Ahora
Blade Runner
, la más excitante y perfecta de las películas de fantaciencia, de Fanta y ciencia, desde 2001, muestra no un futuro promisorio sino, empeorando lo presente, un mañana peor: polvo eres y terminarás comiendo polvo. O fideos plásticos. Lo que encuentres primero. El futuro es de lo más odioso. En medio del entretenimiento más sofisticado, pocas películas han mostrado una realidad más espantosa que la muerte. Toda la historia que cuenta
Blade Runner
, un cuento de hados, desde el título que tiene el embrujo del hampa americana según el cine, puede quedar contenida en una cápsula terrestre, pero no para enviar al futuro, sino para abrir ahora, como el séptimo sello de Alka Seltzer.
Cuatro réplicas (y no replicantes como quiere el traductor: nadie replica a nada: robots más perfectos que el androide: un hombre con sus virtudes físicas y mentales centuplicadas, tanto como sus defectos morales), obreros ejemplares, regresan de un satélite artificial, el sino es vecino, a la tierra buscando prolongar su exigua vida de cuatro años adultos pero irremisibles. Las réplicas condenadas son dos hombres (uno fuerte como Atlas, Charles, otro inteligente como Einstein pero sin escrúpulos éticos: sabe que el hombre juega a las canicas con los androides) y dos mujeres bellas y brutales: un cuarteto listo y letal y armado con la total tecnología que los creó a imagen del hombre, dios menor. Todos no tienen más que un proyecto perentorio y una sola ilusión humana, terriblemente humana: durar, vivir un poco más ilustrando el verso: «Oír llover no más / sentirme vivo». Nada más Unamuno, nada más unánime. Pero al ver el espectador cuál es la vida en la tierra en el año 2019 este afán se hace inhumano. ¿Qué hombre, bestia o su exacta simetría quiere de veras vivir en ese mundo bajo la lluvia perenne, malvada ilustración del verso vasco? La tierra es ahora un inframundo bajo una lluvia perenne, ácida y aniquiladora: un universo vacío y hostil y a la vez atiborrado de una multitud: una masa compacta y promiscua que se hacina en ese infierno bajo el agua. ¿Vivir para ver llover no más?
Como en toda ficción política que usa la ciencia como vehículo convincente desde Swift hasta Orwell, un viaje al futuro no es más que la proyección implacable del presente: la utopía hecha distopía, deshecha. En
Blade Runner
ese porvenir es ya un huésped instalado entre nosotros. No hay más que visitar Times Square al atardecer para ver cómo convive la tecnología de las imágenes más inventiva, desde Disney en los anuncios de neón controlados por computadoras de animación, con el
escualor
más inhumano. ¿O es más humano? Es, como prevenía Ortega, una convivencia democrática: la revulsión de las masas. Pero su sola solución ahora no es un sistema sutil sino brutalmente autoritario. En
Blade Runner
ambos mundos forman un universo hostil y depravado, representado por ese parquímetro automático que, como castigo capital a una contravención menor, ejecuta
ipso facto
al conductor inadvertido que ignoró (o tal vez olvidó) las instrucciones para aparcar. El policía de tránsito es a la vez juez y verdugo. ¡Que le sirva de lección! La ley es letal, total.
Al final, cuando el Blade Runner mejor caza al réplica mayor, que muere (es decir, es destruido) luchando por vivir una vida invivible, puede uno terminar esta visión y el siglo que la hizo posible con las palabras de un bárbaro refinado (y por tanto cruel), ese señor de la guerra, el general Yen. Al acusarlo Barbara Stanwyck de que su auto raudo acaba de atropellar y matar a su pobre palanquín, como un mago manchú el general saca de la amplia manga de su bata mandarina un pañuelo de sutil seda para replicar cortés, cortesano, cartesiano, a la compasiva misionera americana, el chino a la vez impecable e implacable: «Si su palanquín ha muerto, señora, es entonces un hombre afortunado. La vida, en su mejor momento, es apenas tolerable».
Pero
Blade Runner
termina a la manera americana en una optimista luminosidad imprevista pero anhelada: la de la abierta naturaleza plácida de la pradera del sueño. El libro sin embargo acaba en la naturaleza creada por el hombre —atea, inhumana. Dos mujeres educadas tienen un intercambio telefónico (no hay por qué imaginar el aparato: la conversación es suficiente) que es fruto del futuro: «Quiero una libra de moscas artificiales, por favor. Pero eso sí, que vuelen y que zumben», dice una. Dice la otra: «¿Es para una tortuga eléctrica, señora?»
Prefiero por supuesto la película. No sólo porque tiene a Harrison Ford, ahora un Houdini de la época, maestro del arte del escape, y esos efectos especiales (antes eran defectos espaciales) que la inundan de luz como de lluvia en una cascada luminosa. Sino también porque está en ella la dulce belleza anacrónica de Sean Young, la
fanciulla
del Oeste del año 2019 que va vestida como Joan Crawford en su apogeo. ¿O era ya perigeo? Ella es, gracias a la tecnología del cine, un facsímil redimible: modelito para amar. Es ella la que forma el film del futuro. Allí donde, como quería Oscar Wilde, las flores serán extrañas y de sutil perfume, donde todas las cosas serán perfectas y ponzoñosas.
Cierto capitán Lynch, infame, creó una especie de ley de fuga en la que los reos eran condenados sin otro juicio que el extremo prejuicio de Charles Lynch, que organizaba partidas de caza humana en el verano y en cualquier otra estación. Los linchamientos (ya la palabra está españolizada) o justicia violenta a lo Lynch y su grupo llamados
Lynch mobs
y luego
lynching mobs
comenzaron en Virginia. Pero después se extendieron por todas partes de la Unión y sus víctimas eran siempre negros. Hoy la práctica ha desaparecido de los Estados Unidos pero se practica en Liberia, donde el negro es el peor enemigo del negro.
Hay toda una literatura del linche, de Erskine Caldwell a William Faulkner, quienes solucionan sus problemas tramáticos con una soga y un árbol. Faulkner tiene varios cuentos en que el hincha lincha, y una novela,
Luz de agosto
, en que se castra y se lincha a un negro con un arma blanca. Una película memorable,
The Ox-Bow Incident
, contiene un linchamiento central que condena la práctica pero relata el proceso con elán mordaz. Ahora una
Lynch mob
es esa multitud que se agolpa a las puertas del cine que exhibe una nueva película de David Lynch. Para algunas almas blancas que no puedan distinguir entre la violencia dentro del cine de la que ocurre fuera, estas turbas turbias no anuncian nada nuevo. Pero la violencia en la pantalla tampoco es nueva ya en la primera película de argumento,
El gran robo al tren
, un forajido no contento con matar a sus semejantes en sombras vuelve su revólver al público y dispara a quemarropa, en lo que es el primer
close-up
dramático. Parecería que Lynch, por persona interpuesta, dispara al público en cada
close-up
.
Eraserhead
es la primera película de largo metraje de Lynch.
Eraserhead
por cierto es un título que no debe nunca traducirse, aunque admite la explicación. Primero hay que decir lo que no es.
Eraserhead
no es Erewhon, que quiere decir en ninguna parte al revés: una utopía que como todas se vuelve distopía. Etiopía, por ejemplo, es Abisinia convertida en utopía. En Erewhon los criminales van al médico y los enfermos a la cárcel, lo que la convierte en una novela realista. Este castigo del inocente, tan contemporáneo, es el tema (o el
leitmotiv
) de Lynch en
Eraserhead
.
«La Academia Francesa reportó en 1752 que un francés con el nada francés nombre de Magallanes propuso el uso (rima inevitable) del caucho para reemplazar las migas de pan usadas para borrar las trazas del plomo, que se usaba en vez del grafito para punta de los lápices. Magallanes al parecer adujo que así los escolares con hambre dejarían de comerse la miga. (Lo que no impidió que escolares bien alimentados se comieran la goma.) Un químico inglés tiene el dudoso crédito de haber usado el término "borrador" (
rubber
) para el caucho que desde 1770 se usaba para borrar lo indeseable. El borrador moderno es esencialmente una mezcla de aceites vegetales vulcanizados y piedra pómez fina y azufre, todo bien mezclado con caucho a temperaturas tropicales. Esta mixtura se procesa y vulcaniza con procedimientos vulgares. La primera patente para un lápiz integral con goma de borrar fue concedida a Joseph Rechendorfer de Rochester, N. Y. en 1858. Todo lápiz que lleva una goma en su cabeza debe su término a la cabeza de Rechendorfer, llamado desde entonces "Eraserhead". Pero no parece gustarle.College de Pataphysique de France»
En medio de
Eraserhead
, no contento su héroe con la pesadilla viva que vive, tiene una pesadilla con lo que se ha dado en llamar avatares. Es en realidad lo que sufre cada hombre que huye de su mujer, una odisea (odiosa sea) y pierde, literalmente, la cabeza. La recoge un niño, furtivo, que la vende a lo que después de una operación más primitiva que cibernética se revela como una fábrica de lápices. La cabeza de Eraserhead termina en
eraser
. Lo que después de todo no es más que tomar el apodo por el todo. La pesadilla real de Eraserhead era más lateral y más interesante, con el novio que carga con su novia madre. La pareja tiene un bebé que es un feto y muestra como un ente que es la cruza de una cabra desollada y un extraterrestre intruso. La cabra, el extraterrestre o lo que sea bala toda la noche. Hasta que Eraserhead, sufrido pero harto, mata al infante con sólo cortar los vendajes que son pañales con una tijera. El bebé se disuelve en lo que Edgar Allan Poe llamaría una «masa pútrida, informe». Al final Eraserhead no tiene fin y como al principio, tocado por un peinado que es una torre de rizos, debe sufrir una suerte peor que la muerte. Kafka y compañía (léase Beckett) debían reclamar derechos.
Un incongruo Fats Waller al órgano desgarra una canción popular.
Lynch, delineante antes, llena
Eraserhead
de ruidos de fábricas, pitos, sirenas. Comienza con una rocalunar y la melancolía de una muchacha que ve llover. Esta muchacha, por cierto, es Katharine Coulson, la señora que carga un leño a todas partes en
Twin Peaks
. Lynch suele ser más fiel a sus actores que a sus espectadores. John Nance, el torturado Eraserhead, aparece en
Dunas
, reaparece en
Blue Velvet
y vuelve a aparecer en
Wild at Heart
y, por supuesto, en
Twin Peaks
. Kyle MacLachlan, el héroe planetario de
Dunas
, con su asombroso parecido con el joven Tyrone Power, es el héroe del vecindario en
Blue Velvet
para reaparecer como el ingenioso agente Cooper («del FBI») en
Twin Peaks
. Laura Dern, la digna hija del talentoso, espantoso Bruce Dern, es la cándida Alba Sandy en
Blue Velvet
y la lujuriosa Lula de
Wild at Heart
. Mientras que su madre, Diane Ladd, es su madre en la vida real. En
Wild
por cierto la Ladd se embarra la cara de lápiz rojo y con esa máscara grotesca y atroz persigue a Sailor, que no es un marino sino el marido de su hija. El creyón de labios sirve para aumentar la sexualidad (perversa) de Isabella Rossellini en
Blue Velvet
(en
Wild at Heart
, otra fiel, ella es Perdita Durango, mitad puta, mitad Frida Kahlo) y define el sexo (anverso, perverso) de Dennis Hopper, el
easy rider
convertido finalmente en harto narco, en algo soez, atroz en
Blue Velvet
.
El agente Cooper llega, en
Twin Peaks
, a la escena del crimen
in medias res pública
, probando y aprobando el café local, elogiando el pastel de frambuesas y mezclando en su pesquisa a Sherlock Holmes y al maestro del zen.
Las primeras palabras que se oyen (y casi las únicas) en
Eraserhead
son: «Are you Henry?» Es la novia de Henry que apenas lo reconoce. Ella estaba en la ventana y por lo menos llovía, mientras la única ventana de Henry da a un muro de ladrillos negros. Cuando la suegra salaz le pregunta a Henry como si no lo conociera: «¿Qué hace usted?», Henry responde como si su hiato fuera eterno: «Estoy de vacaciones». Tal vez, por el momento, vacante de su radiador, que día y noche irradia no calor, sino sonidos secos. Henry es impasible, imposible: nadie puede ser tan bueno.
Mientras la tormenta ruge el bebé bala.
La reticencia, la retina como esencia, es la mirada ubicua de Lynch en un realismo no sucio sino asqueroso, donde las posibilidades del horror son insectos imposibles, larvas, tenias. Las pesadillas del cine son la realidad de Lynch.
Algunos, el historiador John Kobal entre ellos, ven a Lynch como el continuador de James Whale, el director que con
Frankenstein
(1931) creó prácticamente él solo el cine de horror.
Frankenstein
dio el nombre al monstruo y se olvidó de su creador llamado a veces Victor, otras Henry pero nunca Prometeo moderno, como quería Mary Shelley. Whale empezó donde ha terminado Lynch, como caricaturista, después fue escenógrafo.
Frankenstein
y
La novia de Frankenstein
revelan una mano segura para el decorado y, lo que es más importante, para el maquillaje creador: en el monstruo, en su novia. Su cámara siempre se mueve con una segura fluidez y en sus películas, como en las de Lynch, los monstruos de la razón crían sueños. Whale se ahogó en su casa en 1957. Su apellido (el señor Ballena) en conjunción con una piscina llena produjo no poca chacota en su tiempo. Más significativo es que una película casi al final de su carrera se llamó
El hombre de la máscara de hierro
.
¿Es que el tiempo de los pintores ha llegado? Dalí fue un centinela perdido pero David Lynch era un delineante y artista comercial y ahora detrás viene, arrollando, Kathryn Bigelow, pintora de vanguardia convertida en cineasta y directora de cine, cuyo
Loveless
la hizo conocida como una fuerza nueva. Como Dalí, como Lynch, la Bigelow cultiva el
shock
y el horror y la coincidencia de un vampiro sobre la defensa de un camión por medio de una ciudad del oscuro, luminoso oeste: una oscura pradera le convida.
Lynch es alto, rubianco y no se parece nada ni a Eraserhead ni al hombre elefante. Al presentar su última película,
Wild at Heart
(que no podría llamarse nunca
Wilde in the Heart
) a los técnicos y a los actores que colaboraron en soñar esta pesadilla en la carretera, Lynch aparece vestido de negro y con un acento muy del medioeste no explica nada sino que introduce la cinta ya no azul sino escarlata. No explica su vida ni siquiera su carrera —que comenzó con dibujos animados. De la animación a la emoción. (Su primera película animada se llamó
El alfabeto
, a no demasiados años de 1946, cuando nació en Montana.) Al final de su presentación, Lynch llama a su película «
a wild, modern romance
». Esas tres palabras (un romance moderno y salvaje) son aptas para mayores.