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Authors: Guillermo Cabrera Infante

Tags: #Ensayo, Referencia, Otros

Cine o sardina (44 page)

Nicholas Ray, un hombre cruel con todos y consigo mismo, nunca estuvo enamorado de Gloria Grahame y se casó con ella de rebote y por su insistencia. Gloria nunca estuvo mejor que en ese papel de mujer enamorada, presa de la violencia y finalmente abandonada. Pero al revés de Ray entonces Bogart fue un perdedor total que claro perdía también a Gloria. En un nivel actual Bogart es abusador con todos: su agente, un autista que pasa, con su mujer que no será nunca su mujer. Gloria le ama, le amará tal vez para siempre: ella nació cuando él la besó. Ese amor, cruel sentimiento dramático de la vida, fue el que sintió Gloria Grahame por Nicholas Ray. Ella, que era la mujer infiel por antonomasia en casi todas sus películas (excepto, ironías del arte, en
En un lugar solitario
) fue fiel a Ray más allá de la muerte (él murió en 1979, ella en 1981) y se casó con su hijo. ¿Quieren un mejor cuento de amor y de muerte?

De entre los zombies

Cuando se estrenó
La invasión de los ladrones de cuerpos
(
Invasion of the Body Snatchers
: su título ahora parece otra película más de George A. Romero) alguien escribió que era una alegoría anticomunista. Años después se dijo que era una referencia clara a la llamada Era de McCarthy. El péndulo de la ambigüedad había completado su vaivén. La realidad es que
Muertos vivientes
, dentro del género que inaugura y que cabalga a la vez, la ciencia ficción y el horror, es una película antitotalitaria: no hay otra manera de verla. Pero que las palabras alegoría y totalitario se refieran a lo que fue una pequeña película B, para exhibirse de relleno en programas dobles, muestra hasta qué punto la obra maestra de Don Siegel (cuando todavía no se firmaba Donald Siegel) al ser fiel a su época era una película visiblemente adelantada —y copiada a veces y hasta calcada después en un
remake
inútil por suntuoso, otro
remake
de Abel Ferrara. Hay sólo un axioma para el espectador: los que no recuerdan las viejas películas están condenados a ver refritos. (Véanse
Psycho Dos
,
Witness for the Prosecution
,
The Bride of Frankenstein
: todas
remakes
o secuelas.)

La historia es simple. Un médico joven (Kevin McCarthy, hermano de Mary pero sin parentesco con el senador Joseph) regresa a Santa Mira, su pueblito, después de una breve ausencia y encuentra extraños síntomas entre los vecinos: una sobrina dice que su tío no es su tío, un niño llora porque su madre parece su madrastra: hasta tal grado son idénticos pero ajenos. La enfermedad no está en los libros de medicina (un

jà-vu
convertido en
jamais-vu
) y el médico se limita a enviar a sus enfermos al psiquiatra local. (Como son los años cincuenta, ya tiene analista el pueblo.) Esa noche, sin embargo, un amigo escritor (se conoce enseguida que es escritor: habla con una pipa en la boca) convoca al médico a su casa y le muestra, pálido sobre verde (está sobre una mesa de billar: hay películas en blanco y negro que llegan en su intensidad a evocar el color), una extraña visita no invitada: un facsímil exacto, no informe pero todavía en formación de la vera efigie del escritor, casi como una invitación a una inmortalidad prematura. Luego aparecen otros duplicados de los próceres del pueblo y hasta de los más humildes. La epidemia no reconoce clases: todas las copias son iguales, aunque, por su conducta, algunas copias son menos iguales que otras. Así el psiquiatra tendrá otro psiquiatra por copia, pero el jardinero seguirá siendo jardinero. Sólo ha cambiado su carácter: todos son de una pasividad extrema y parecen, sí, zombies. Al final, para horror del médico, todavía
sui generis
, aparece la réplica de Dana Wynter, su novia, más bella que nunca, casi caquéctica pero dorada al sol de California. (¿Por qué objetar dos Danas entonces: una para el verano. ¿Por qué objetarla? Porque una es una copia clónica en la que todo ardor perecerá.) Las copias (humanas más que humanas: camino de utopía) aparecen por doquier: Salen de unas vainas verdes gigantes que parecen el alimento de dioses dementes: todo verdor es cruel. Son en realidad la avanzada de unos
aliens
que vienen a sustituir a cada ser humano individual por una copia perfecta como un maniquí de cera animado: son los zombies blancos que vienen de entre los vivos. Es el amanecer de los magos malos.

La huida de McCarthy y Dana Wynter, todavía
virgo intacta
, de una suerte peor que la muerte —la vida futura perfecta y eterna: el paraíso terrenal— es lo que hace que al terror de perder la identidad se añada el horror de verse rodeado por un mundo perfectamente inocente, cotidiano y sin embargo hostil —hasta que la catequesis nocturna te hace converso. El momento en que McCarthy descubre que durante el sueño Dana Wynter también ha sido trocada (su cabeza, su mente, su espíritu) y su escape solo y el ulterior descubrimiento de que toda la pesadilla sufrida en la pequeña Santa Mira (no Santa María) ocurrirá en otros pueblos del condado condenado, en otras ciudades sitiadas y, finalmente, en el mundo entero convertido en un orbe obrero: todo eso es lo que hace de la breve
Invasión
(apenas 80 minutos aún contando el imbécil prólogo y el epílogo anodino que impuso el estudio o Allied Artists, quien fuera: dorar el lirio aquí significa quitarle las espinas a la rosa) una alegoría política, un aviso sutil y el encuentro de la ciencia ficción con el cine de horror político, donde Orwell conoce al Dr. Pretorius: el comunismo es Marx más ersatz.

Treinta años más tarde la ciencia ficción se haría puro horror en
Alien
, que no pretende más que el entretenimiento por el
shock
nervioso, pero
Invasión
, una obra maestra de la Serie B, muestra que el verdadero
alius
no viene del espacio exterior: se lleva dentro,
alienus
.
Invasion of the Body Snatchers
es lo opuesto a una metamorfosis kafkiana: el ser ha sido sustituido por el perfecto símil sin ser. Gregorio Samsa no es ya un escarabajo que piensa sino un vegetal vivo. Mejor que
body snatchers
(los robacadáveres, con la ambigüedad de que
body
significa en inglés cuerpo y a la vez cuerpo muerto) debían ser
mind snatchers
, los ladrones de mentes. La caña pensante de Pascal ha quedado por fin hueca y vacía. ¡Vivan los muertos!

En serie pero «sui generis»

No hay más que dos películas en toda la historia de Hollywood de las que se sepa todo: cuándo se concibió cada una, cómo se hicieron, qué se fizieron. Una de esas películas es
Lo que el viento se llevó
(1939), la otra es
Casablanca
(1942). En otro tiempo Casablanca pareció la pariente pobre. Era gris en blanco y negro y ni siquiera encendían una hoguera en la
casbah
. Pero ha sido
Casablanca
la que se quedó entre nosotros para siempre. Todo el mundo puede cantar «Así que pasa el tiempo», que era la canción de Ingrid y Bogey, pero ¿quién tararea el tema de Tara? Todos recitan de memoria muchos de sus diálogos, en los que hay frases hechas («Hagan una redada de los sospechosos de siempre») y frases felices (Bogart a Bergman: «Recuerdo hasta el último detalle. Los nazis iban de gris, tú de azul») y aún el brindis en inglés intraducible (un motivo repetido: «
Here's looking at you kid!
»), saludo que suena siempre a una felicidad que queremos recordar, como la letra de un bolero de ayer.
Casablanca
es una película feliz, finalmente, porque sabe unir su fin con su principio: caos y creación.

Casablanca
comenzó como la respuesta de Warner Brothers a
Argel
de la Metro, y se pensó primero en la pareja Dennis Morgan y Hedy Lamarr, la hermosa némesis de Charles Boyer en
Argel
. Ahora se le añadieron nazis. Luego se descartó a la primera pareja por otra tan ideal: ella era bella y pelirroja pero a él le amputaron medio cuerpo la última vez que salieron juntos. Adivinaron: ¡eran Ann Sheridan y Ronald Reagan! Reagan no consiguió
Casablanca
para consolarse luego con la Casa Blanca. Por último se creyó que Humphrey Bogart con su éxito renovado y un nuevo tupé arriba y una actriz romántica al lado podría enfrentar de nuevo a sus rivales de
El halcón maltés
. Sobre todo si el halcón de plomo se convertía en unas cartas de contraseña y el enemigo fuera sólo toda la Gestapo, seis SS y un coronel nazi. La trinchera de Bogart, además de impermeable, sería a prueba de balas.

Pero por uno de esos quites en el juego de poder del cine entre el productor David Selznick y Paramount Pictures para ver por quién doblarían las campanas (doblaron por Hemingway), Ingrid Bergman fue a dar con sus bellos huesos suecos a la Warner y al
set
de Casablanca, en Marruecos, Hollywood. Cayó del costado de Bogart al que, como se sabe, aún en sandalias sacaba casi la cabeza. La película tenía un título —y poco más. El guión era otro espejismo del desierto, mientras que su situación romántica estaba sacada de una pieza de teatro olvidada y cubierta de arena. Alguien desempolvó una tonada sin éxito para competir con un
hit
de moda:
La marsellesa
. Personajes no habría todavía pero ya se contaba con un reparto extraordinario para encarnarlos: todas las estrellas secundarias bajo contrato con la Warner, del pequeño Peter Lorre a Dan Seymour con su (metro noventa) seis pies de sevicia. El gran Dan no aparece en los créditos pero lo reconocerán ustedes enseguida: es una versión negra de Nerón que ahora cubre su faz con un fez. Hasta el eminente actor inglés Claude Rains tenía una segunda parte que la fragmentaria escritura del guión día por día, hora
pro novis
, hizo buena. Tan buena parte que la última frase romántica de
Casablanca
es dicha por Bogart no a la Bergman sino a Rains, a quien sugiere: «Louis, creo que éste es el comienzo de una bella amistad». Y platónicos pero peripatéticos se alejan ambos hacia el FIN.

En mis días de crítico (o mis días críticos, como los calificó un íntimo enemigo) escribí cuando Caín de
Casablanca
: «¿Es esta cinta obsoleta, distante, casi ridícula y seguramente falsa la que uno recordaba con amor?». Claro que era mi crítica la obsoleta, la absoluta. Hoy exalto a
Casablanca
por su presencia eterna entre nosotros mientras tantas cosas, incluyendo a los nazis, se han ido con el viento. ¿Qué ha cambiado? El medio.
Casablanca
ha sido declarada ahora la película de mayor popularidad en la televisión anglosajona y la televisión es sin duda la forma más popular de entretenimiento jamás conocida. Es aún más popular que el cine porque la televisión es el cine por otro medio.

Como declaró Alfred Hitchcock, Ingrid Bergman sería bella pero no era la más inteligente de las actrices. En Londres, meses antes de morir, fue entrevistada ella en el
National Film Theatre
y dijo dos despropósitos y tres tonterías. Reveló cómo se había preparado para su papel (que apenas existía) leyendo la historia de Marruecos, mirando un atlas de África, escrutando mapas del desierto y planos de Casablanca. Luego llegó al estudio, vio los decorados y exclamó ahora como ayer: «Todo era tan falso». Pero, claro, de eso se trata. ¿Quién quiere la verdadera Casablanca en el cine? Ni un hijo del jeque. Hay que decir que Ingrid Bergman se repuso al ver
Casablanca
en la blanca pantalla. Exclamó entonces en voz alta un elogio que todos corearon: «¡Pero qué buena película que era!» Que es, que es.

Homenaje a «El beso mortal»,

que es la obra maestra absoluta

de las películas B

Estábamos sentados a una mesa del restaurante Le Bistro de South Kensington, Londres, además de Miriam Gómez y yo, un productor del clan Coppola, Tom Luddy, Louis Malle, cineasta francés y un director italiano que debe permanecer en el anónimo para proteger al inocente. De pronto y sin venir a cuento, casi como un exabrupto, el director italiano exclamó: «¡Qué gran director es Aldrich! Que
Kiss Me Deadly
sea su
primera
película». Aldrich es Robert Aldrich y
Kiss Me Deadly
es
El beso mortal
y no es su primera película. Se lo dije al director italiano, que replicó: «¡Cómo vas a decir que no es su primera película!» Los directores de cine no debían desmentirme: cuando se trata de historia del cine tengo mis cifras preparadas como un revólver cargado y a la menor provocación disparo. «
Sí signore
. Antes hizo
Apache
y
Veracruz
». Pero el parmesano no admitía que se había convertido en un gruyère: se le veían los hoyos. «Esas vinieron
después
», adujo. Por su testarudez que no nos llevaba a ninguna parte, le informé: «Vea a
Katz
». Lo refería a
The Film Encyclopedia
, la máxima autoridad en cuestiones de créditos del cine. «
¿Cats?
», se asombró el italiano. «¿Qué tiene que ver una comedia musical con Aldrich?» Todos los presentes —y hasta un ausente— estallaron en risas como una granada de fragmentación. «
Katz
» le expliqué, «es la enciclopedia del cine».

El
regista
se quedó amoscado, pero también debía de estarlo yo. Cuando regresé a casa esa noche consulté mi
Katz
buscando a Aldrich, Robert, director nacido en Rhode Island en 1919 y muerto en Los Ángeles de fallos del riñón en 1983. Aldrich, hijo de familia rica, había venido a Hollywood a trabajar como empleado de oficina de la RKO y había sido, primero, asistente de dirección para varios directores antes de ser asistente de Chaplin en
Candilejas
. Ahora venía mi momento brillante —que Katz hizo trizas. Aldrich había hecho dos películas anteriores a
Apache
y ¡cuatro antes de hacer
Kiss Me Deadly
!

Cuando regresaba a Los Ángeles una noche el detective privado Mike Hammer (
El Martillo
encarnado, de veras, por Ralph Meeker, uno de los actores de Hollywood de más brutal, vulgar aspecto), detective privado, le hace señas de parar en la carretera una mujer que dice llamarse Cristina y que trata de evadir, pasajera, las preguntas que le hace Hammer. Ella va descalza y desnuda debajo de su impermeable. Pero Hammer deduce por su aspecto que se ha escapado de un manicomio cercano. Sin embargo la lleva más allá de una barrera que ha erigido la policía haciéndola pasar, literalmente, por su amante. Un poco más allá, cuando Hammer para en una estación de gasolina, la desconocida le ruega, «Recuérdame», en caso de que le pase algo. Hammer, luego, se despista y queda medio inconsciente mientras torturan y matan a Cristina. Su auto es empujado por un acantilado y arde.

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