Miklos Rozsa es el tercer gran compositor llegado a Hollywood de Centro Europa, más tarde el músico elegido para hacer oír la música que viene de ninguna parte. Nacido en Budapest, Rozsa tuvo una excelente educación musical y fue alumno de Arnold Schoenberg en Viena —que es como decir de un pintor que fue discípulo de Picasso en París o un escritor secretario de Joyce en Zúrich. Después de haber compuesto en Londres la música para dos de las más espectaculares producciones de Alexander Korda,
Cuatro plumas blancas
y
El ladrón de Bagdad
, Rozsa se instaló definitivamente en Hollywood y enseguida compuso la música de tres películas inolvidables,
Pacto de sangre (Double Indemnity,
1944
)
,
Días sin huella (The Lost Weekend,
1945
)
y
Cuéntame tu vida (Spellbound,
1945
)
. En la última las melodías son más memorables que las imágenes, aunque éstas combinaran los talentos visuales de Alfred Hitchcock y Dalí. En ella Rozsa, siempre innovador, usó por primera vez un instrumento nuevo, el Theremin, mezcla de música electrónica y las viejas ondas Martenot francesas, recurrente que tuvo el raro honor de ser no sólo imitada sino de merecer esa forma de homenaje torcido que es la parodia. Rozsa siguió con su nueva veta dramática en films como
Los asesinos
y
El abrazo de la muerte (A Double Life,
1947
)
, con la que ganó otro Oscar (el primero lo consiguió con
Cuéntame tu vida
), para regresar más tarde a su primer estilo heroico, con
Quo Vadis
,
Ivanhoe
y sobre todo
Ben Hur
, en 1959, que le ganó otro Oscar. Pero en esta etapa nunca consiguió igualar su gran manera musical majestuosa de
El ladrón de Bagdad
. Sin embargo, con
El Cid
Rozsa volvió por un momento (y fue un momento memorable) al viejo esplendor inglés y su música contribuye grandemente a hacer de
El Cid
un espectáculo grandioso, mejor sin duda que
Ivanhoe
y
Quo Vadis
. Rozsa vivió luego oscuramente —que para un músico de cine es decir en el silencio.
El cuarto músico que hace del trío de grandes compositores de música para el cine un cuarteto de acuerdos, no vino de Europa y aunque su nombre podría indicar un origen austríaco o alemán, proviene de Nueva York. Se trata de Bernard Herrmann, compositor de un repertorio creador completo, que se encuentra cómodo en una orquesta de cuerdas solas (en Psicosis) y es a la vez capaz de componer una ópera para la pantalla —o fragmentos de ella, como su
Salambó
, oída a retazos en
El ciudadano (Citizen Kane)
. Fue Orson Welles precisamente quien llevó a Herrmann a Hollywood en 1940 para componer la música de
El ciudadano
. Al año siguiente ya había ganado un Oscar por su partitura para
Un pacto con el diablo (All That Money Can Buy)
. Por esa fecha Herrmann compondría otros acompañamientos memorables (
en Soberbia —The Magnificent Ambersons
) pero lo que lo hace notable como compositor cinemático no es su talento inmediato, sino su capacidad para sobrevivir a largo plazo todos los estilos, diversas épocas del cine y diferentes generaciones de cineastas.
En 1955 Herrmann formó pareja con otro maestro de las imágenes como Welles, pero con un diverso uso de las posibilidades técnicas, dramáticas y visuales del cine. Este hombre orquesta es Alfred Hitchcock. Su primer film juntos fue
El hombre equivocado
, que es un Hitchcock fallido. Pero ya al inicio Herrmann tiene una obertura que es su firma de la película y una marca de agua sonora para todo el tiempo que durara su colaboración con Hitchcock.
La colaboración con Hitchcock continúa creadora y en los próximos cinco años Herrmann trabajará exclusivamente con este director meticuloso, fastidioso, perfeccionista. A
El tercer tiro (The Trouble with Harry,
1956
)
, que es olvidable, sigue
Vértigo
, en que Herrmann da rienda suelta a su romanticismo derivado del buen Wagner y algunas muestras de su arte propio, como son un
ostinato
obsesivo que es el tema del film y una habanera, que llamé depravada en su estreno y ahora llamaría desquiciada, en el sentido mental y musical. Pocas veces el arte de un director de cine ha sido tan bien servido por su músico como en
Vértigo
, una película que se puede oír transcurrir con los ojos cerrados mientras la música suena sugerente. A
Vértigo
siguió
Intriga internacional (North by northwest,
1959
)
, en que las notas de Herrmann son tan juguetonas como las tomas de Hitchcock. Luego vino Psicosis, en 1960. Aquí Herrmann usó la orquesta de cuerdas con la amplitud de una sinfonía y la intimidad de la música de cámara. Después de
Vértigo
esta es la mejor partitura que Herrmann compuso para Hitchcock —y sería la penúltima. Aunque conspiraron en
Los pájaros
(Herrmann orquestó los sonidos de alas, el piar, el barullo de las aves como si fueran instrumentos en una partitura, pero, desde luego, esto no es música), la última vez que colaboraron fue en
Mar
nie
, en 1965, donde Herrmann inyectó en su vena romántica una transfusión de fluido neurótico que traduce fielmente en sonidos la personalidad patológica de su protagonista, una ladrona compulsiva. Herrmann debería haber compuesto la música para la siguiente película de Hitchcock,
Torn Curtain
, 1966, pero hubo una confusión de intereses y de intenciones, en las que el estudio Universal objetaba a Herrmann ser un músico pasado de moda y Hitchcock lo acusaba de no haber seguido sus instrucciones al pie de la letra —como si Herrmann lo hubiera hecho en el pasado, cuando se limitaba a traducir en sonido oculto el sentido de las imágenes hitchcockianas.
Es irónico que Herrmann fuera acusado de ser atrasado en los sesenta, cuando terminaría su vida y su carrera (murió de repente en Hollywood en 1977) colaborando con los directores más avanzados de los años setenta y sirviendo de maestro de inauguraciones musicales a las visiones aún imperfectas de estos novatos novedosos —esas imágenes serían completadas por la música de Herrmann. No otra cosa ocurre con
Obsesión
, 1976, que es un homenaje y una parodia seria de Hitchcock, del Hitchcock romántico de
Vértigo
. Si las imágenes son nuevas (de una manera que las imágenes de Hitchcock ya no lo son, como muestran
Frenzy
y
Family Plot
, de 1972 y 1977 respectivamente, la música mantiene la atmósfera de suspense o de miedo y se completa con el tema del amor, recurrente, obsesivo. Es una de las mejores muestras del talento —su obra maestra— de Herrmann. Pero en música para el cine, extraordinaria es la que suena mientras discurren las imágenes de
Taxi Driver
(1976). Sin estos acordes bajos, sombríos, temerosos, la película perdería su eficacia para inducir el terror al tiempo que invoca una visión del infierno. Bernard Herrmann vivió en Nueva York y es esta traslación de la ciudad en sonidos lo que nos hace penetrar el misterio de la urbe que es un orbe: esa música que parece subir de las alcantarillas, surgir entre los callejones sin salida, emerger de los edificios ominosos es una miasma sonora: esa música no viene de ninguna parte, viene de todas partes, es la música ubicua, la música total, la música del cine —en que las imágenes son otra forma de música pero donde la música es la forma final de las imágenes.
Ahora que ha muerto Miklos Rozsa se puede contar. Todas las musicales notas necrológicas han hablado de su niñez de prodigio, pero el
Diccionario de la Música de Oxford
ni siquiera lo menciona. Habla, sí, de su íntimo rival en Hollywood, Eric Wolfgang Korngold, también niño prodigio y luego «compositor para el cine», categoría que molestaba a ambos. Pero sin el cine el compositor, admirador perenne de Bela Bartok y de Zoltan Kodaly, sus compatriotas eminentes, no hubiera pasado de ser otro compositor moderno rápidamente relegado al archivo de partituras del Museo Británico. Fue su música de fondo o soundtrack la que me hizo, por primera vez, reconocer esa música para empapelar (como le hubiera gustado llamarla a Erik Satie), con los acordes extraños del theremín en
Spellbound
(o
Recuerda
o aún mejor,
Cuéntame tu vida
con su feliz matrimonio de Freud y el melodrama), que a Alfred Hitchcock, sin embargo, le molestaron mucho porque, dijo sir Alfred, «se hacían oír demasiado, perturbaban». Claro que perturbaban: de eso precisamente se trataba.
Mi homenaje no es mío.
Entra entre meditativo y sombrío Jaime Soriano, el eterno
Outsider
del cine. Pero un ausente siempre se mantiene fuera y Jaime, más conocido en ciertos cuarteles de antaño como Chori Gelardino, entró estando afuera. Ocurrido en la vieja Cinemateca de Cuba, la verdadera, fundada en 1950.
El cuartel general de la Cinemateca era La Habana, pero su sala de exhibición había estado en la vetusta despertada Artística Gallega. Allí se habían iniciado sus funciones públicas con
Un perro andaluz
, con el salón colmado de espectadores expectantes y algunos que se habían tenido que sentar en la escalera afuera o desparramado por la acera. Como
Un perro andaluz
era muda esta visión invisible demostraba más devoción por el cine que la esperanza de verlo. La nueva sede de la Cinemateca (a la que yo había bautizado con cariño como la
Cinemanteca
), estaba ahora en el Colegio de Arquitectos en la calle Infanta, casi en El Vedado.
Una noche, ya empezada la función, vi en la acera del frente a un individuo que se me hizo sospechoso. Todavía no estaba en el poder Batista ni Fidel Castro había sustituido una política por otra, pero aún en esos tímidos tiempos democráticos había sospechosos en La Habana. La característica del sospechoso es que crea sospechas en todas las direcciones: Se lo advertí a Germán Puig, uno de los fundadores con Ricardo Vigón y Néstor Almendros de nuestra cinemateca. Germán, con esa alegre audacia que lo caracteriza todavía, cruzó la calle, habló con la figura de enfrente y la trajo consigo al teatro. «Quiere pertenecer», dijo Germán, indicando que Jaime Soriano, su nuevo nombre, no sólo quería ver las películas sino participar. A la siguiente semana Jaime era, por su conocimiento de idiomas, nuestro traductor. Mejor, era el intérprete de los letreritos de las películas que exhibíamos, venidas primero de la
Cinémathèque Française
, gracias a Henri Langlois pero también gracias a Germán que convenció al enorme Henri, se tuteaban, de que en una isla remota cinéfilos no menos remotos querían compartir el tesoro del cine. Luego las obras maestras, mudas pero elocuentes, venían de Nueva York, de ese museo que nadie llamaba MOMA pero lo era.
La
Cinemanteca
, tenía que ser, produjo momentos de hilaridad que hacían eco al silencio de las cintas. Uno de esos momentos ocurrió cuando se proyectaba
L'Innundation
y la película tenía huecos en los ojetes que se corrían hacia el ojo. Ocurrió varias veces y varias veces se interrumpió la proyección. En una de estas veces, con la sala a oscuras, Germán corrió hacia el micrófono de las interpretaciones y dijo en su voz poderosa ahora amplificada: «Las interrupciones son debidas a las perforaciones». Si un violador insistente quería hacer de esta frase una divisa, nosotros la hicimos un programa para nuestra
Cinémathèque
del pobre.
Jaime, ya instalado entre nosotros, produjo otra frase memorable cuando traducía los letreritos de un programa doble en que la segunda parte sería
La Chute de la maison Usher, d'après Alampó
. Terminó la primera película pero la proyección de la segunda se demoraba aún más allá de lo que para nosotros era lo normal. De pronto, las luces encendidas, el intermedio todavía interludio, se oyó la voz del que un día sería el actor Leonardo Soriano. Dijo Jaime joven: «Unos minutos mientras preparamos la caída de la casa Usher». Soriano se refería al título de la obra maestra para nosotros, conocida por nosotros. Pero yo, en el público, creí oír golpes de martillo, ruidos de sierras y las arrítmicas mandarrias que destruían no sólo la casa sino ¡la pieza de Poe!
Todos los que no murieron, como Ricardo Vigón, cogimos sin escoger el camino del exilio. Jaime, judío descendiente de sefarditas, se decidió por San Juan, ciudad nombrada en honor de uno de los guionistas de la vida, pasión y muerte de Jesús, en Puerto Rico. No sé bien por qué. Debió irse a Hollywood por su amor por el cine y su habilidad para decir mucho en pocas líneas y su arte de actor. Pero el hecho es que se estableció en San Juan, viviendo oculto excepto para unos pocos amigos. Fue como autor anónimo que le rindió, en vida, el más secreto homenaje que recibió jamás Miklos Rozsa. No como el autor de sinfonías inéditas ni de un concierto de violín que sólo existe, sonoro, en la trama visual del
Sherlock Holmes
de Billy Wilder. El homenaje de Jaime rendía tributo a unas de las obras maestras de Rozsa.
Nadie sabe qué fue a hacer Miklos Rozsa, septuagenario, a San Juan. Nadie supo cuándo llegó ni cuándo se fue. Nadie excepto Jaime, por supuesto. Rozsa llegó y sin sacudir el polvo del tiempo a sus viejas partituras europeas, se hospedó en uno de los grandes hoteles de la costa de San Juan. Estuvo varios días de incógnito, como viajaba siempre y no por elección: nadie sabía realmente quién era. En uno de esos días, el segundo o el tercero, Jaime, que seguía siendo tímido, de hablar tan bajo que sus declaraciones eran siempre susurros, se llegó a la cabina de la bella borinqueña que controlaba la música indirecta, esa música que tanto se parece a la música en el cine, y susurró sus deseos. También le entregó un
tape
a la joven técnica que se volvió nemotécnica. Extrañada le concedió a Jaime sus favores —o mejor un solo favor.
Jaime le indicó que se apostaría en el
lobby
como se había apostado frente a la Cinemateca tantos años atrás. Claro que no le dijo tanto (la interpolación es mía de ahora), sino que le pidió que cuando él levantara su mano visible (la otra la tenía tras su espalda, los dedos cruzados que es signo judío para la eficacia que depende de Jehovah) ella debía tocar el
tape
que le había dado y la música, porque era música, sonaría en todo el ámbito. Jaime no esperaba más que la llegada del ilustre visitante ya sin lustre, con el lastre de los años, viejo y (presten atención) como siempre anónimo, como conviene a un músico del cine. Cómo Jaime supo en qué hotel se hospedaba el músico es menos misterioso que cómo identificó de lejos a un hombre apenas visto en una foto vieja, ahora un anciano. No quiero olvidar que el hombre que entraría por la puerta del hotel era otro judío de otra diáspora.