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Authors: Guillermo Cabrera Infante

Tags: #Ensayo, Referencia, Otros

Cine o sardina (57 page)

A mí me gusta Almodóvar cuando ríe porque nos hace reír. Pero, cosa curiosa, su obra maestra absoluta,
La flor de mi secreto
no da risa. Es, por el contrario, su película más dramática, de veras desesperada y es a la vez una flor de ese género que el cine cultivó desde su primer jardín, la película para mujeres. La
woman's picture
en que temprano descollaron actrices expertas en ser mujeres que sufren. Como Greta Garbo en casi todas sus películas, Barbara Stanwyck (especialmente en
Stella Dallas
) y, mucho más cerca, Joan Crawford en
Mildred Pierce
. El título en español de esta obra maestra de Michael Curtiz (más maestra que
Casablanca
, que dirigió también por ese tiempo) es
Sacrificio de una madre
y es todo un programa de acción para la protagonista, que siempre sufre, como sufre ahora más que nadie, mejor que nadie, Marisa Paredes.

El personaje de Paredes se parece al que ella hizo en
Tacones
: una cantante ya mayor pero un mito menor recibe el homenaje entre puro y paródico de un travestí. La cantante es extraordinaria solamente en la ficción. En realidad es una enferma más del yo que del corazón: un ser enfermo del ser. El suyo es un corazón todo tiniebla, apenas redimido por el final trágico. Ahí termina y comienzan los parecidos.

Las películas (llamarlas filmes sería un insulto) de Almodóvar muestran un sentido de la estructura interna ya desde el guión, que él mismo siempre escribe con un seguro oficio del cine y una ingenuidad literaria no exenta de cierto encanto (popular). Hace rato que Nietzsche dijo que quien trata de separar la forma del fondo no es un artista, es un crítico. Una película, una novela, un cuento, que todos cuentan, tienen una estructura que es el fondo y la forma, hechos visibles no como una binidad sino como unidad. La más saliente característica del arte de Almodóvar es su inteligencia, en un director que parece a primera vista totalmente intuitivo, que improvisa más que prepara, que labora más que elabora, en una orquestación de las partes que se ve musical, mientras que el mismo Almodóvar para conseguir su atmósfera sexual o sentimental (es lo mismo, sólo se diferencian en la expresión) depende directamente de la música y casi siempre de la música popular. Ahora es Bola de Nieve cantando su propio bolero, firmado por su
alter ego
Ignacio Villa, «Ay, amor» —que debiera llamarse «Hay amor».

(Con un guiño hace incurrir al petulante magistral de Juan Echanove en pecado concebido al afiliar al Bola al
feeling
.)

Uno dé los antecedentes de la novela rosa radial es, cosa curiosa, un bolero. Su autor, Félix B. Caignet, fue también el autor de
El derecho de nacer
, estruendoso éxito primero en Cuba y luego en todo el continente donde fue contenido. Su aura sonora llegó hasta el Japón, que se hizo la tierra del Mojito, nombre japonés para una bebida cubana. Ese bolero viejo decía: «Te odio y sin embargo te quiero./ El odio es cariño,/no me cabe duda/ pues te odio y te quiero a la vez/ y me muero por ti».

El protagonista femenino de
La flor
bien podía adoptar este verso masoquista como divisa. Es lo que hace en casi toda la película y en un momento el símil poético, «me muero por ti», la lleva a cometer un suicidio afortunadamente fallido —para ella y para nosotros los espectadores. Que el personaje que se obliga a perder gana permite presenciar todo el juego (el español es un idioma en que los actores no juegan, como en inglés y en francés, sino que trabajan) que es el arte de Marisa Paredes. Almodóvar, que la colocó en el centro de
Tacones lejanos
, ahora la hace el eje concéntrico, en una actuación que recuerda por su intensa soledad a la Joan Crawford sufrida de los años cuarenta y cincuenta, de
Mildred Pierce
y
Hojas muertas
, melodramas maduros. En
Hojas
Joan también escribe incesante a máquina como Marisa, pero, como advierte Leo, ella es una escritora, mientras la Crawford era una mecanógrafa. Ella atribuye a Capote la distinción, pero las memorias de una mecanógrafa,
Leaves
, es una película clave para Puig, que llamaba a Crawford Santa Juana de América. Según Manuel esa película le salvó la vida una vez. Ahora Almodóvar viene a conferirle a Marisa Paredes la inmortalidad. Joan Crawford ha muerto pero Paredes permanece.

Almodóvar parece aquí fascinado por la letra impresa y hace que su protagonista, como Quijote en Barcelona, vaya a un periódico,
El País
, y visite la redacción, a la que accede entre fragmentos de
vitraux
como a una catedral sumergida en el silencio de los ordenadores. Luego ella, como Cervantes antes, se deja seducir por el estruendo de la imprenta. Tal parecería que Gutenberg inventó la novela. Pero la novela rosa ha estado ahí antes de 1440. Mucho antes.

Dafnis y Cloe
, la primera novela rosa porque se describían en ella los sentimientos más que los actos de su héroe y, muy importante, su heroína, estaba escrita en griego antiguo y se tradujo al inglés en 1657. Un primer
slogan
romántico proclamaba que era «
an amorous handbook for ladies
». Es decir, un manual amoroso (leve guiño de pestañas postizas) para las damas. Sobre las novelas rosa en general y en particular sus variaciones modernas sobre un tema de Longo (novelita de serie, novela radial, novelón de televisión, especialmente en colores cuando se llama culebrón, que el diccionario define, de veras, como mujer intrigante y, anoten, de mala fama) llevé un curso y recurso en las escuelas de verano de El Escorial. Entre escritores y profesores se sentaron por derecho propio dos cultivadores del género, mujeres de genio: Corín Tellado, mi maestra en
Vanidades
(«revista para la mujer y la moda»), y Delia Fiallo, la reina del culebrón, ambas hechas ricas y famosas por su oficio. (Pero no vino la viuda en rosa, a quien quiero mantener en su anónimo antillano.) De oyente que tiene oído y opiniones propias estaba Pedro Almodóvar. Vino, lo sospecho, a ver y oír a Corín, que se había marchado ya, pero Pedro se quedó a poner reparos al género. Ya escribía «La flor de mi secreto» como guión, aunque alguien que lo oyó con atenta atención pudo haber detectado una cierta aversión (o por lo menos reticencia) al género que tiene más de dos mil años literarios.

Almodóvar habló de malos actores, de peores diálogos, de situaciones falsas. Él, mejor que nadie, debía saber que esos ingredientes forman parte para algunos de su sabor artificial: un edulcorante que crea hábito. Para otros (miles, millones de ellos) ahí reside su fascinación. (Que viene del latín y quiere decir también mal de ojo —como el que produce la televisión: mal de ojo único.)

Sospecho que la «cosa secreta», uno de los nombres del sexo, es el rechazo de la protagonista a su oficio del siglo veinte de escritora rosa. Esto estaba ya escrito o pensado por Almodóvar cuando escaló El Escorial. La otra parte (cuando la protagonista vive su vida nada rosa que tiene una culminación rosa) se le ocurrió al bajar a un Madrid que una vez estuvo a merced de las imágenes y los diálogos de
Cristal
, la novela escrita por Delia Fiallo y realizada en Caracas. Como en el culebrón, los males de las mujeres en
La flor
vienen, como una sífilis del espíritu, de los hombres, de sus hijos y, ay, amantes. Todas ellas sufren ese mal venéreo, desde Paredes hasta Rossy de Palma, con su belleza que crea canon. «Sufre, mujer, sufre», proponía Fats Waller al piano y ellas siempre sufren. Hasta Manuela Vargas, fuerte como el flamenco, sufre.

Es curioso que
La flor de mi secreto
(título que podría adoptar un novelón venezolano) termine con una escena que es una parodia del final de Ricas y famosas. Esa es la película favorita de una escritora catalana, feminista y familiar, y mucha gente jura por su feminismo fílmico. En
La flor de mi secreto
el secreto final es que aquí el excelente Echanove en el papel (periódico) de Ángel y la novelista, que no por gusto se llama Leo (de Leocadia, su nombre, pero también de leer), se sientan al amor de la lumbre, el único amor posible entre ella y él. Es, como muchas veces en Almodóvar, un final feliz.

Como Tarantino, Almodóvar está tremendamente interesado en los transgresores. Pero al revés de Tarantino no rinde culto a la violencia sino a la parodia: sus actos de violencia son siempre paródicos.

(La violación en
Kika
es tan cómica como cuando Laurel y Hardy tratan de dormir en la misma precaria cama.) Inclusive en su película más dada a la transgresión (y de paso la más rica en provocaciones),
Tacones lejanos
, la violencia aparece como una referencia, un dato lejano.

En el asesinato del odioso marido de Victoria Abril es un estampido y un fogonazo dentro de una casa de la que se ve sólo la fachada. Victoria, muy principal, confiesa su crimen delante de las cámaras de la televisión de la que es una modesta
speakerine
. Pero esa confesión, que debiera ser dramática, se ve (ese es el verbo) convertida en la versión oral de los gestos, a veces desesperados, con que otra locutora, esta vez muda, remeda el lenguaje manual de los sordomudos. Es, como es a menudo la televisión, una comedia de horrores.

La única violencia visible en
Tacones
es sexual, heterosexual por más señas. No es una última seducción a la Linda Fiorentino, sino que es Victoria, derrotada, la que es seducida por un travesti que, semivestido de mujer, se da a un
cunnilingus
desesperado. Como representación sexual, es decir teatral, este coito abrupto pero no interrupto es uno de los ejemplos de conocimiento carnal más crudos y a la vez estilizados del último cine español.

Las películas de Almodóvar (
Mujeres
,
Tacones
,
Kika
) parecen pertenecer a lo que se llama «efímero
pop
», donde hay que diferenciar entre el
pop
industrial de Andy Warhol y el
pop
pictórico puro de David Hockney. Hay elementos en el arte de Almodóvar en que las referencias pictóricas son bien visibles. Esta es la diferencia entre él y Quentin Tarantino, su semejante. Los dos hacen arte referencial, pero las referencias de Tarantino son siempre otras películas, aunque haga referencia en su título más conocido al arte literario popular de los novelistas
pulp
no
pop
. Las referencias de Almodóvar son ocultas pero más cultas.

Hay dos interregnos. Uno es la vuelta a la aldea como un útero al que se vuelve para volver a nacer. Ocurrió en
Átame
en un final feliz. Ocurre en
La flor in medias res
. Ahora la aplastante verticalidad urbana da paso al horizonte de un campo de flores amarillas para siempre en nuestros ojos. Mientras el comentario sonoro es un poema que recita Chus Lampreave, siempre sabia, con la conmovedora sencillez que sabe que «Mi aldea» abre las páginas sonoras del pasado «para hacer oír a ustedes la emoción y el romance de un nuevo capítulo», que era el lema de la
Novela del aire
en la radio que no cesa en la memoria, escrito cada noche a las nueve por la inolvidable Caridad Bravo Adams.

El otro interregno en su reino es la música de los créditos finales. En
La ley del deseo
Almodóvar le cedió la voz a Bola de Nieve, en
Mujeres
La Lupe cantó Teatro como nadie. Ahora le toca el turno a ese asombroso músico que es Caetano Veloso, que canta «La tonada de la luna llena», que es tan delicada como el campo amarillo que es un tránsito para que Leo vuelva a ser la Leocadia de la aldea. Como contraste entre una realidad y otra, Madrid la pinta Almodóvar sofisticada y elegante y macarra, hecha de piedra y cristal, dinámica. Si Roma era de Fellini y Nueva York es de Woody Allen, Madrid le pertenece a Almodóvar.

En la historia de los sentimientos viene primero el amor —que aquí rima con flor. Es un
tour de force
de Almodóvar crear una historia de sentimientos previsibles y armar con ellos una novela de amor. Hay ahora un gran romance en vez de una pasión. Romance es un amor intenso y breve, que, por supuesto, dura más que un capricho. Hablar en romance por la televisión es una pasión americana.

Sentado en un vestíbulo de Televisión Española esperando una tarde para ser entrevistado, vi a varios actores españoles viendo
Cristal
y los oí. Veían fascinados pero oían a regañadientes: les molestaba el acento americano. «Ese acento es insoportable», decían unos, mientras que otros manifestaban: «A mí que me cuenten las cosas en cristiano». Rezongaron hasta que el actor Escrivá,
debonair
, se vio obligado a intervenir y dijo de buen aire: «Pero señores, eso es parte de su encanto». La novela rosa y la reacción contra la novela rosa que sufre la autora (y, supongo, el autor de sus días y noches: la noche en Almodóvar es siempre cómplice, de un crimen y de una pasión y de un crimen pasional) tejen y destejen la trama con Paredes de Penélope renuente. Esas contradicciones forman parte de su encanto porque ese encanto, hay que decirlo, es otra novela rosa.

Ni tan divertida como
Mujeres
ni tan inquietante como
Tacones
,
La flor de mi secreto
es la mejor película de Almodóvar hasta ahora. La más perfecta técnicamente. La mejor escrita y la más moralmente integrada, este espectador sintió siempre que estaba ante una obra mayor. Olvídense de George Cukor, de Mitchell Leisen y hasta de Claude Chabrol que Pedro Almodóvar, ahora, es el mejor inventor de mujeres del cine: una suerte de Adán con costillas disponibles para crear varias Evas.

Freud, no en su suave sofá sino en su lecho de muerte, confesó que nunca supo qué querían las mujeres. Ahora yo sé: Almodóvar sabe. Ése es el secreto de esa flor que lleva en su solapa, solapado.

Por un final feliz

El final feliz fue inventado, como tantas otras cosas, por los griegos. Homero en
La ilíada
creó el final terrible. A petición, en
La odisea
, originó el final feliz. Después de tantos tumbos y mujeres maliciosas, Ulises regresa a casa, a reunirse con su pareja Penélope, su hijo Telémaco y su padre Laertes. Es cierto que antes, de regreso, hace una carnicería de los pretendientes de su esposa. Pero eso es
peccata minuta
. La matanza no importa, lo que importa es que Ulises describe el lecho de su amada antes de volver a compartirlo.
The End
.

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