Pero no sólo la melodía podía ser una trampa para Chaplin. También podía serlo la letra. En 1941 Orson Welles, recién estrenado
Ciudadano Kane
, fue a cenar con Chaplin en la mansión en que una serie de mujeres fáciles habían dejado una huella difícil. Chaplin tenía un truco, ya viejo por conocido, en que hablaba en perfecto japonés con su mayordomo Akito. Chaplin por supuesto no sabía una palabra de japonés, idioma que Akito ignoraba también por ser un
nisei
o descendiente de japoneses nacido en Estados Unidos. Orson no se inmutó y cuando terminó el falso diálogo alargó la mano y sacó del bolsillo de la costosa fumadora de Chaplin un pollito amarillo y blanco. El asombrado fue Chaplin que no sabía que Welles era un mago de salón experto. Durante la cena Orson Welles le habló a Chaplin de un proyecto que quizás pudieran hacer juntos. Era la historia real de Henri Landrú, el francés asesino de mujeres por dinero. Chaplin dijo no haber oído nunca de semejante truhán. Tal vez Welles era indiscreto al hablar de Landrú con un hombre como Chaplin con tantas mujeres, a algunas de las cuales deseó la muerte por dinero. Welles le confió que el verdadero nombre de Landrú era Desiré, el deseado. Al oírlo Chaplin se animó. Orson se ofreció para colaborar juntos en el guión y tal vez en la película Chaplin se retrajo: odiaba las colaboraciones a nivel de guión, dirección y actuación. Era, como Orson Welles, un hombre orquesta. Welles no le recordó a Chaplin que a veces necesitaba colaboraciones musicales. Terminó la cena. No sin antes sacar Welles del bolsillo de su pechera un interminable pañuelo de todos los colores. Chaplin fingió asombro. Orson Welles anunció que su próxima película sería en colores. Chaplin dijo que odiaba el color. Orson dijo: «Goodbye Charlie».
Pero no fue un adiós muy largo. Siete o nueve meses más tarde Charles Chaplin anunció que su próxima producción sería sin su vagabundo. Los tiempos cambian, también los caracteres. Ahora haría una comedia de asesinatos basada en el conocido asesino francés Desiré Landrú. Como siempre escribiría el guión, dirigiría la película, actuaría y compondría la música. Ni la más mínima mención a Orson Welles y su idea. Landrú era del dominio público y como pertenecía al pueblo y él era el pueblo, le pertenecía a Chaplin. Pero Orson Welles no era un desconocido como Padilla o un don nadie como Montesinos. Welles era Orson, ahora más famoso que Chaplin. El agente de una parte llamó al agente de la otra. Pero Chaplin no recordaba nada. Fue entonces que Orson llamó a Charlie y le refrescó la memoria. Ahora Charlie recordó la noche de la cena con pollos y pañuelos de colores y acordó ofrecer a Orson 5.000 dólares por sus dolores al recordarle a ese notorio asesino francés conocido de todos. Orson pidió además un crédito en la película y Chaplin, siempre generoso, permitió que en la portada de
Monsieur Verdoux
un letrerito debajo del título dijera: «Basada en una idea de Orson Welles».
En
Monsieur Verdoux
Chaplin habla —y habla y habla. Su acento no es
cockney
ni de Brooklyn sino un inglés atlántico, cuidadoso y petulante.
Monsieur Verdoux
es, de veras, algo más que una comedia de crímenes: es una obra maestra y la última película que hizo Chaplin que valga la pena copiar al vídeo.
Candilejas
es una obra menor, terriblemente sentimental, que no tiene nada que ver ni con el
tramp
ni con
Verdoux
.
Un rey en Nueva York
no tiene otro atractivo que el despliegue sexual de Dawn Addams, una de las mujeres más bellas que ha dado el cine inglés y a quien en
La luna es azul
Otto Preminger exhibía ligera de ropa y de cascos para confundir al espectador. ¿Cómo es posible que estando presente esa Dawn turgente William Holden persiguiera a Maggie Macnamara, una enana difícil? El único comentario posible a
La condesa de Hong-Kong
lo hace el mismo Chaplin. Sólo aparece en la película para vomitar fuera de borda.
La última obra de Chaplin es su autobiografía, que para que no queden dudas se llama
Mi autobiografía
. Éste es un libro que narra una vida y es inexplicable cómo Charles Chaplin no se dio cuenta antes de publicarlo que es el retrato de un hombre pequeño (no sólo de físico), vano, ególatra, implacable con sus amigos y profundamente desagradable. Es, inclusive, un libro estalinista. El hombre que tanto protestó de que se le acusara de comunista tiene una entrevista con H. G. Wells, que acaba de venir de entrevistar a Stalin. Cuando Wells le dice que el sueño socialista se ha convertido en una brutal realidad totalitaria, todo lo que dice Chaplin, bloqueando la siniestra visión de Wells, es: «Sí, se cometen errores pero…» Es ese argumento, tan caro a la izquierda que, salvando distancias, cuando se habla de que las pesadillas del Sena son la realidad de La Habana, declara que no son más que
accidents de parcours
. Es decir el terror es sólo un error.
En su libro Chaplin no sólo conoce, entrevista, conversa, come y cena con H. G. Wells. También lo hace con Gandhi, con Chu En-Lai, con Einstein, con Eisenstein, con Churchill y Pavlova y Caruso y Nijinski y Hearst y su novia (a la que Chaplin hizo cosquillas y le costó la vida al director Thomas Ince) y Nehru y Picasso —
ad nauseam
. (La lista no es caprichosa: viene en la contracubierta de la primera edición de 1964 de Bodley Head, que diseñó el propio Chaplin. La autobiografía para colmo, fue corregida por Graham Greene, el autor de
Buscando a mi general
.)
Presentes los famosos y los poderosos, en la autobiografía de Chaplin están ausentes gente como Buster Keaton, que estuvo con él en
Candilejas
(por cierto la secuencia del dúo Keaton-Chaplin, maestros del
music hall
, en que el viejo Buster se hizo culpable por su excelencia, fue reducida al mínimo para que el segundo brillara más que el maestro), ni Harry Langdon, ni Groucho Marx o al menos Harpo que también se negaba a hablar ni a Laurel (que vino con él a América y juntos fueron a Hollywood) ni a Hardy. Su memoria se hizo tan renuente como cuando olvidó que Raquel Meller cantaba cuplés. Pero el olvido mayor ocurre cuando no recuerda para nada a su fotógrafo de 35 años, el leal Rollie Totheroh, que lo acompañó hasta
Candilejas
. Este olvido se hace peor en un recuerdo parcial. En la autobiografía hay una línea que dice: «Rollie, el fotógrafo, vino a mi camerino». Es un libro para olvidar.
Charles Chaplin se casó con una última mujer bella y joven y vino a vivir Europa, tuvo hijos que se hicieron actores y saltimbanquis, devolviendo a la familia al
music hall
, fue nombrado caballero por la reina Isabel II a petición de nadie y, finalmente murió en su doble exilio: de Inglaterra y de Estados Unidos. Antes del fin Néstor Almendros y un director de cine de fama efímera fueron a visitarlo con el propósito de hacer una película de su vida actual que era su vejez. Al recibirlos Chaplin aparecía viejo pero parecía normal. El director le explicó: «Hemos venido a conocer a Chaplin». Inmediatamente, como un eco, Chaplin respondió: «Yo también quiero conocer a Chaplin», con genuino entusiasmo. De haber sido, por ejemplo, una visita a Jean-Paul Sartre, esta respuesta habría sido una proposición filosófica: conócete a ti mismo. Pero inmediatamente un secretario, ubicuo, les hizo señas a los visitantes para que no hablaran más. Al poco rato, Chaplin ido doble, explicó a los visitantes que Chaplin estaba muy mal, que había empeorado en los últimos días. No sería posible entrevistarlo porque padecía de ecolalia senil. Es decir, todo lo que se le dijera lo repetiría ad nauseam. El cómico mudo terminaba su vida en una infinita banda sonora.
Néstor y el director fallido, decidieron volverse a la ciudad. Cuando se iban camino abajo Chaplin apareció a la entrada. Néstor lo recuerda enmarcado por la mortaja de la puerta. El director, americano al fin, tuvo un gesto sentimental familiar. Levantó la mano y dijo casi alegre:
—Goodbye Charlie!
Charles Chaplin respondió con alegría:
—Goodbye Charlie!
Un genio nada frecuente
Una vez escribí una semblanza de Orson Welles y la titulé: «Un genio demasiado frecuente». El título era una parodia de una pieza de Christopher Fry, dramaturgo inglés, titulada
Un fénix demasiado frecuente
. Ambos títulos, ambas piezas de literatura eran en realidad un
jeux d' esprit
. Fry, sin embargo, tiene otro título que parece venirle de perilla (término de tabaco) a Welles. Es aquel de
Que no quemen a la dama
. En el caso de Orson Welles habría que pedir «Que no quemen sus películas» porque a nuestro genio intentaron quemarlo vivo varias veces y él se portó, de veras, como un puro fénix —o un fénix con un puro.
Desde el Renacimiento no había un artista como Orson Welles de quien se pudiera decir con justicia que era, precisamente, un hombre del Renacimiento. Welles era actor de teatro, director de escena, mago de salón, escritor, adaptador, productor, director de cine, actor de cine y una personalidad única de quien hay que decir que le echaremos de menos hasta el día en que nos reunamos de nuevo en el cielo de celuloide. De otros artistas similares siempre podemos decir «Pero queda su obra». Esto no es cierto en el caso de Orson. (Esa es otra característica wellesiana: siempre, a pesar de su rareza, lo trataremos familiarmente. John Ford o Ford, Howard Hawks, Hitchcock, pero por siempre Orson.) No es cierto que Orson Welles haya dejado una filmografía completa detrás. Con excepción de
El ciudadano Kane
siempre tuvimos de él no la obra entera sino fragmentos, pedazos de películas, retazos y en el caso de
The Magnificent Ambersons
hasta un final que nunca filmó. Con todo, como muchas veces con Orson, los fragmentos componen una obra maestra, mientras las obras de sus muchos contemporáneos se ven a trozos, trizas, atroces. No estaban hechas, evidentemente, para durar.
Orson siempre suscitó la envidia cuando no el encono. Ya al llegar a Hollywood se dejó crecer una barba que era una cortina de pelos para ocultar su doble barba. Las críticas, hoy día, parecerían ridículas. Muchos directores llevan ahora barba por un tiempo: Spielberg, Lucas, Scorsese. Nadie por supuesto ha pensado que son barbas radicales. Pero sucede que en 1940 ninguna figura pública había usado barba desde el asesinato del zar Nicolás. Marx y Engels usaban barba, Lenin tenía barba en todas sus manifestaciones políticas, Trotsky con su barbita hacía parecer a Stalin con su bigote absolutamente lampiño. La barba de Orson era profusa y los periódicos dieron por llamarle La Barba. Orson podía haber sido la mujer barbuda de un circo (en realidad cultivaba su pilosidad para su rol de héroe de Conrad) y todavía habría sido criticado. Hay figuras así en la historia de las artes. Todo lo que hacía Byron, de un incesto a un ciento, era criticado. Pushkin estaba hecho de escándalo ruso y el escándalo le costó la vida en un duelo que nunca debió ocurrir. Mark Twain se quejaba ya de que la prensa lo perseguía. En este siglo Hemingway profirió idéntica queja, con barba o sin barba. Dalí, con su bigote en guía, ha sido devorado por la prensa más de una vez. Todos tienen en común con Welles una indudable capacidad publicitaria: crean atención y son noticia y después se quejan. Lo que hace que la persecución no sea mera paranoia: todos son de una manera u otra perseguidos por la notoriedad, el escándalo y la fama.
Pero en el caso de Orson ese acoso se ha extendido a su arte. Nadie impidió que Hemingway escribiera y publicara sus libros, Dalí pintaba. Pero Orson, a partir de su completo control de
Citizen Kane
(por lo que todos tenemos una deuda con la RKO Radio de entonces que nunca cedió a la presión de la Prensa Hearst y sus adláteres), después de terminar esta obra maestra absoluta se encontró en Hollywood no con los mecenas florentinos que le habían prometido sino con una oposición casi universal. Así Orson pasó de ser
enfant terrible
a ser solamente terrible. Las alabanzas de prodigio se convirtieron en las acusaciones de pródigo y Orson se transformó en una
bête noire
y su nombre de osito de peluche devino un monstruoso Oso Welles. Nadie en la historia del cine (ni siquiera los dos falsos vous, Stroheim y Sternberg o el director que era para el cine lo que Einstein para la ciencia, Eisenstein) fue de tal victoria alada a la derrota total. Orson, como Eric von Stroheim, pudo salvar la cara con afeites, barbas falsas y narices postizas porque era un actor de carácter y tenía el físico y la voz y una personalidad extraordinaria. El hombre que en plena juventud había creado una obra maestra absoluta del cine se vio en su vejez reducido a una voz que alababa la bebida que odiaba, la cerveza. Eisenstein tuvo que complacer al más terrible crítico de cine, José Stalin, que le enseñaba siempre la vía recta aunque muchas veces fue la
via smarrita
. Von Stroheim terminó fingiendo que dirigía a una Gloria Swanson demente que insistía en confundirlo con el epítome del director de éxito, Cecil B. De Mille. Von Sternberg acabó obligado a hacer una Marlene morena de Jane Russell en una Macao de cartón piedra como esa misma ciudad concebida por Orson en
La historia inmortal
, con el beneficio de dos mujeres (Blixen, Moreau) menos llamativas que la estrella ampulosa que Von Sternberg quería desinflar con sus puyas. Con Jane Russell el Von habría tenido que usar dos puyas.
Pero Welles fue en la RKO de la cima a la sima. Su siguiente película
The Magnificent Ambersons
fue montada (el verbo casi sugiere una yegua) en su ausencia, terminada del todo y exhibida antes de que Orson pudiera decir OK. Para añadir injuria al insulto la cinta fue exhibida en un programa doble junto con la obra maestra de Lupe Velez,
La fogosa mexicana ve un fantasma
. De cierta manera en ese programa Orson compartía las carteleras con Leon Erroll. Nadie, tan pronto, pudo caer tan bajo. Por supuesto Orson pasó a crear más de una obra maestra, como
El extranjero
, que Orson para darse lija llamaba su peor película. En Hollywood hizo también
La dama de Shanghai
que no sólo es un
thriller
maestro sino una de las películas más hermosas de los años cuarenta. Poco después y como adiós a Hollywood dirigió y actuó en una de las cintas más feas de los años cuarenta. Pero su fealdad es como la del día con que comienza la obra: «Un día tan feo y tan bello no he visto», dice Macbeth y lo repite Orson con un atroz acento escocés, pero con un sentido de la imagen épica trágica sólo igualable al de Eisenstein en
Iván el terrible
. No voy a hacer una crítica de todas las películas de Orson Welles, ni siquiera mencionar la media docena de obras maestras que tiene en su haber.