Un director de cine no es más que un empecinado al que dejan dirigir una película. Al revés de una orquesta o del teatro, el oficio de director no existía cuando se inventó el cine. Es obvio, me parece, que los directores vinieron después. En Europa en los años cincuenta la
politique des auteurs
se volvió con Truffaut, Godard
et al
en
la politique des amateurs
. Pero en Hollywood, la meca de todo profesional, muchos directores no nacieron para el oficio. El mismo Orson Welles, que parece el director de cine por antonomasia, al principio pensaba en la ópera, en la escena o en la radio antes de pensar en el cine. Welles fue el director de fábula al que dejaron hacer
El ciudadano
: solo, a su forma y manera. (El escándalo vino después.) Pero su segunda película,
Magnificent Ambersons
, fue magnífica pero no para Welles, que siempre se quejó de que el estudio (la RKO, la misma compañía que le concedió antes todas las licencias) se apropió de su obra, la tradujo más que la cortó y alguien le añadió un final que no era el suyo. Si así van los hombres así van todas.
Las mujeres. Hay dos mujeres directoras de cine ejemplares. Una es la autoritaria Dorothy Arzner, que adoptó la mejor vestimenta y las peores costumbres (sobre el
set
) de los hombres. La otra es la dulce y peligrosa Leni Riefenstahl. Miss Arzner (como insistía que la llamaran: eso fue antes de la odiosa introducción de la diosa como Ms, como ahora insisten las nuevas feministas) llegó a dirigir por un tortuoso camino que empezó como montadora de las escenas de toros de
Sangre y arena
(1922). Después de ser escritora, ayudante de dirección y amiga de los directores que iban al café de su padre en Hollywood Boulevard, donde era esa risueña camarera amable antes de ser esa directora dura como un director. Fraulein Riefenstahl era la acogedora y bella bailarina de gráciles formas que llamaron la atención del Dr. Goebbels, conocedor. A través de Goebbels llegó a Hitler, el fascinador fascinado, y así fue como consiguió dirigir dos obras maestras del documental y de la propaganda política.
El triunfo de la voluntad
(1935) y
Olimpia
(1938), fueron una ferviente exaltación del macho ario y del nazismo. Al revés de Arzner, Riefenstahl era una fanática heterosexual. Su carrera fue más brillante pero más desastrosa que la de la apagada Arzner, que sólo tiene un triunfo mayor en una obra menor,
Dance, Girl, Dance
. Riefenstahl pagó su devoción al bello Adolfo, después de la caída de Berlín, con dos años de cárcel, la desnazificación parcial y la totalitaria cabeza rapada no por piojos en el pelo sino por parásitos políticos dentro.
Las directoras de ahora lo tienen todo más seguro. Cuando ruedan saben que no rodarán sus cabezas. Saben que escogen una carrera que puede terminar en la oscuridad de Arzner, pero nunca acabarán haciendo penitencia entre los negros del África como Riefenstahl, que purgó así su culto original al rubio de ojos azules exaltado por ella y el nazismo. (La segunda parte de
Olimpia
se llamó en efecto
Festival de la belleza
.) Una de las mujeres a la que dejan (el estudio, los productores, la política de los autores políticos) dirigir ahora es esta extraordinaria Kathryn Bigelow, una mujer formidable en más de un aspecto.
Bigelow (se pronuncia Bíguelo), a quien no le gusta, como a Dorothy Arzner, que le digan directora (habrá que decir entonces
la
director), viene no del teatro ni de la literatura y no es una técnica como Arzner, pero como Riefenstahl domina cualquier
set
con su sola presencia: ella es bella como una actriz y alta como un actor (mide uno ochenta). Viene su autoridad además de una considerable capacidad intelectual (se dice que su cociente de inteligencia es tan alto como ella), en un mundo donde el intelecto paga menos que el crimen. Tiene, es obvio en la pantalla, un ojo certero. Bigelow era una pintora elitista en Nueva York antes de derivar al cine amateur y llegar finalmente a Hollywood con 20:20 de visión plástica. También la ayuda, en el mundo de la imagen, su estupenda belleza bruna, fotogénica aún detrás de la cámara. Es más bella, en foto y en la televisión, que algunas de las actrices que ha dirigido, como Jamie Lee Curtis o Lori Petty. A Bigelow la han llamado por todos los nombres posibles en la nomenclatura del cine:
action woman, macho woman, ¡muy macha!
No la llamaron virago porque no nació en Chicago. Y, sobre todo, por su aspecto decididamente femenino: esos ojos nunca los tuvo Alfred Hitchcock.
«Tiendo», dice ella, «a no tratar de dignificar mi profesión por su género». La declaración es equívoca, ya que en el cine género no significa precisamente paño. «Me veo como una cineasta, ya está. Si la gente quiere verme como una novedad, ése es su problema». No hay problema de este lado de la pantalla.
La Bigelow, que ha dejado detrás a todas sus congéneres (Susan Seidelman, Penny Marshall, Gilian Armstrong: directoras de ahora), hace, dicen, películas que usualmente sólo hacen los hombres. Casada con el también director James Cameron (famoso por su cine de violencia fantástica, como los dos
Terminators
) si su cama tiembla de noche no es de miedo, es un efecto especial. Interrogada una y otra vez sobre su visión violenta y su sexo, Bigelow responde (ella siempre responde: se ve que es una mujer) con extrema seriedad ante un extremo prejuicio: «Claro que hay desigualdad (para las mujeres) detrás de la cámara. No es que las mujeres no puedan hacer cine, sino que mucha gente cree que no pueden». (Incluida entre la gente no pocas mujeres.) Bigelow, con cuatro cintas admirables en los ocho años que lleva en Hollywood, prueba, al menos, que ella puede.
Su primera película,
The Loveless
, aunque compartía créditos por la dirección, tiene sin duda su visión coherente, visualmente impecable. Su héroe sin amor es un rebelde sin causa pero con motocicleta, típico personaje de los años cincuenta. Encarnado sobre su moto que es su motín de uno solo por el siempre excelente Willem Dafoe (el cine moderno detesta su imagen de villano violento: el Bobby Perú que sigue su sendero luminoso en
Wild at Heart
hasta violar la ley de Lynch), enmarcado como un cromo que ilustra un ritmo de
rock n' roll
. Tomando a Marlon Brando en
El salvaje
como punto de partida, Bigelow no deja que su héroe/antihéroe diga frases preñadas de sentido hasta dar a luces (como en el intercambio penoso de Señora: «Pero, ¿contra qué te rebelas?» y Brando: «Dígame qué tiene») es la rebelión existencial, para el que sólo existe su moto como meta en cualquier punto de una carretera hacia la nada.
Su ángel cayendo, Dafoe lo mismo se acuesta con una niña
punk avant la lettre
que la deja suicidarse sola, después de matar ella a su padre incestuoso, ante sus ojos, con idéntica indiferencia que cuando vio antes su cuerpo púber en la cama. Pero la ética de
The Loveless (Sin amor)
no es lo que cuenta sino su estética. Toda la cinta está construida por un Moebius pintor con un cuadro vivo en cada fotograma y su visión (no su misión: las misiones hay que dejarlas a los jesuitas, siempre en posición de misioneros) de la vida es una belleza que la violencia no amortaja. Bigelow viene de la pintura y todavía tiene el ojo demorado de un pintor: cada cuadro de sus películas tiene un dibujo suyo previo. Es asombroso sin embargo que fuera una pintora abstracta cuando sus visiones, tan móviles, animan la concreta coreografía de una danza de la muerte por la música. Hay pocas películas de los 80 tan bellas y amorales como
The Loveless
. Es una perfecta lección de filosofía existencial en que la letra entra con sangre por los ojos. Camus habría estado de acuerdo.
Near Dark (Cercana tiniebla)
, su próxima película, es también una pieza de género (en Hollywood no hay hoy más que género y vacío), pero de un género insospechado para Bigelow, que se muestra de veras capaz de hacerlo todo sobre la sábana blanca del cine. Es una de vampiros y al mismo tiempo su versión del mito de Orfeo en los infiernos que va en busca de Eurídice Smith. Ahora los no-muertos son una banda de sucios y soeces vagabundos disfrazados de anarquistas al aire libre de la noche americana: una oscura pradera los convida. Todavía son inmortales (los que no
pueden
morir) pero en vez de condenados condes húngaros o eximios exiliados rumanos (como el ingenuo húngaro ungido de
El regreso de Drácula
(1958), que viene a América, emigrado emaciado, protegido por el lúcido
larvatus prodeo
de su tenue disfraz: no un cambio de sexo sino de nombre y se llama ahora
Alucard
, Drácula en el espejo que lo delata) son ratas del desierto de la muerte.
Como todas las películas de Bigelow,
Near Dark
es un cuadro que sangra. Pero la sangre del cine, lo sabe hasta el
fan
fetal, no es más que salsa de tomate y, en el caso de Bigelow, pura pintura roja. Aunque como película de terror es espantosamente eficaz, jugando con los elementos convencionales (vampiros destructibles sólo por la luz del día, vampiresas más letales cuando más inocentes, la muerte exangüe) entre autos, red de radios y caminos que llevan a una encrucijada fatal.
En
Blue Steel
el acero azul del título se refiere al pavonado de las armas para preservarlas, como decía Otelo irónico, «del orín de la noche». Este es, hasta ahora, el único film feminista de Bigelow, aunque anuncia una amenazante doncella:
Juana de Arco
. Aquí la masculina Curtis, que tiene un cuerpo cuando lo descubre que delata su feminidad, es una recluta de la policía, orgullosa de serlo, que entra en contacto violento (al parecer no hay para Bigelow otro contacto posible entre los sexos que la violencia) con un psicópata, suerte de neonazi que juega en la lonja el riesgoso juego de la bolsa o la vida de las acciones que suben y bajan. La recluta, como todas las heroínas de Bigelow, puede llevar el cabello corto o largo pero no tiene un pelo de tonta. Ese es su lema, su tradición: las mujeres son siempre las más inteligentes. Nuestra policía se da cuenta de que tiene por amante a un asesino absurdo, el más peligroso por gratuito. Al final Curtis mata al
murderer
pero se olvida, culpa de Bigelow, de que un policía no es más que un agente de la ley, nunca el fiscal, el jurado o el juez y mucho menos el verdugo. Curtis no arresta al culpable sino que lo juzga, lo condena y lo ajusticia ante la cámara impasible. El público, por su parte, vitorea.
Lo extraordinario en esta película es cómo Bigelow muestra la panoplia de las armas con grandes planos en que un enorme revólver de reglamento y una gigantesca pistola ilegal combaten entre los reflejos del acero y la dimensión de las armas con el peligroso pavón que da al aséptico azul su pavoneo letal.
Point Break
(el título es un término del
surf
el deporte de la navegación sobre la cresta de una ola visto como arte) es una película de género también. Pero Bigelow no está interesada esta vez en el género sino, como en
Blue Steel
, en el carácter de sus personajes. O en las fallas de su carácter, fisuras que pueden originar la catástrofe emocional. Es la emoción cinética que movió a los Beach Boys y conmovió a los fanáticos de la
surf music
en los años sesenta. Su emoción es más nueva y más estable.
La cinta descansa sobre tres secuencias maestras (aunque el guión es el peor con que se haya hecho Bigelow) y en la emoción por el movimiento. Frente al océano, y al mar de Magallanes, con su cámara registrando las vueltas de una ola gigante, su ruido, su rugido de espuma, de la manera envolvente que permite ahora el sistema Dolby, sonido total. Una doble secuencia aérea con los jinetes del mar convertidos en navegantes del aire en caída libre. Otra aún es una de las más originales persecuciones con caza humana que se haya hecho en el cine (y sí se han hecho), usando hasta el límite las posibilidades de la
Steadycam
, la cámara ubicua. Las secuencias de
surfing
son de una belleza espantosa, pero esta sinfonía del mar (la termina con una magna, magnífica tempestad cíclica que se supone que ocurre en el Pacífico austral, al otro lado del océano, cada cien anos) hay no sólo que oírla sino que verla.
De las tres secuencias de movimiento perpetuo la que parece más fácil es la más difícil, con la larga cacería de uno de los cuatro asaltantes de bancos que se llaman a sí mismos los Ex-presidentes y llevan máscaras con las caricaturas de Regan, Carter, Nixon y Johnson. El cabecilla, «Reagan», al que el agente del FBI persigue con saña demócrata, por calles, callejones, pasillos, solares yermos o habitados, a través de casas, patios y jardines y sobre múltiples cercas (de madera, de metal, de cemento) que convierten a la larga secuencia impecable en una carrera de los obstáculos más previsibles pero inusitados fuera de un estadio olímpico: el maratón de la muerte.
Bigelow, como lady Macbeth, no tiene sexo ahora y aunque contó con la ayuda de su marido (que ya ha dejado de serlo) y camarada Cameron, maestro de efectos especiales, esta película, en sí, no tiene efectos especiales. La cámara nos deja ver que el agente secreto (Keanu Reeves, especie de Gregory Peck de las islas) viaja sobre las olas tan mal como sobre una tabla de planchar y el anarquista que se vuelve, se insuelve (llamado Bodhi: en sánscrito, «iluminación») asesino, Patrick Swayze (el
revenant
de Espectros), especialista en metamorfosis baratas, es su propio doble en el mar y en el aire. Lo es todavía cuando recuerda sus inicios como bailarín al dar unos alegres pasos de baile mientras roba un banco, cabeza de Reagan, pies de Astaire.
Kathryn Bigelow ha hablado de la influencia que James Cameron ha tenido en su vida y en su arte. También ha murmurado alguna confidencia sobre «la confluencia de voluntades», como si Cameron fuera Nietzsche con un visor. Pero no hay que exaltar a Nietzsche sino disminuir a Schopenhauer al decirles que Bigelow lleva una melena larga pero sus ideas, en el cine, son todo menos cortas. No es corto su ojo que mira por el objetivo de la cámara para hacerlo siempre subjetivo.
En
Un tranvía llamado deseo
Blanche Dubois, patética protagonista, prepara su propia
mise-en-scène
para ocultar la verdad de su cara, mientras atrae y rechaza al brutal Kowalski, que bebe cerveza de la botella, eructa y anda en camiseta, sucio y soez. «No quiero realismo», exclama Blanche ante su presencia. «¡Quiero magia!» Muchos hemos creído con Kowalski que el realismo es poderoso y político. Es decir, la expresión literaria del machismo. Ahora Kathryn Bigelow y las suyas nos muestran, demuestran que siempre, en nuestras noches Blanche, lo que hemos querido en el cine es sólo magia.