Ivy contemplaba la cruz en la mano de Ceri sin emoción alguna.
—Espero que pueda hacer lo mismo por mí.
Me sobrecogí. Ivy había basado su cordura en la esperanza de que existiera algún tipo de magia que fuese capaz de purgar el virus de ella; que lo único necesario sería el hechizo adecuado que le permitiese dejar el camino de sangre y violencia. Pero no lo había. Esperé a que Ceri le contase a Ivy que nadie estaba más allá de la redención, pero lo único que hizo fue asentir, sacudiendo su delicado cabello.
—Espero que así sea.
—Yo también. —Ivy miró el crucifijo que Ceri sostenía ante ella—. Quédatelo. Ya no me resulta de ayuda.
Mis labios se separaron de sorpresa, y Jenks se posó sobre mis grandes pendientes de aro, al tiempo que Ceri se lo colgaba alrededor de su cuello. La plata minuciosamente tallada quedaba bien en contraste con el intenso morado y verde de su elegante vestido.
—Ivy… —comencé a decir, y me agité cuando Ivy entrecerró los ojos y me miró.
—Ya no resulta de ayuda —repitió con firmeza—. Ella lo quiere. Y se lo voy a dar.
Ceri levantó su mirada; claramente aliviada por aquel icono.
—Gracias —susurró.
Ivy frunció el ceño.
—Como vuelvas a tocar mi escritorio, te romperé todos tus dedos.
Ceri recibió aquella amenaza con un despreocupado entendimiento que me sorprendió. Era evidente que ya había tratado antes con vampiros. Me pregunté dónde, ya que los vampiros no podían manipular las líneas luminosas, por lo que serían unos familiares lamentables.
—¿Qué tal un poco de té? —les ofrecí, deseando hacer algo normal. Preparar té no era normal, pero se le acercaba mucho. La tetera estaba hirviendo y, mientras revolvía los armarios buscando una taza lo bastante buena para un invitado, Jenks ahogó una risita, balanceando mi pendiente como si fuera un columpio hecho con un neumático. Sus niños entraban volando en la cocina de dos en dos y de tres en tres, para el fastidio de Ivy, atraídos por la novedosa presencia de Ceri. Revolotearon sobre ella, y fue Jih la que se situó más cerca.
Ivy permaneció junto a su ordenador, a la defensiva y, tras un momento de vacilación, Ceri se sentó en la silla más alejada de ella. Tenía un aspecto solitario y extraviado al acariciar el crucifijo alrededor de su cuello. Mientras me dedicaba a buscar una bolsita de té en la despensa, me pregunté cómo iba a hacer que esto saliera adelante. A Ivy no le iba a gustar la idea de tener otra compañera. ¿Y dónde íbamos a instalarla?
El acusador tintineo de los bolígrafos de Ivy sonó con fuerza cuando reordenó su bote de lapiceros.
—Tengo una —anuncié aliviada al encontrar finalmente una bolsita de té. Jenks me abandonó para incordiar a Ivy, ahuyentado de mi pendiente por el vapor que se elevaba al verter el agua hirviendo en la taza.
—Toma, Ceri —le dije, apartando a los pixies de su lado, y dejé la taza sobre la mesa—. ¿Quieres ponerle algo?
Ella miró la laza tomo si nunca hubiera visto una antes. Sacudió la cabeza con los ojos muy abiertos. Vacilé, preguntándome lo que había hecho mal. Parecía como si estuviera a punto de echarse a llorar de nuevo.
—¿Estás bien? —le pregunté, y ella asintió, con la mano temblorosa al coger la taza.
Jenks e Ivy la estaban mirando.
—¿Estás segura de que no quieres azúcar u otra cosa? —insistí, pero volvió a sacudir su cabeza. Su fina barbilla temblaba cuando se llevó la taza a los labios.
Frunciendo el ceño, fui a sacar los granos de café del frigorífico. Ivy se levantó para enjuagar el decantador. Se inclinó acercándose a mí, dejando el agua caer para ocultar sus palabras mientras me hablaba.
—¿Qué le pasa? Está llorando encima del té.
Me di la vuelta.
—¡Ceri! —exclamé—. ¡No pasa nada si quieres un poco de azúcar!
Ella me miró, con lágrimas descendiendo por su pálido rostro.
—No he tomado nada para comer en… mil años —sollozó.
Me sentí como si me hubieran golpeado en el estómago.
—¿Quieres un poco de azúcar?
Todavía llorando, sacudió la cabeza.
Cuando volví a girarme, encontré a Ivy esperándome.
—No puede quedarse aquí, Rachel —dijo la vampiresa, arrugando las cejas.
—Estará bien —susurré, horrorizada de que Ivy estuviera dispuesta a echarla—. Bajaré mi vieja cama plegable del campanario y la colocaré en el cuarto de estar. Tengo algunas camisetas viejas que puede usar hasta que la lleve de compras.
Jenks hizo vibrar sus alas para llamar mi atención.
—¿Y luego qué? —dijo desde el grifo.
Hice un gesto de frustración.
—No lo sé. Ya está mucho mejor. Hace media hora ni siquiera hablaba. Miradla ahora.
Nos dimos la vuelta para encontrar a Ceri sollozando en silencio y bebiéndose el té a pequeños y solemnes sorbos mientras las chicas pixie revoloteaban sobre ella. Había tres que acariciaban su largo pelo rubio mientras otra le cantaba.
—De acuerdo —dije al girarnos de nuevo—. Era un mal ejemplo.
Jenks sacudió su cabeza.
—Rache, de verdad que me siento mal por ella, pero Ivy tiene razón. No puede quedarse aquí. Necesita ayuda profesional.
—¿De veras? —repliqué de forma beligerante, sintiendo que me encendía—. No he oído hablar de sesiones de terapia de grupo para familiares de demonio retirados, ¿y tú?
—Rachel… —me tranquilizó Ivy.
Un repentino grito de las niñas pixie hizo que Jenks se elevase desde el grifo. Su mirada nos ignoró y fue a posarse en sus chicas mientras descendían sobre el ratón, que finalmente había salido disparado hacia el cuarto de estar, encontrándose con su particular infierno personal.
—Disculpadme —nos dijo antes de salir volando para rescatarlo.
—No —lo advertí a Ivy—. No voy a dejarla tirada en un manicomio.
No estoy diciendo que debas hacerlo. —El pálido rostro de Ivy había empezado a tomar color, y el borde marrón de sus ojos se encogía a la vez que el calor de mi cuerpo aumentaba y me hervía la sangre, despertando sus instintos—. Pero no puede quedarse aquí. Esa mujer necesita normalidad y, ¿sabes, Rachel?, nosotras no se la podemos ofrecer.
Tomé aliento para protestar, y luego lo exhalé. Con el ceño fruncido, miré hacia Ceri. Se enjugaba los ojos, con su mano envolviendo temblorosa la taza, lo que producía anillos en la superficie del té. Mis ojos se movieron hacia los niños pixie, quienes discutían sobre quién se iba a montar primero en el ratón. Fue la pequeña Jessie, y la diminuta pixie chilló de emoción cuando el roedor salió disparado de la cocina con ella montada en su lomo. Todos la siguieron dejando un destello de chispas doradas, excepto Jih. Puede que Ivy estuviese en lo cierto.
—¿Qué quieres que haga, Ivy? —pregunté con calma—. Le pediría a mi madre que la acogiera, pero ella misma se encuentra a un paso de ingresar en un manicomio.
Jenks regresó zumbando.
—¿Qué hay de Keasley?
Miré a Ivy, sorprendida.
—¿El anciano que vive al otro lado de la calle? —espetó Ivy con desconfianza—. No sabemos nada acerca de él.
Jenks aterrizó sobre el alféizar, junto al
señor Pez
, y apoyó las manos en sus caderas.
—Es viejo y tiene ingresos fijos. ¿Qué más hay que saber?
Mientras Ceri meditaba, sopesé la idea en mi cabeza. Me gustaba el viejo brujo, cuyo pausado discurso escondía una aguda sabiduría y una elevada inteligencia. Me había suturado después de que Algaliarept me hubiese cortado en el cuello. También había suturado mi voluntad y mi confianza. Aquel hombre artrítico ocultaba algo, y no pensaba que su verdadero nombre fuese Keasley, ni me creía su historia de que disponía de más equipamiento médico que una sala de urgencias porque no le gustaban los médicos. Sin embargo, confiaba en él.
—No le gusta la policía y sabe mantener la boca cerrada —afirmé, pensando que era el idóneo. Entornando los ojos, miré a Ceri, quien hablaba con Jih en un tono muy bajo. Los ojos de Ivy mostraban duda e incomodidad; tomé la iniciativa—. Voy a llamarle —añadí antes de indicarle a Ceri con un gesto que volvería enseguida y me dirigí al salón en busca del teléfono.
—Ceri —dijo Jenks mientras yo le daba al interruptor y preparaba una cafetera—. Si el té te hace llorar, tienes que probar las patatas fritas. Ven aquí, te enseñaré a usar el microondas.
Keasley estaba de camino hacia aquí. Le llevaría un buen rato, ya que se encontraba tan afectado por la artritis que la mayoría de los amuletos contra el dolor ni siquiera podían aliviarle. Me sentía mal por obligarle a salir en mitad de la nieve, pero habría sido incluso menos considerado bajar hasta su casa.
Con un propósito desconocido, Jenks se posó sobre el hombro de Ceri y le habló durante la operación de preparar patatas fritas en el microondas. Ella se inclinó para contemplar el movimiento giratorio del pequeño envase de cartón con mis zapatillas rosas calzadas en sus pies, que le quedaban grandes y le daban un aspecto desgarbado. Las chicas pixie revoloteaban a su alrededor en un torbellino de seda de colores y cháchara, ignoradas en su mayor parte. El interminable sonido había hecho huir a Ivy al salón, donde actualmente se escondía con los auriculares puestos.
Levanté la cabeza al sentir un cambio en la presión del aire.
—¿Buenas? —dijo una potente y áspera voz desde la parte delantera de la iglesia—. ¿Rachel? Las pixies me han abierto la puerta. ¿Dónde estáis, señoritas?
Miré a Ceri, advirtiendo su repentino temor.
—Es Keasley, un vecino —le informé—. Te va a hacer un reconocimiento. Para asegurarnos de que estás sana.
—Estoy bien —respondió de forma pensativa.
Al creer que aquello iba a resultar más difícil de lo que pensaba, me escabullí de puntillas hasta el pasillo para hablar con él antes de que conociera a Ceri.
—Hola, Keasley, estamos aquí detrás.
Su frágil y corva silueta renqueaba a lo largo del pasillo, bloqueando la entrada de luz. Había más niños pixie escoltando su paso, coronándole con círculos del polvo de pixie que derramaban. Keasley llevaba una bolsa de papel marrón en su mano, y traía consigo el gélido aroma de la nieve que se mezclaba agradablemente con la característica esencia a secuoya de las brujas.
—Rachel —comenzó a decir, entornando sus ojos marrones a medida que se acercaba a mí—. ¿Cómo está mi pelirroja preferida?
—Estoy bien —respondí antes de darle un breve abrazo y pensar que, tras mi exitoso duelo con Algaliarept, bien era decir poco. Llevaba un mono de trabajo deteriorado que olía a jabón. Yo lo consideraba como el viejo sabio del vecindario y, al mismo tiempo, como una especie de abuelo sustituto, y no me importaba que tuviese un pasado que no deseara compartir con nadie. Era una buena persona; eso era todo lo que necesitaba saber.
—Entra. Hay alguien que quiero que conozcas —le dije, y él se detuvo con una suspicaz prudencia—. Necesita tu ayuda —añadí en voz baja.
Oprimió sus finos labios y las oscuras arrugas de su frente se hicieron más profundas. Keasley tomó aire lentamente; sus manos artríticas hacían crujir la bolsa de papel. Asintió, dejando asomar una incipiente calva en su pelo grisáceo de marcados rizos. Tras resoplar de alivio, le hice entrar en la cocina, quedándome atrás para poder ver su reacción ante Ceri.
El viejo zorro se quedó clavado al mirar hacia el interior. Pero cuando vi a la delicada mujer con las zapatillas rosas de peluche, embutida en aquel elegante vestido de baile, que sostenía un cartón de humeantes patatas fritas en las manos, pude entender por qué.
—No necesito ningún médico —espetó Ceri.
Jenks se elevó desde su hombro.
—Hola Keasley. ¿Vas a examinar a Ceri?
Keasley asintió, renqueando al ir en busca de una silla. Le indicó a Ceri que se sentara, y luego él también se posó cuidadosamente sobre el asiento contiguo. Situó la bolsa entre sus pies con un resoplido, y la abrió para extraer de ella un medidor de presión arterial.
—Yo no soy médico —admitió—. Me llamo Keasley.
Sin tomar asiento, Ceri miró hacia mí, y luego a él.
—Yo soy Ceri —contestó en lo que fue apenas un suspiro.
—Bueno, Ceri, encantado de conocerte. —Tras dejar el medidor sobre la mesa, le ofreció su mano, consumida por la artritis. Ceri se la estrechó con inseguridad. Keasley la sacudió sonriente, mostrando sus dientes manchados por el café. El anciano volvió a señalar la silla y Ceri tomó asiento finalmente, soltando de mala gana sus patatas fritas y mirando el medidor de forma suspicaz.
—Rachel quiere que te examine —le anunció mientras sacaba más material médico.
Ceri me lanzó una mirada, a la vez que dejaba escapar un suspiro de resignación.
El café ya se había hecho y, mientras Keasley le tomaba la temperatura, comprobaba sus reflejos y su presión arterial y le hacía decir: «Ahhhh», le llevé una taza a Ivy al cuarto de estar. Se encontraba sentada de lado en su sillón acolchado, con los auriculares puestos, la cabeza sobre uno de sus brazos y los pies colgando sobre el otro. Tenía los ojos cerrados, pero estiró su brazo sin mirar, recogiendo la taza en el momento en que la puse sobre la mesa.
—Gracias —murmuró, y me marché sin que hubiera abierto los ojos. A veces Ivy me daba escalofríos.
—¿Café, Keasley? —pregunté al regresar.
El anciano le echó un vistazo al termómetro y lo apagó.
—Sí, gracias. —Obsequió a Ceri con una sonrisa—. Estás bien.
—Gracias, señor —respondió Ceri. Había estado comiendo sus patatas fritas durante el reconocimiento de Keasley y ahora miraba con tristeza el fondo del paquete.
Jenks llegó a su lado al instante.
—¿Quieres más? —le ofreció—. Prueba a ponerles un poco de kétchup.
De repente, el entusiasmo de Jenks por llevarle patatas fritas estuvo muy claro. No eran las patatas lo que le interesaba, sino el kétchup.
—Jenks —le dije con cansancio en la voz mientras le llevaba su café a Keasley, y me apoyaba en la isla central—. Tiene más de mil años. Incluso los humanos comían tomates por entonces. —Dudé—. Tenían tomates por aquel entonces, ¿verdad?
El zumbido de las alas de Jenks bajó considerablemente de volumen.
—Mierda —murmuró antes de brillar con más fuerza—. Adelante —le dijo a Ceri—. Esta vez intenta poner el «micro» sin mi ayuda.
—¿«Micro»? —preguntó, secándose cuidadosamente las manos con una servilleta a la vez que se ponía en pie.