Parecería que Kafka alcanzó su culminación en el cine con
El proceso
de Orson Welles, película en la que Welles confesó haber adaptado la novela «con bastante libertad». Welles estaba mejor equipado para llevar El proceso al cine que el literal Joseph Strick con su
Ulises
de Joyce, al que sin embargo destruyó al rodarlo en una Dublin actual haciéndola pasar por genuina. Pero Welles cometió un crimen sin perdón y para el que el castigo vendría antes que el veredicto: redujo toda la ambigüedad de la novela a la desaforada realidad de una pesadilla. Ya al inicio de la película Welles con su voz ominosa anunciaba: «Se dice que la lógica de esta historia es la lógica de un sueño… o de una pesadilla». Cuando, si se entiende a Kafka, la historia tiene una lógica teológica. Si K no es el inocente culpable su proceso que nunca llegará cobra sentido para Welles pero no para Kafka. De cierta manera una película muy anterior de Orson Welles
, La dama de Shanghai
, resulta más kafkiana que
El proceso
.
Paradójicamente el momento cumbre de Kafka en el cine llegó con Joseph Losey y un guión original de Franco Solina, titulado neutralmente
M. Klein
. Esta cinta es la más cabal dramatización del concepto de la angustia paranoica. Los títeres (no se les puede llamar héroes) de Kafka siempre son seguidos o perseguidos (o como en El castillo llamados pero no elegidos), por fuerzas desconocidas o irracionales que los demás toman como perfectamente lógicas. La paranoia es una manía de persecución, pero la manía termina allí donde la persecución es real. Un estado totalitario es la cura para toda paranoia pura y es en esta trampa, más lógica que teológica, que cae Klein, ese actual M. K. que vive en un París visto por los nazis. Toda la película está magistralmente actuada (por Alain Delon, una sorpresa, y por Jeanne Moreau, una vampiresa tan carnal que Kafka hubiera retrocedido ante ella de horror al crimen de la concupiscencia), concebida y dirigida por Losey con la convicción de que estilísticamente el nazismo es la puesta en escena más violenta del
Art Déco
. Klein no se despertó una mañana convertido en culpable, sino que se somete a su proceso gradual como a un juego de identidades trocadas y para su culpa —ser judío por elección— toda sentencia viene antes del veredicto: la condena está implícita en la arbitrariedad de su arresto que no llega. Para que
M. Klein
sea la película kafkiana perfecta ha sido necesario medio siglo de experiencia con Kafka en el cine. De las imaginaciones primeras de Hitchcock a la cruda pornografía neonazi de Lilliana Cavani en
El portero de noche
todos han pasado por Kafka: Hitchcock como melodrama, la Cavani como vicio gótico en colores, donde el campo de concentración se convierte en
camp
concentrado. Klein es culpable, claro. Siempre lo fue, de Borges a Beckett pasando por Ionesco, que es Kafka y carcajadas.
Cuando su discípulo el juvenil Janouch le dijo a su maestro que su obra era «el espejo de mañana», Franz Kafka se cubrió los ojos, se balanceó de manera hasídica y exclamó: «Tienes razón. Es cierto. Es probable que sea por eso que nunca puede terminar nada». Hoy el siglo y el cine son ese espejo oscuro y al escribir sobre Kafka no se puede nunca terminar del to-
No me llamo Ismael, como en Melville, pero estuve en la búsqueda de un Moby Dick de la vida real: el enorme pez espada que saldría a la superficie, vencedor vencido, en la película
El viejo y el mar
. Nunca apareció. Pero que yo estuviera al lado de Ernest Hemingway (desde entonces llamado Hemingway a secas), en su yate, navegando en la corriente del Golfo para la busca, caza (los grandes peces no se pescan, se cazan) y destrucción del gran pez espada y atraparlo con la fotografía en movimiento que se llama cine —y en glorioso technicolor, hizo a la ocasión uno de los mejores momentos de mi vida de joven reportero en La Habana. Pero no era exactamente un reportero sino un cronista de estrenos que acompañaba al famoso escritor laureado y leyenda viva, junto con una tripulación de Hollywood, para tratar de atrapar al gran pez necesario a la película de Warner Brothers que se hacía en Cuba entonces. Entonces era 1955.
La aventura comienza. «Era un viejo que pescaba en el mar», dice al principio
El viejo y el mar
, «solo en un esquife en la corriente del Golfo y había pasado ochenta y cuatro días en el mar sin coger pescado». El héroe solitario de esta historia es Santiago, un viejo pescador cubano, «que estaba definitivamente
salao
». Hemingway, cubanizado, dice que salao es el colmo de la mala suerte. También, como un pescador, llama al mar la mar y explica: «como llaman al mar en español los que la aman».
El viejo y el mar
se parece demasiado a
Moby Dick
para que los puntos de contacto sean coincidentes.
Hice la cita del libro porque había hecho una cita con su autor para estar en Cojímar (pequeño puerto pesquero cerca de La Habana donde comienza la novela) al día siguiente temprano para embarcarme en su yate
Pilar
. Tenía que estar en el atracadero a las seis de la mañana que eran las cinco en mi casa. Fui puntual pero para lograrlo no me acosté en toda la noche. Cuando llegué ya Hemingway estaba allí sentado dentro de su descapotable rojo, que conducía su mujer Mary. Antes de subir me dijo Hemingway: «Espero que no te marees». Le contesté que nunca me mareaba: para asegurarme me había atiborrado de dramamina, la droga contra el mareo. Ahora puedo decirles a ustedes lo que nadie sabía en el muelle: nunca me había subido siquiera a un bote de remos. Íbamos hacia alta mar, a alcanzar la corriente del Golfo, ese río de agua salada que corre, del golfo de México hasta Noruega, a doce millas náuticas por hora. Es una carretera líquida.
Hemingway fue atacado a bordo por una sed persistente, como si el Golfo fuera el desierto de Gobi: no hacía más que beber de un termo. Luego supe que el frasco no contenía agua sino un potente brebaje (vodka con zumo de lima) que consumía no a discreción sino a indiscreción. Un trago y otro fueron su desayuno. El viaje fue lento hacia el rápido río tropical que viaja a Europa, como estas páginas. Llevados ahora por la corriente, no habíamos visto otra cosa que peces voladores. Según Gregorio, el otro capitán a bordo, los peces voladores vuelan fuera del mar porque son perseguidos por peces voraces: tiburones y tal vez
pejes
espada. Pero no vi un pez espada cazando peces voladores para cazarlo en todo el día. Sólo vi a Hemingway. Se veía aburrido y su interés en el mar en general y en el pez espada enorme en particular disminuía según avanzaba la inclinación del termo de su codo a su boca. De pronto dejó su puesto de mando a popa, se escurrió a estribor, cruzó a babor con dirección a la proa —terminología marina que no aprendí de Hemingway sino de Conrad. Luego, todavía con su frasco en la mano, fuese y no hubo nada. Ahora se tendió en cubierta cuan largo era (un metro ochenta por lo menos), usó uno de sus fuertes brazos bajo su cabeza como almohada —y se quedó dormido. Tal vez estuviera soñando con los leones en una playa de África. Así termina
El viejo y el mar
: en el fracaso pero no en la derrota.
Cuando se despertó Hemingway repartían un almuerzo caliente sacado de los termos que usan en el cine para dar de comer a dioses menores: todo el equipo de filmación que vino a filmar el más gran pez espada del océano Atlántico y tal vez del mundo occidental. Hemingway ni siquiera olfateó mucho menos probó uno de los enormes bistés humeantes que sacaban de sus vasijas como un mago de salón extrae conejos de su chistera. Pero de pronto Hemingway gritó: «
Number one!
». Creí que era que avistó el primer pez espada. Pero era un anuncio de que iba a orinar. Como su yate carecía de urinarios por dar amplitud a la cabina, se fue a orinar en el mar. Parecía una injuria pero Hemingway se arrimó a la borda (no recuerdo si a estribor o a babor) y meó en el mar, en la majestuosa corriente del Golfo.
Más tarde y al grito de «
Number one two!
», Miss Mary, como era conocida Mrs. Hemingway, se acercó tambaleante y femenina a la otra borda. Pero Hemingway, púdico, pidió que todos volviéramos la espalda al mar y a Miss Mary. Nos volvimos y no supe con qué maña imitó a su marido.
Todo lo que cogió Hemingway no fue una borrachera (siempre lo vi bebido pero nunca borracho) sino dos tiburones: feos, color tabaco lavado, persistentes, que colgaron cogidos con una cuerda por la boca siguiendo al
Pilar
durante media tarde. Todavía estaban vivos cuando dimos (dio el
Pilar
) una vuelta entera para regresar a puerto. Antes de llegar a Cojímar con los dos tiburones como motores fuera de borda, Hemingway entró al interior del yate y, de donde debía haber habido un retrete, ¡salió con una ametralladora Thompson! Por un momento temí que me fuera a fusilar: un intruso en el mar que no se marea. Pero lo que hizo fue inclinarse por la borda de popa y ultimar con su metralleta a los dos
galanos
—cuyo único crimen era haber sido tiburones (los villanos de
El viejo y el mar
que devoran al gran pez espada) y dejarse coger por la carnada y el anzuelo cebados para
the great marlin
, el castero que fue gloria y miseria de un pescador— de un «viejo que pescaba en el mar».
Ningún arte ha estado tan indisolublemente ligado a otro como el cine a la música. El teatro aparece íntimamente conectado con la poesía, pero los dos son formas literarias. Es cierto a su vez que la unión del teatro con la música está en los orígenes griegos, pero no hay una relación de dependencia tan decisiva como entre el cine y la música y se puede decir que el verdadero drama musical, que Wagner creyó hallar en la ópera, está en el cine. Sin siquiera contar las comedias musicales, el cine necesita tanto de la música como de las imágenes en movimiento. Si existen películas sin música (como se empeñaba en hacer Luis Buñuel: el director era sordo y, como un enfermo siempre quería hacer partícipe a los demás de su mal, contagiarlo: así, al contrario de Beethoven, Buñuel trató de negar la música al no dejarla oír) también hay films compuestos de foto-fijas, como
La Jetée
, la pretenciosa cinta de Chris Marker —fijeza que no niega el movimiento. Sin embargo el cine sonoro no se desarrolló hasta treinta años después de la invención del cine. Las artes, desde la más remota antigüedad, habían dependido de la percepción humana, de los sentidos y solamente su transmisión necesitaba de la técnica. Algún arte, aparentemente nuevo, como la novela, parecía haber surgido con la imprenta. Pero ya había novelas antes de haber imprenta. El cine, sin embargo, siempre dependió del cinematógrafo: el arte nació de la invención. Pero había algo en el cine mismo que necesitaba de la música y así desde los primeros años las películas eran acompañadas por pianistas, cuartetos de cuerda y hasta pequeñas orquestas. En época tan temprana como 1908, el afamado compositor Camille Saint-Saëns compuso música para el film
El asesinato del duque de Guisa
. Ésta es la primera asociación entre un compositor sinfónico y el cine. Después de la invención de la banda sonora habría muchas, tal vez demasiadas. La primera película hablada,
El cantor del jazz
, era significativamente una película cantada. En ella Al Jolson, con su entusiasmo de siempre, se atrevió a decir dos o tres frases históricas que no estaban en el guión. El objetivo inmediato de la película era dejar oír la voz humana haciendo música. Esta cinta sonora terminó con el cine silente, un arte que era incompleto porque le faltaba el primer elemento de comunicación dramática, que es la voz. Pero al mismo tiempo hizo desaparecer el piano o la orquesta que sonaban delante de la pantalla, a plena vista, para hacer a los músicos invisibles: la música producida no en la misma pantalla sino detrás, aparentemente viniendo de ninguna parte.
Las primeras películas sonoras tenían como música préstamos hechos a Chaikovski, a Wagner, a Chopin, pero pronto los estudios contrataron a compositores vivos menos eminentes, aunque mucho más eficaces. No habría un Saint-Saëns entre ellos ((más bien Honegger y William Walton y Aaron Copland que vendrían después), pero los mejores músicos resultaron ser compositores desconocidos con un gran dominio de la técnica musical y una comprensión cabal del rol de la melodía en el cine. Así nació la música de películas tan distinta, reconocible. Como Hollywood era el centro del mundo del cine (y de paso quien mejor pagaba) allí sin buscar mucho habría que encontrar a estos compositores. Uno de los primeros fue Max Steiner, inevitablemente venido de Viena y ya establecido en Hollywood en 1931. Entre sus créditos iniciales están
Cimarrón
(1931),
King Kong
(1933) y en 1934 gana su primer Oscar con la música de
El delator
, esa insoportable mezcla melodramática de John Ford y Dublín insurrecto que es más bien Dostoievski en Irlanda visto desde Hollywood. Cinco años después Steiner tiene su momento de gran popularidad al componer la música para
Lo que el viento se llevó
. Sin embargo, para mí la cumbre de su talento está un poco más allá, en la música de
La excéntrica (Now Voyager)
, que es tan inolvidable como la cursi frase final dicha por Bette Davis. Steiner hizo muchas más películas y se ganó otros dos Oscares pero aunque vivió hasta 1972, ya en
El tesoro de la Sierra Madre
(1947) su canción se oía cansada.
Otro gran compositor de Hollywood, Erich Wolfgang Korngold, también nació en Europa Central, en Checoslovaquia, pero (la música en la ópera cuando no es una gran guitarra para acompañar a los cantantes, ahoga las voces —los ejemplos diversos están presentes en un solo compositor, Verdi— con un torrente musical y las palabras son siempre ininteligibles: la ópera más que una forma de arte es un magma musical) había sido un niño prodigio musical y era un compositor sinfónico de nombre cuando se instaló en Hollywood en 1935. Como Steiner, Korngold vino contratado por la Warner, la compañía que no por gusto produjo
El cantor de jazz
, para introducir el sonido —es decir, la música— en el cine. Korngold compuso la partitura de la pretenciosa
El sueño de una noche de verano
(un gran atrevimiento, sobre todo desde que existe la obra maestra de Mendelssohn) y
para Engaño (Deception,
1946
)
llegó a componer hasta un concierto para cello y orquesta. Sin embargo su monumento musical en el cine es la partitura para
Las aventuras de Robin Hood
(1938), en que no se sabe quién es más galante y audaz y risueño, si Errol Flynn o Korngold —los dos extranjeros en Hollywood, los dos convertidos en memorables gracias al cine sonoro.