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Authors: Guillermo Cabrera Infante

Tags: #Ensayo, Referencia, Otros

Cine o sardina (19 page)

Fue el insomnio y las estrellas lo que lo llevó a organizar lo que se conoce como la Colección Kobal, la más grande fototeca del cine en el mundo. No hay libro de cine ilustrado ni programa de televisión sobre el cine ni memorias de una estrella que no lleve la impronta de la Kobal Collection como fuente gráfica. Primero la Colección fue un cuarto en el apartamento de John, luego tres cuartos, luego una oficina en Covent Garden con doce empleados y cinco líneas telefónicas. John estaba realmente orgulloso de su éxito comercial pero todavía más de que el museo Victoria y Alberto, uno de los más exclusivos del mundo, le hubiera encargado una exposición de un arte que John había redescubierto sin ayuda de nadie, el retrato con glamor. Fue John quien puso de nuevo en circulación los nombres olvidados de los más importantes artistas del retrato fotográfico. O más bien, cinematográfico. Había que verlo de contento cuando organizó una exposición personal en la prestigiosa National Portrait Gallery, el ala del retrato de la Galería Nacional. El artista que invitó fue el memorable, entonces olvidado, Clarence Sinclair Bull. La exposición en su honor se llamó, como su libro memoria,
El hombre que disparó a la Garbo
. El nombre era también un hallazgo de John, que, con el tiempo, se había convertido en escritor.

No creo que tuviera nunca ambiciones de ser director de cine, mucho menos de ser actor ahora, pero siempre quiso ser escritor —y lo fue. Fanático del cine se hizo también fanático de la literatura y ahí tuvo su venganza. Cuando era niño en Canadá un maestro de escuela cruel lo señaló ante toda la clase como el que nunca triunfaría. Ese mal maestro debió morir de vergüenza o víctima de los disparos de John, directos al blanco. No sólo había escrito la primera y mejor biografía de Rita Hayworth, a la que adoraba en el cine y en la vida más o menos real de Rita, sino que escribió diversos libros sobre el cine (mudo o sonoro) y sobre las estrellas del cine, y ya seriamente enfermo se embarcó en una biografía en dos volúmenes sobre Cecil B. De Mille. Murió cuando ya había completado el primer libro (de unas mil quinientas páginas) y trabajaba en el segundo volumen. Pudo encontrar verdadero solaz en la escritura y era fácil verlo trabajando diez, doce horas diarias a pesar del malestar y los dolores. John murió no de una sino de varias enfermedades sucesivas. Pero en realidad murió de la enfermedad que no se atreve a decir su nombre.

Lo más doloroso es que John era el ser social por excelencia y siempre era capaz de hacer nuevos amigos. En mi casa conoció algunos españoles notables que pasaron a ser amigos al instante. Aquí conoció a Terenci Moix, a Molina Foix, al pintor José Miguel Rodríguez, al periodista José Luis Rubio, al escritor José Luis Guarner y, último pero no el último, al teatrista Celestino Coronado. Fue Celestino quien hizo que John gozara una película inusitada y diera también muestras de su capacidad crítica. Era esa obra maestra desconocida,
Víctimas del deseo
, de Emilio Fernández, con la estupenda Ninón Sevilla. John entendió la película en un idioma, el español, que era para él
terra incógnita
. Gran conocedor de la belleza femenina enseguida proclamó a Ninón, rumbera rauda, una versión (tal vez por sus piernas exhibidas) de Marlene Dietrich. Enseguida propuso a Celestino con su antiguo entusiasmo que había que hacer un
remake
en colores. En esa ocasión John se veía más vivo que nunca y sin embargo estaba cada día más cerca de la muerte.

John era caluroso, brillante en más de un sentido y un gran conversador, lleno de anécdotas acerca de actrices, actores y pecadores, pero siempre con admiración y sin malicia, ya que los respetaba a todos, como mostró en su mejor libro,
La gente hablará
. Era encantador y había encantado a todos los entrevistados que había atrapado con su conversación en su libro.

Siempre vivió desde que lo conocí en casas espaciosas y era, como con todo, generoso con su hospitalidad. Algunas estrellas caídas habían aterrizado en su casa, para hallar allí refugio permanente. Como la difunta Verónica Lake, a quien travieso llamaba Connie Ockelman, su verdadero nombre. Lo veía muy a menudo y hablaba aún más a menudo por teléfono con él —es decir él hablaba conmigo: John siempre hablaba porque la conversación era su arte privada. Uno de los recuerdos más queridos que atesoro ocurrió en su nuevo apartamento, del que estaba realmente orgulloso. Como siempre, lo había decorado él mismo. «Esto no es un apartamento», le dije. «Es una mansión». Complacido nos hizo la turné. Todo era magnífico, especialmente el baño, un cuarto decorado en madera y mármol. «Es digno de Waldo Lydecker», le dije admirado. Lydecker era el escritor, preciosista en
Laura
, que escribía en su bañera. La analogía le gustó más que nada. John, como Waldo, era
debonair
y elegante y amaba a Gene Tierney desde lejos: era, John Kobal era, fanático de toda belleza.

Adiós al amigo con la cámara

El contestador automático no es tal. Es una máquina que revela el alma o por lo menos el carácter. El autor de la respuesta que se repite pero que no es nunca automática, se encuentra enfrentado con el micrófono oculto, con la necesidad de decir algo y ser breve. Mediante el contestador, tiene que componer su libreto y ser un autor que se dobla (o se desdobla) en actor. Algunas respuestas son de veras ingeniosas y hasta divertidas. John Kobal, por ejemplo, que fue actor, cambiaba a menudo su respuesta, siempre con música de fondo, para informarnos, casi en secreto, dónde estaba y qué hacía y cuándo regresaría. Paquito D'Rivera, que es músico, toca el clarinete y responde a dúo con su mujer, Brenda, que es cantante, al son de su último disco, Tico Tico. Néstor Almendros era diferente. Nunca cambiaba. Es decir, era el mismo. O él mismo. Su respuesta era siempre igual: un poco seca (como su padre castellano), un poco catalana (como su madre), y, en inglés, tenía un leve acento cubano. Era además directo, informativo y deferente, y separaba cada palabra para que no hubiera duda de lo que decía. Si todo mensaje puede ser terrible, ahora lo duro es que no habrá otro mensaje de Néstor, doble, como cuando se escondía tras su máquina, y decir, al reconocer a un amigo, «ah, eres tú». No habrá más, es triste, un amigo de casi medio siglo.

Néstor llegó a La Habana en 1948 para reunirse con su padre, educador y exiliado español, a quien no veía desde su fuga en 1938. Néstor tenía entonces 17 años. Lo conocí en el curso de verano sobre cine que tenía la Universidad de La Habana, ese año. El cine nos reunió, el cine nos unió. Creo, estoy seguro, que Néstor es el más viejo de mis amigos. Dolorosamente, donde dije es ahora tengo que decir
era
. Pero, por Néstor, conocí amigos que eran amigos del cine y otros que demostraron ser más amigos del poder que del cine. O amigos del poder por el cine.

Para Néstor, como para mí, La Habana fue una revelación. Pero si yo venía de un pobre pueblo, Néstor venía de Barcelona y su sorpresa fue siempre un asombro mayor. Lo asombraron la multitud de cines (y una sorpresa que nunca fue mía: todas las películas estaban en versión original); lo asombraron los muchos periódicos, las revistas profusas y entre ellas las dedicadas especialmente al cine. Lo asombró cuánta gente rubia había en La Habana. «Por culpa de ustedes», le dije. «¿No has visto cuánto apellido catalán hay en Cuba?». Incluso un presidente se llamó Barnet; otro, Bru. Le alegró que el primer mártir de la independencia de Cuba en el siglo XIX fuera catalán. Néstor, que tenía un padre castellano de pura cepa y que en Cuba se hizo cosmopolita, era catalán y en esa extraña lengua se comunicaba con su madre, la bondadosa María Cuyás, que le sobrevivió, y con sus hermanos María Rosa y Sergio. Su luminoso apartamento de El Vedado era una casa catalana.

Siempre supimos que iba a hacer cine. Néstor escogió el arte más difícil, la fotografía. Joyce declaró una vez que él era original por decisión propia, aunque estaba menos dotado que nadie para tal tarea. Néstor se hizo fotógrafo por voluntad, por una veta férrea en su carácter que asombraba a quienes no lo conocían. Empezó con una cámara ordinaria y llegó a ser un fotógrafo de primera. Pero cuando me hizo mis primeras fotografías, que estuvo dos horas fotografiando, al final de la sesión descubrió ¡que había dejado la tapa sobre la lente! Era, desde muchacho, sumamente distraído, y ya como fotógrafo profesional tenía asistentes para asegurarse de que no olvidaba nada. Solía tropezar con todos los objetos que estaban en su camino y aún con algunos que no lo estaban.

Néstor, al descubrir La Habana se descubrió a sí mismo, y al declararse homosexual cambió su vida. Pero siempre fue la discreción misma: en el vestir, al hablar, y uno piensa que así debió de ser Kavafis. La Habana fue entonces su Alejandría. Pero, entre amigos, solía bromear de una manera que era asombrosamente cubana y a la vez muy suya. Néstor, tan serio, solía ser en la intimidad devastadoramente cómico con sus apodos para amigos y enemigos: a un conocido comisario cubano lo bautizó para siempre La Dalia.

Néstor se fue de Cuba cuando la dictadura de Batista y regresó al triunfo de Fidel Castro. Casualmente había conocido a Castro al fotografiarlo en la cárcel de su exilio mexicano. Pronto se desilusionó al descubrir que el fidelismo era el fascismo del pobre. Tenía, me dijo, su experiencia en la España de Franco. «Esto es lo mismo. Fidel es igual que Franco, sólo que más alto —y más joven—». Ambos habíamos fundado, junto con Germán Puig, la Cinemateca de Cuba, que naufragó en la política. Ambos fuimos fundadores del Instituto del Cine. Ambos descubrimos que era sólo un medio de propaganda manejado por estalinistas. Cuando la prohibición por el Instituto del Cine (ICAIC) de PM, un modesto ejercicio en
free cinema
que habían hecho mi hermano Saba y Orlando Jiménez, Néstor, que había devenido crítico de cine de la revista
Bohemia
, escribió un comentario elogioso. Fue echado de la revista en seguida. Esta expulsión fue su salvación. Poco después salió de Cuba por última vez.

Néstor se hizo un fotógrafo famoso en Europa. Ésta es una reducción de la realidad. Néstor pasó trabajo, necesidades y hasta hambre, como lo atestiguó su amigo Juan Goytisolo, en París. No fue el fotógrafo favorito de Truffaut y de Rohmer de la noche tropical a la mañana francesa. Lo vi a menudo entonces y supe que llegó a dormir en el suelo de un cochambroso cuarto de hotel que alquilaba un amigo. Néstor siempre fue indiferente a la comida, pero lo que tenía que comer en la Ciudad Universitaria no era
nouvelle cuisine
precisamente. Para proseguir su vocación, llegó a rechazar una oferta de un lujoso colegio de señoritas americano (donde ya había enseñado en su segundo exilio), y persistió en su empeño en Francia, donde se sostenía haciendo documentales para la televisión escolar. Pasaron años antes de que lo invitaran a fotografiar un corto en una película de historietas. Fue así, con trabajo, a través de su trabajo, que se hizo el fotógrafo que fue.

Tengo que hablar, aunque sea brevemente, de su oficio, que era una profesión, que era un arte, que era una sabiduría. Néstor no era el escogido de Truffaut, de Rohmer, de Barbet Schroëder, de Jack Nicholson, de Terry Malick y, finalmente, de Robert Benton por su cara linda, que nunca tuvo, a pesar de su coquetería de lentillas y sombrero alón. («Tengo», solía decir, «cara de besugo»). Todos esos directores, y otros que olvido, usaban a Néstor una y otra vez porque Néstor no sólo fotografiaba sus películas, sino que resolvía problemas de decorado, de maquillaje, de vestuario, con su considerable cultura, sino que reescribía los guiones, como hizo con la fracasada penúltima película de Benton. Trabajaba con el director antes y después de la filmación, enderezando entuertos, que eran muchas veces del director, y hasta resolvía problemas de actuación durante el rodaje. Y aún antes, mucho antes. Hace poco, un guionista americano laureado le pidió que leyera su guión sobre la vida y hazañas de Cortés. Néstor hizo sus comentarios siempre sabios. Incluso evitó al escritor una metida de pata hercúlea cuando descubrió Néstor que Cortés estudiaba en el cine su plan de campaña ¡sobre un mapamundi! Néstor, más cortés que Cortés, le indicó al guionista que era un anacronismo, como cuando Shakespeare en
Julio César
hace sonar 21 cañonazos a la entrada de César en Roma. La comparación con Shakespeare no sólo era caritativa, sino halagadora. Así era Néstor Almendros.

Si Néstor tuvo una vida sexual discreta, tuvo una vida política abierta de ojos abiertos. Pocos extranjeros (aunque Néstor era un cubano honorario: la mayor parte de sus amigos y muchos de sus enemigos somos cubanos) han hecho tanto, pero ninguno más, por la causa de Cuba. Fue Néstor quien alertó al mundo, gráficamente, cómo era la
caza de brujas
sexuales en la Cuba castrista con su
Conducta impropia
, en la que se hablaba y casi se veía por sus protagonistas los campos UMAP para homosexuales que Castro creó. Muchos podrían decir que le iba un interés en ello. Néstor produjo otro documental, aún más revelador, en
Nadie escuchaba
, sobre los abusos contra los derechos humanos en la Cuba castrista. Fue este documental esencial para que se condenara al régimen de Castro en todas partes y sobre todo en las Naciones Unidas ahora. Como con
Conducta impropia
, Néstor había venido a estos proyectos por una visión que era una convicción: transmitía su horror antifascista, nacido en la España de Franco, pero reencontrado en la Cuba de Castro. Ahora mismo, ya herido de muerte, trabajaba (junto con Orlando Jiménez, su colaborador de
Conducta impropia
) en un documental hecho de documentos sobre la vida, juicio y muerte del general Ochoa, la más propicia víctima de Castro.

Es dura la muerte de Néstor. Para mí, para sus amigos, para sus fanáticos, que juraban que era uno de los grandes fotógrafos de la historia del cine. Para mí, como espectador que cree que la fotografía es la única parte esencial de una película, sólo tiene, si acaso, un rival actual en Gordon Willis, el que fue fotógrafo favorito de Woody Allen y de Coppola. La ventaja de Néstor es su modernidad clásica, visible tanto en
El niño salvaje
como en
La rodilla de Claire
, o su aura romántica en Días de cielo (que le ganó el Oscar en 1979), o su elegancia
art déco
en
Billy Bathgate
, su última película, que contribuyó tanto a su muerte.

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