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Authors: Guillermo Cabrera Infante

Tags: #Ensayo, Referencia, Otros

Cine o sardina (23 page)

Cantinflas era, personalmente, un hombre insoportable. Cuando lo entrevisté en pleno auge de su carrera, me declaró con una insistencia estúpida que quería hablar
solamente
de sus obras pías. Le expliqué lo mejor que pude que había venido a verlo por sus películas. Pero repetía que había que reconocer su importancia como benefactor no de las artes y las letras sino de grupos sociales en todas partes. La entrevista fue, literalmente, un evento que no tuvo lugar y nunca la publiqué. Pero pensé que Cantinflas se había creído, en un sentido samaritano, su pregunta a la viejita que encontró desganada entonces y no muerta de hambre. Ahora Cantinflas daba limosnas.

Tenía con qué: era uno de los hombres más ricos de América, además de gozar de una popularidad, en su auge, que era mayor que la de Keaton, Langdon o Lloyd. Así exigía siempre que sus películas se exhibieran solas en tandas múltiples. Y cuando la Columbia (inadvertida o porque su popularidad declinó) puso en el mismo programa, de relleno, otra película, Cantinflas rompió con la compañía americana. Como Greta Garbo, quería estar solo o brillar como una estrella solitaria en el promiscuo firmamento del cine.

Pero los críticos de cine y los intelectuales mexicanos siempre insistieron, torpemente, en desconocer a Cantinflas como cómico. Era no sólo el mejor comediante del cine mexicano, cuando podía llamarse cine, sino de toda América hispana. Solamente Luis Sandrini en Argentina y dos cómicos cubanos, Leopoldo Fernández («Trespatines») y Alberto Garrido («Chicharito») pueden comparársele. Cantinflas por su parte, con su entonación de barrio bajo y su sentido del tiempo cómico, podía hacer reír con una sola frase. Un policía al interrogarlo le pregunta: «¿Y usted qué cree?». Cantinflas sólo le responde: «¿Y usted qué cree que yo creo?».

Además Cantinflas dio un salto de cantidad (y de calidad a lo Hegel) al interpretar el personaje de Passepartout (olvídense SVP de su francés) en
La vuelta al mundo en 80 días
, donde logró animar hasta al paraguas de David Niven, un actor que estaba, justamente, en sus antípodas. Un intercambio con Charles Boyer es típico de Cantinflas pero no, ay, de la película. Boyer con toda su picardía parisina insiste, en su agencia de viajes, que no puede siquiera describir (guiño) a las mujeres de Bali. Cantinflas: «Por favor, trate». (Esto, en su inglés con acento mexicano, más que verlo hay que oírlo.) Cantinflas entre tantas estrellas era
la
estrella.

No sucedió así a la siguiente vez porque, de veras, nunca segundas partes serán buenas. Cantinflas hizo otra película en Hollywood,
Pepe
, que era también una superproducción, como se dice, «tachonada de estrellas». Pero que fue finalmente un estruendoso fracaso y su última aventura anglosajona. He aquí la lista de sus no pocos
partenaires
: Dan Dailey, Shirley Jones, Ernie Kovacs, William Demarest, Maurice Chevalier, Bing Crosby, Richard Conte, Bobby Darin, Sammy Davis, Jimmy Durante, Zsa Zsa Gabor, Judy Garland, Peter Lawford, Janet Leigh, Jack Lemmon, Kim Novak, Donna Reed, Debbie Reynolds, Greer Garson, Edward G. Robinson, César Romero, Frank Sinatra, Tony Curtis, Dean Martin y Charles Coburn. No hay duda de que fue aplastado, como una enana blanca, por el peso específico de las otras estrellas.

La vanidad (favor de usar el espejo retrovisor) ha sido la perdición de hombres más sabios que Cantinflas, que sólo tenía una astucia primaria. Después del enorme éxito personal de
La vuelta al mundo
vino la derrota decisiva de
Pepe
. Después de descubrir, como todos los hombres, que envejecía cada día, hizo lo que hacen muchas actrices y unos cuantos actores: se sometió a la cirugía estética. El resultado (cómico como la atroz operación ejecutada por Peter Lorre a Raymond Massie en
Arsénico y encaje antiguo
, melodramático como la urgente plástica a Humphrey Bogart en
La senda tenebrosa
) fue trágico en Cantinflas. El cirujano, el bisturí, lo que fuera, eliminó todas sus arrugas —pero ¡le cambió la cara! Cantinflas ya no era más Cantinflas. Hasta la voz parecía haberle cambiado. Pero como en las películas de horror de Hammer o de Gorman, no había ya marcha atrás.

Dicen que murió Cantinflas. Habrá muerto Mario Moreno, porque Cantinflas murió hace rato en la mesa de operaciones, junto al paraguas de David Niven (y una máquina de coser caras). Murió exactamente cuando recobró el conocimiento pero perdió su cara. Ni siquiera Chaplin, el más vanidoso de los comediantes de antes, se atrevió a alterar su máscara —que en el cómico es su persona.

Goodbye Charlie

Los obituarios son contagiosos. Tienen además la manía de unir el epitafio y el bautizo. Celebrar un centenario es participar a la vez del nacimiento y de la muerte. Casi todo el mundo, excepto Irving Berlin, cuando cumplen cien años hace rato que tuvieron su obituario. Todos los obituarios (con la excepción tal vez de Hitler) llevan una inscripción latina.
De mortuis nihil nisi bonum
. El vulgo lo traduce como de los muertos no hay que hablar mal. He hablado antes mucho de un vivo. Es hora, creo, de grabar un nuevo epitafio no con agua regia sino con agua tofana. Recuérdese que este es el veneno con que tradicionalmente Salieri mata a Mozart.

Chaplin, Hitchcock y Cary Grant son los tres grandes artistas
cockneys
que Londres dio al cine, precisamente al cine americano. Es cierto que Cary Grant nació en Bristol, pero era de clase obrera y creció en el mundo del
music hall
de Londres, donde tradicionalmente todos los cómicos son
cockneys
. Los tres modificaron sensiblemente su acento y hasta Hitchcock que no era un actor (o tal vez el mejor actor del trío) cambió su voz de verdulero por un acento petulante y espeso. Parecía como un anatomista que hace un gran esfuerzo por ser médico pero se queda en veterinario. Al revés de Grant y de Chaplin, Hitchcock se burlaba a veces de su entonación. La seductora voz de Cary Grant, que era
cockney
, que era culta, que era neutral fue definida por el director Billy Wilder en
Some Like it Hot
. Tony Curtis, para seducir a Marilyn Monroe, imita a Cary Grant. Jack Lemmon, también enamorado de Marilyn Monroe, que en la película se llama Azúcar de Caña, enfrenta a Curtis con sus pretensiones de millonario y su acento: «¡Qué ridículo!», le grita. «Nadie habla así». Es verdad: nadie hablaba así hasta que Cary Grant impuso su acento de clase obrera modificado y creó un estilo que muchos imitaron. Incluso Tony Curtis y no por parodia.

Se dice que Chaplin agonizó ante la decisión de hacer hablar a su vagabundo. La agonía más que estética fue social. Es cierto que Chaplin habló pestes (fuera de la pantalla) del cine sonoro y hasta dijo: «Ahora tenemos películas parlantes. ¿Cuándo vendrán las películas odorantes?». Pero no es menos cierto que pronto convirtió a su muñeco a la cháchara pura y su ventrílocuo se hizo gárrulo en extremo. En
El gran dictador
,
Monsieur Verdoux
y
Un rey en Nueva York
, sin olvidar a
Candilejas
, su personaje, fuera un barbero judío, un asesino francés o un rey sin corona, y aun un viejo cómico de
music hall
, hablaba. A veces hablaba mucho y a veces demasiado. Al final de
El gran dictador
hasta pronuncia un discurso interminable que Chaplin impuso a su propia productora.

El cantor de jazz
se estrenó en 1927 pero produjo más una avalancha que un cataclismo. Las víctimas de lo que era más que un nuevo sistema una verdadera revolución (de tan vasto alcance de hecho como la misma invención del cine) fueron tan pocas que se pueden contar con los dedos de una mano rencorosa. John Gilbert, más que tener una voz inadecuada como se cree, había tenido escaramuzas sociales con Louis B. Mayer, el
boss
(más que un zar era un
capo
) de la Metro Goldwyn Mayer, que era su jefe. Norma Talmadge era una mala actriz que para colmo no pudo sacarse de encima su acento de Brooklyn nunca. (Para los que tienen una memoria perversa hay que recordarles que Lina Lamont, la estrella que debe doblar Debbie Reynolds en
Cantando bajo la lluvia
era una caricatura nada afectuosa de Norma Talmadge. La Talmadge que se había cubierto de plata tanto como la pantalla, es la autora de una de las frases famosas de Hollywood. Acababa de retirarse cuando un
fan
funesto se le acercó en pleno Broadway con una libreta de autógrafos y una pluma en la mano. «Por favor, Miss Talmadge…» empezó el cazador. La Talmadge movió una mano más imperiosa que imperial y dijo: «Vete, muchacho. Ya no te necesito». Fin del
fan
.) Y hasta Greta Garbo aprendió inglés: Garbo habla.) Mientras tanto en 1928 Chaplin produce uno de sus peores largometrajes,
El circo
, que comparado con dos obras maestras de Buster Keaton (
Steamboat Bill Junior
y
El cameraman
) y con dos películas seminales de Joseph von Sternberg (
Bajomundo
y
Los muelles de Nueva York
) y todavía más: ese mismo año Victor Seastrom había hecho en Hollywood su poema del desierto,
El viento
. Erich von Stroheim dirigió
La marcha nupcial
y su obra trunca,
Queen Kelly
, inacabada por Joseph Kennedy, padre epónimo, y Howard Hawks completa
Una novia en cada puerto
, que será un modelo de la comedia americana por venir.

Mientras tanto Chaplin espera.

¿A que el cine hablado caiga en oídos sordos? ¿A que vuelvan los días mudos? ¿A regresar al
music hall
de donde había venido?

No, a algo más importante: a aprender hablar para el cine. Un crítico inglés se preguntaba qué se preguntaba Chaplin. ¿Cómo hablaría su vagabundo, en
cockney
o en acento del Bronx? Queriendo decir un acento popular americano. Pero igualmente podría haber hablado con acento de Brooklyn o con los judíos de Manhattan saldría de la Cocina del Diablo. El crítico es, como todos los críticos ingleses, de alta clase o cosa parecida. Además, lo ataca ese mal que es la fiebre de todo crítico, el patriotismo. Chaplin no podía hablar con acento del Bronx porque su personaje no es americano. Chaplin es en realidad el último autor victoriano, originado bajo el reino de Victoria como Dickens. Pero Chaplin estaba tan inseguro de cómo iba a hablar su héroe que lo enmudeció para siempre. No habla ni en
Luces de la ciudad
ni en
Tiempos modernos
y cuando lo hace en
El gran dictador
no es un
tramp
americano quien habla sino un héroe de la guerra, un alienado y un hombre tan seguro de su oratoria que es capaz de sustituir a Hitler en la arenga más luenga en su lengua. Un escritor español, Antonio Ortega, que fue el mejor crítico de cine que he conocido, solía decir: «Chaplin se acabó cuando mató a Charlot». Se refería a que en
Tiempos modernos
Chaplin era un obrero y en
El gran dictador
un barbero. El último vagabundo, en efecto, había aparecido y desaparecido en
Luces de la ciudad
. Antonio Ortega tenía y no tenía razón porque Chaplin haría,
post tramp
, una obra maestra impopular y la que es su película más popular. Se trata de
Monsieur Verdoux
y
Candilejas
. Pero hay que hablar de Luces de la ciudad como el fin de un arte.

Luces de la ciudad
no era exactamente una cinta hablada pero su concepción y su realización eran sonoras. Además tenía, como todas las películas a partir de 1929, una banda de sonido. Es decir, había ruidos y música y carcajadas. Chaplin ahora, como hizo luego con la sonorización de
La quimera del oro
, decidió componer él mismo la partitura de
Luces de la ciudad
. Pero la música incidental se le hizo accidental. Toda la banda sonora, excepto por una serie de rudas onomatopeyas al principio, está ocupada por su música. Aunque no toda la música es suya. El tema de la película es «La violetera», la tonada que hizo famosa a Santa Montiel. A Chaplin lo hizo infame. Sucedió que, como otras veces, Chaplin hizo suyo lo ajeno y sin pedirle permiso ni a Padilla ni a Montesinos, sus verdaderos compositores, puso su nombre en los créditos «Music Composed by Charles Chaplin». Es posible que la olla podrida de valses sentimentales, acordes victorianos y todo ese jazz le perteneciera, pero no le pertenecía en absoluto ese aire español que cantaba su amiga Raquel Meller. «La violetera» no era sólo el tema de la película y, como se dice ahora, la
song of the movie
, sino que la protagonista, una patética pero linda cieguita vendía violetas posada en una acera. El vagabundo, enamorado de su belleza o tal vez de su ceguera (las películas de Chaplin resultan tan sentimentales que uno se sorprende de encontrar algún sadismo entre tanto masoquismo), y los envolvía a los dos un magma musical basado en la tonadilla de Padilla. Chaplin, que siempre siguió el lema: «Nada humano me es ajeno», creyó que «La violetera» (la canción, no la ciega) le pertenecía tanto como la banda sonora, el guión, los personajes, etc. Padilla y Montesinos (o tal vez Montesinos y Padilla) entablaron pleito. Chaplin, que todavía creía que esos doce compases ajenos eran de su propiedad, se negó a transarse y decidió pelear en los tribunales. No fue nada difícil para los españoles probar que ya habían compuesto «La violetera». Hasta había discos de Raquel Meller cantando mejor el tema de Chaplin que Chaplin. Aún más, la misma música (y hasta la letra en español: «cómpreme usté este ramito/ que no vale más que un real», es lo que quiere decir la ciega muda con sus violetas) parece haber sugerido no sólo un personaje principal sino todas las peripecias a que Chaplin somete al roto enamorado: el
tramp
en la trampa. Aconsejado por sus abogados (que debían pertenecer a la firma
Flywheel, Shyster & Flywheel
), se sintió aquejado de amnesia. «Pensé», suplicó, «que esa tonada era mía, la tarareaba, la tocaba al piano, ¡hasta la cantaba en la ducha! Y éste es el resultado». «Pero usted se da cuenta, por supuesto», dijo el juez, «de que la melodía es idéntica a la que los acusadores compusieron hace años y que hasta la letra original alude a su película». «Sí», concedió Chaplin, «me doy cuenta
ahora
». «Es decir», terminó el juez, «que usted considera que una melodía es suya nada más que por que la puede silbar». No hay que decir quién ganó el pleito. Desde entonces Chaplin odió a los jueces americanos. Desde entonces o tal vez un poco antes, cuando Chaplin se casó a la cañona (prácticamente ante el altar y una escopeta) con Lita Grey, una menor a la que había conocido (bíblica o de otra manera) cuando ella tenía solo doce años. La tragedia de Polanski es que siempre quiso parecerse a Chaplin.

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