Gertrude Stein estaba orgullosa de su Ford y de Alice B. Toklas, en ese orden. Alice B. Toklas no tenía ojos más que para Gertrude Stein siempre y para la carretera ahora. Gertrude Stein sabía que no había una mujer a la vista que se atreviera a conducir un coche esa noche o cualquier otra noche. Ahora, todavía de día, iba a pedir una segunda opinión a un mecánico del
banlieu
que le habían recomendado como experto en autos americanos, aunque no sabía inglés. Los otros mecánicos franceses no sabían inglés ni nada de autos americanos.
Este mecánico tenía varios ayudantes que se comportaban como golfos guturales. Ninguno le hizo el menor caso ni al francés de Gertrude Stein ni a su auto americano. Intervino el dueño. Era un mecánico experto y arregló el auto en menos de lo que se dice un Ford de ocho cilindros. Gertrude Stein le preguntó qué le pasaba a la muchachada inútil y el mecánico francés le dijo en francés: «
C'est une génération perdue, Madame
».
Gertrude Stein pensó que esta frase era lapidaria y la tradujo al joven Hemingway, que no sabía francés: «Es una generación perdida». Hemingway supo apreciar la ironía de la frase francesa y quiso apropiársela para el título de su primera novela. Pero finalmente decidió lo contrario y llamó a su libro Siempre sale el sol, mala elección sin duda. La generación perdida habría podido ser tan pertinente como la Era del Jazz de Fitzgerald. El título inglés,
The Sun Also Rises
se hizo famoso al tiempo en que el productor David O. Selznick se casaba con la hija de Louis B. Mayer, jerarca de la Metro Goldwyn Mayer. Al casarse el suegro ascendió al hijo y al hacerlo creó una parodia,
the son-in-law also rises
. O siempre sube el yerno. Desde entonces ese título parece un subtítulo.
Hemingway, querámoslo o no, es el más influyente escritor americano nacido en este siglo. Su influencia en el cine americano es enorme. Sus cuentos se publicaron antes de la llegada del sonido, pero su primera novela salió en 1927, justo cuando el cine mudo se hizo hablado. La mayor parte de los guiones de entonces eran comedias de Broadway, pero un poco más tarde cada personaje de cada película de Hollywood no sólo hablaba como los personajes de Hemingway sino que bebían y eran alegres pero infelices, igual que los personajes de Hemingway. Pronto no se podía saber si los personajes de Hemingway hablaban como actores de cine o si los actores de cine hablaban como personajes de Hemingway. Un poderoso paradigma es
El halcón maltés
, en que todos los personajes de Dashiell Hammett hablan como personajes de Hemingway y un actor en particular, Humphrey Bogart, hablará para siempre así. Hasta el director John Huston se mostraría un epígono como persona y como personaje. Todo por culpa de unos cuantos americanismos y una repetición encantatoria.
En
Siempre sale el sol
los personajes están heridos metafísicamente, no por la guerra sino por la paz. En
The Last Flight
los personajes fueron heridos en la gran guerra. Incluso se ve cómo quedaron inválidos y hasta hay un médico militar que dice cuando los mira salir del hospital: «Ahí van, a enfrentar la vida mientras su entrenamiento fue todo una preparación para la muerte». Luego dice fulminante: «Balas gastadas, es lo que son». Si ese diálogo no tiene un antecedente en Hemingway, descritos se comportarán en segundos en personajes salidos de
Siempre sale el sol
.
Los personajes de
Siempre sale el sol
salen de París para ir al sol de Pamplona y ver los toreros desde la barrera. De ahí van a Madrid, no a morir sino a vivir y a beber. En
The Last Flight
van a Lisboa, a ver los toros. Pero en Lisboa los toros se llaman cómicamente
touros
y nadie los mata en la
praza
. Es aquí, sin embargo, que la tragedia ausente de
Siempre sale el sol
está bien presente, en la plaza. Es una tragedia de contrastes: la corrida es una broma pero los toros son serios. Luego en la noche de Lisboa la tragedia se repite y la película termina en una nota triste como un fado. Pero fado quiere decir hado. No tienen ustedes que deprimirse sin embargo. Helen Chandler tiene la última palabra y su frase final es un memorándum: hay que recordarla por ella. Helen Chandler, por si no lo recuerdan, es la bella heroína perseguida por Bela Lugosi en
Drácula
y, como lo muestra esta película, una de las mujeres más graciosas de todo el cine americano. No hay que sorprenderse de que todo el reparto se enamore de ella.
The Last Flight
es sin duda una obra maestra. De no ser así yo estaría ahora vendiendo billetes para
Dirty Dancing
. Esta es la mejor película sobre la generación perdida que se ha hecho y esto incluye el original que, con el título de
Siempre sale el sol
se convirtió, años más tarde, en una broma impensada. Tyrone Power entra en una barra o
boîte
española y cuando sale el mozo en la Plaza del Sol pide Power: «Dos
fundadors
por favor». El camarero, lingüista que es, le trae jerez.
Richard Barthelmess es, como en
Sólo los ángeles tienen alas
, un anti-héroe. Es su mejor actuación en una vida en el cine. Barthelmess parece un herido perenne: lo cruzan cicatrices mentales y morales. En esta película es como la improbable cruza de un Cary Grant encogido y un Peter Lorre hermoso. Es una hazaña histriónica, ya que no vivió como Peter Lorre (morfinómano y mujeriego) ni como Cary Grant —rico pero tacaño. Mientras que Helen Chandler dejó el cine para casarse con un escritor pobre y vivieron infelices hasta el fin de sus días. Murió en 1965, sin haber cumplido los sesenta y todavía bella. Tuvo una feliz frase final: «Los escritores me dieron los mejores diálogos y la peor vida».
The Last Flight
, que quiere decir el último vuelo, es una película más ligera que el aire. La dirigió William Dieterle, famoso por sus biografías filmadas: Pasteur, Juárez y Zola que debió llamarse «lo que Zola quiere». El resto era «lo consigue Paul Muni», monstruo sagrado de la Warner. Después hizo
El jorobado de Nuestra Señora
, una jiba que le dio suerte,
Un pacto con el diablo
(que es el que hizo con Warner Brothers), película que se llamó originalmente
Todo lo que compra el dinero
. Su obra maestra, casi al final de su carrera americana, fue
El retrato de Jenny
, que era, asombrosamente, la película favorita de Luis Buñuel —o eso decía él.
Dieterle fue, como todos los directores alemanes, autoritario y espectacular y tan íntimo como una fornicación debajo del Eros de Piccadilly. Iba al estudio a filmar llevando pantalones de montar, botas de caña y media yen el ojo un monóculo. También usaba guantes blancos, tal vez para manejar a los actores. Que pudiera hacer cine con este atuendo es ya una hazaña. Que haya hecho una o dos grandes películas es casi un milagro. Como Fritz Lang, Robert Siodmak y Douglas Sirk, Dieterle regresó a Alemania a morir. Pertenecía ala Escuela del Elefante Herido, que hace cine por sus colmillos y después busca su cementerio.
Entre todos los pilotos muertos está David Manners, que tenía fama de ser uno de los actores más bellos del cine de su tiempo. Manners es el héroe de
Drácula
,
La momia
y
El gato negro
y el hombre que competía en belleza con Katharine Hepburn en
Acta de divorcio
. Es el único miembro del reparto que vive todavía. Se retiró a tiempo para poner con su amigo una tienda de antigüedades en Nueva York. También escribió varias novelas mientras esperaba clientes. No dejen de ver, si ven
The Last Flight
, a Eliot Nugent, que luego se hizo director y siempre se hizo el loco, hasta que terminó loco. Nugent tiene aquí uno de los mutis por el foro de la noche más misteriosos, conmovedores y trágicos del cine. Pero no olviden mirar a Richard Barthelmess, uno de mis actores favoritos de siempre. Hay pocos más trágicos en Hollywood. De Griffith a Howard Hawks siempre dio una nota curiosamente personal. Fue un maestro de la economía de medios y moralmente era un parco nato. Si el maestro del zen (o Zenón) me mandara a buscar a un estoico, no tendría que ir muy lejos. Sólo subir ala pantalla y decir: «Dick, voy contigo». Su mirada clara, claro, me sumiría en un
fade out
.
De haber visto
Medianoche
de niño me habría dado cuenta enseguida de que es otra vez Cenicienta, convertida ahora en un cuento de hadas, de hados y desenfados. En un momento de la película explica Claudette Colbert, su heroína: «Cada Cenicienta tiene su medianoche», y hasta le dice a Don Ameche, su héroe renuente, que es un chófer de taxi húngaro en el París de anteguerra, refiriéndose a su taxi: «Ésta es una calabaza y tú eres el hada padrino» o inversión por el estilo. Pero vi
Medianoche
en televisión (comparto ese placer minoritario con unos cuantos españoles noctámbulos), ese museo del cine vivo. Me costó así trabajo entender que el título aludía a la medianoche fatal en que Cenicienta corre como en una pesadilla (esto es lo que son los cuentos de hadas: sueños que atormentan recurrentes) para evitar que las mostacillas vuelvan a ser mostaza, que las zapatillas de cristal devengan de nuevo chanclos (o peor, chancletas) o el suntuoso vehículo soñado sea una vez más cosas de carrozas.
La Cenicienta actual duerme en su vagón de tercera (o al menos así parece) venida de Montecarlo arruinada y llega a París de noche y lloviendo: la Ciudad Luz fundida. Encuentra bajo la lluvia un chófer que es un viejo lobo del mal aunque no tiene treinta años. Se llama Tibor Czerny (sin parentesco con el compositor de ejercicios para dos dedos) y para huir de sus fauces veloces, se escapa y entra en una cueva social donde debe asumir otra identidad: la baronesa Czerny. En el salón de moda conoce a John Barrymore, que se convierte en su verdadera hada. Al huir con su identidad hacia el hotel Ritz, un nombre al azar, Cenicienta descubre que en el hotel la esperan con una suite si no real por lo menos regia. Al día siguiente despierta no a la dura realidad de una ciudad inhóspita (todas las ciudades lo son) sino al regalo de un vestuario espléndido y una invitación al
château
de campaña de Barrymore, cuyo nombre es Georges Flammarion y está tan majareta como el celebrado astrónomo francés, que veía innúmeros espíritus amables a través de su telescopio para mirar las estrellas. Lo que sigue es una comedia de enredos a la manera de los años treinta, cuando el humor hablado mejor compitió con la comedia silente.
Medianoche
es en realidad la culminación del género de la comedia loca y no es casualidad que Claudette Colbert esté en las mejores de ellas, desde
Sucedió una noche
, en que hacía sufrir al tosco Clark Gable, como a Gary Cooper en
La octava esposa de Barbazul
y al joven Joel McCrea en
Palm Beach
. Esta Eve Peabody es más sáfica que zafia y dentro de ella Claudette Colbert muestra un manojo de ardides que son arte: una lección de cómo evitar a los hombres y encontrar un buen marido. Cuando Ameche se disfraza del barón que es o pudo haber sido y llega a rescatarla de la compañía de lobos o de ricos con manía lupina, ella lo acosa, le tiende trampas y lo reduce a la domesticidad demostrando que la mujer es un lobo para el hombre. Ameche se ha aparecido al castillo vestido de frac y cuando ella trata de amansarlo en su cuarto, él le dice a ella: «¡Cuidado! Llevo un traje alquilado». Lo que conviene a un chófer de alquiler pero no al pretendido noble húngaro barón Czerny, ahora sin parentesco con Karl Czerny, que enseñó a Franz Liszt, autor de raudas rapsodias. La deliciosa Claudette, con parentesco con Colette, sortea sus pies calzados por entre las trampas y las trabas, ayudada por Barrymore, tercero en concordia. Al verla por primera vez y para conocerla Barrymore le pregunta a Claudette: «¿Ya terminaron el metro de Budapest?» y ella muerde cebo y anzuelo. Eve Peabody no puede ser la baronesa que pretende: el metro lo acabaron en 1893. La película, por supuesto tiene un final feliz: es una comedia y este género es siempre menos realista que el drama, que insiste en cortejar las lágrimas y casarse con la tragedia.
Medianoche
está escrita (y esta es una película que no oculta la literatura de sus diálogos ni la parodia de su origen) por Billy Wilder, quien ya en los finales de los anos cincuenta, bien lejos de los felices treinta, hizo una obra maestra llamada en España, con gran acierto,
Con faldas y a lo loco
. Wilder tenía sus antecedentes en otras películas escritas por una mente demente, como
Bola de fuego
(parodia de «Blancanieves y los siete enanitos») y
El mayor y la menor
(Caperucita pelirroja: así era Ginger Rogers en su esplendor dorado), cuentos de hadas para adúlteros o canción de cama para niños pródigos. Wilder peleó todo el tiempo que duró el rodaje con Mitchell Leisen, uno de los directores más excéntricos de Hollywood. John Huston lo redujo a mero decorador de su casa de casado, Wilder dice que Leisen era capaz de detener la filmación para arreglarle el dobladillo de ojo a una actriz secundaria. Pero lo cierto es que Leisen tuvo que luchar con Wilder y con Barrymore para conseguir lo que es su obra maestra. Uno de los homosexuales más escandalosos del cine, era también un hombre de un exacto gusto visual y aunque desdeñaba por igual diálogos y construcción dramática, tuvo en
Medianoche
una comedia que a Wilder le costó años igualar sin superarla. Ésta es la obra maestra del género y una de las películas más vivaces que ha hecho Hollywood. A pesar de una indiferente Mary Astor en rol rico (tal vez como resaca del escándalo al hacerse pública su vida privada: si no hay niños presentes, la contaré algún día) y de la espléndida aparición de John Barrymore en la pantalla pero también, ay, en el
set
, según Leisen. En uno de sus días más claros (Barrymore vivía en la bruma del alcohol, que es peor que el humo de un puro) entró, equivocado o no, en el baño de las damas. Estaba ya orinando cuando entró la inspectora y le gritó: «¡Esto es para las mujeres!» John Barrymore, el dulce príncipe, como le llamaban, se volvió a la intrusa y todavía con el pene en la mano, le explicó: «Y esto también». Mitchell Leisen no se rió con el cuento pero su película hace reír a damas y caballeros. Lo que Medianoche, para que opere su magia, no se debe
nunca
exhibir después de medianoche.