. Marilyn no tuvo otro talento que su considerable belleza: Ambas eran inseguras y enfermizas y usaban el sexo como el medio de conseguir lo que querían. Ambas sufrían de un complejo de inferioridad que tenía su contrapeso en el delirio de grandeza. Ambas eran adictas a los somníferos y como antídoto cogieron el vicio de las anfetaminas. Ambas tenían problemas con el tiempo físico y si Marilyn fue apodada La Tardía, se podía llamar a Judy La Tardísima. Ambas se hicieron difíciles y luego imposibles y tuvieron problemas con los jefes del estudio: Monroe fue despedida al final de su carrera (y de su vida) y Garland en medio del camino por llegar tarde. (A veces con varios días de demora en una filmación donde eran esperadas ansiosamente.) Ambas murieron por propia mano, ambas gozaron de una fama mórbida póstuma una vez que la vida las trató con igual
rigor mortis
. Marilyn se hizo una leyenda luego. Judy ya lo era cuando subió a ese cielo lleno de estrellas de la Metro, como proclamaba Louis B. Mayer, a sentarse en el regazo del Gran Productor, como Cecil B. de Mille llamaba a Dios.