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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

Antes bruja que muerta (4 page)

Caminé a trompicones hasta la iglesia, tras dejar todo donde estaba y permitir que las velas se consumiesen por su cuenta. Mis ojos estaban clavados en la nieve y, mientras Ceri y yo dejábamos un doble rastro de pisadas sobre el único que venía hasta aquí, me pregunté qué demonios iba a hacer con ella.

2.

Estábamos a medio camino de la iglesia cuando me di cuenta de que Ceri arrastraba sus pies descalzos sobre la nieve.

—¿Dónde están tus zapatos?

La llorosa mujer hipó bruscamente. Tras enjugar sus lágrimas, miró hacia abajo. Un destello rojizo de siempre jamás se arremolinó sobre los dedos de sus pies, y aparecieron un par de zapatillas de encaje quemadas en sus pies diminutos. Sus rasgos, iluminados por la luz del porche, se vieron alterados por la sorpresa.

—Están quemados —señalé mientras ella se los quitaba sacudiendo los pies. Unos fragmentos de carbonilla se pegaron a su cuerpo, con aspecto de heridas negras—. A lo mejor el Gran Al ha tenido una rabieta y está quemando tus cosas.

Ceri asintió en silencio, con la sombra de una sonrisa aflorando en sus azulados labios ante el ofensivo apodo que usaba para no pronunciar el nombre del demonio delante de los que no lo conocían.

Reinicié nuestra marcha.

—Bueno, tengo un par de zapatillas que pueden servirte. ¿Y qué tal un café? Estoy calada hasta los huesos.

¿
Un café? ¿Acabamos de escapar de un demonio y le estoy ofreciendo café
?

No respondió; sus ojos se dirigían hacia el porche de madera que llevaba hasta los alojamientos en la parte de atrás de la iglesia. Su mirada voló hacia el santuario que había detrás y a su torre campanario.

—¿Eres sacerdotisa? —susurró con una voz acorde al helado jardín, pura y cristalina.

—No —respondí a la vez que intentaba no resbalar en los escalones—. Yo solo vivo aquí. Ya no es una auténtica iglesia. —Ceri parpadeó y yo continué—. Es algo difícil de explicar. Vamos, entra.

Abrí la puerta trasera y entré la primera, ya que Ceri agachó la cabeza y no quiso hacerlo. La calidez del cuarto de estar fue como una bendición para mis mejillas heladas. Ceri se detuvo en seco ante el umbral cuando unas pixies pasaron volando con un chillido desde la repisa sobre la vacía chimenea, huyendo del frío. Dos adolescentes pixies varones le echaron un buen vistazo a Ceri antes de continuar a un ritmo más pausado.

—Pixies —me apresuré a decir, al recordar que tenía más de mil años. Si no era una inframundana, entonces jamás los habría visto, y creería que no eran más que personajes de cuentos de hadas—. ¿Los has visto antes? —inquirí, sacudiéndome la nieve de las botas.

Ceri asintió, cerrando la puerta detrás de ella, y me sentí aliviada. Su adaptación a la vida moderna sería más sencilla si no tenía que acostumbrarse a que brujas, hombres lobo, pixies, vampiros y cosas así fueran reales además de a la televisión y los teléfonos móviles; pero cuando sus ojos se posaron sobre el costoso equipo multimedia de Ivy con tan solo un ligero interés, hubiera querido apostar a que las cosas al otro lado de las líneas luminosas estaban tan avanzadas tecnológicamente como aquí.

—¡Jenks! —exclamé hacia la parte delantera de la iglesia, donde él y su familia vivían durante los meses de invierno—. ¿Puedes venir un momento?

El agudo zumbido de las alas de libélula resonó en el cálido aire.

—Oye, Rache —dijo el pequeño pixie al entrar—. ¿Qué es eso que mis hijos están diciendo acerca de un ángel? —Se detuvo en posición suspendida, mirando detrás de mí con los ojos muy abiertos y su corto pelo rubio agitándose.

¿
Ángel, eh
?, pensé al volverme hacia Ceri para presentarla.

—Oh, no, por Dios —espeté tirando de ella para enderezarla. Había estado recogiendo la nieve que me había sacudido de mis botas y la sostenía en su mano. La visión de su delicada figura envuelta en aquel exquisito vestido dedicándose a recoger mi basura era demasiado—. Por favor, Ceri —le dije, quitándole la nieve antes de soltarla sobre la alfombra—. No lo hagas.

Un gesto de extrañeza frunció el suave ceño de la pequeña mujer. Tras emitir un suspiro, realizó una mueca de disculpa. No creo que ni siquiera se hubiera dado cuenta de lo que hacía hasta que la detuve.

Me volví hacia Jenks y vi que sus alas habían cobrado un tono más rojizo al acelerarse su circulación.

—¿Qué demonios? —murmuró, mirándose los pies. El polvo de pixie se derramaba sin darse cuenta, dejando una brillante mancha sobre la alfombra gris. Llevaba puesta su informal ropa de jardinería, hecha de una ajustada seda verde, con la que parecía un Peter Pan en miniatura y sin el sombrero.

—Jenks —le dije poniendo una mano sobre el hombro de Ceri para tirar de ella hacia delante—. Esta es Ceri. Va a quedarse un tiempo con nosotros. Ceri, este es Jenks, mi compañero.

Jenks se apresuró a adelantarse antes de volver a retroceder, hecho un manojo de nervios. Ceri me dedicó una mirada de asombro y luego a él.

—¿Compañero? —inquirió, llevando su atención hacia mi mano izquierda.

De repente lo comprendí y me ruboricé.

—Mi compañero de trabajo —aclaré, comprendiendo que ella había pensado que estábamos casados. ¿Cómo diablos podrías casarte con un pixie? ¿Y por qué diablos ibas a hacerlo?—. Trabajamos juntos como cazarrecompensas.

Tras quitarme la gorra de lana roja, la dejé junto a la chimenea para que pudiera secarse sobre la piedra y me sacudí los mechones de pelo aplastados. Había dejado el abrigo fuera, pero no iba a salir a buscarlo ahora.

Ceri se mordisqueaba el labio confundida. El calor de la habitación había hecho que tomasen un tono mas vivo, y el color empezaba a regresara sus mejillas.

Con un seco aleteo, Jenks se acercó revoloteando, de forma que mi pelo se agitó con el aire desprendido por el movimiento de sus alas.

—No es muy aguda, ¿verdad? —señaló y, cuando hice ademán de que se apartase, colocó las manos en sus caderas—. Nosotros… somos… los buenos. Detenemos… a los malos —aclaró suspendido sobre Ceri, hablando despacio y con fuerza, como si ella fuese dura de oído.

—Guerreros —dijo Ceri sin mirarle debido a que sus ojos estaban fijos en las cortinas de cuero de Ivy, las lujosas sillas de ante y el sofá. La habitación era una invitación a la comodidad, todo ello salido del bolsillo de Ivy, no del mío.

Jenks rió, y sonó como unas campanillas de viento.

—Guerreros —repitió con una sonrisa—. Sí. Somos guerreros. Ahora vuelvo, tengo que contarle eso a Matalina.

Salió disparado de la habitación volando a la altura de la cabeza y relajé los hombros.

—Perdona por eso —me disculpé—. Le pedí a Jenks que trasladase aquí a su familia durante el invierno después de que admitiera que suele perder dos niños cada primavera debido al trastorno de hibernación. A Ivy y a mí nos están volviendo locas, pero prefiero no tener intimidad durante cuatro meses a que Jenks comience la primavera con ataúdes pequeñitos.

Ceri asintió.

—Ivy —repitió en voz baja—. ¿Es tu compañera?

—Sí. Igual que Jenks —añadí despreocupadamente para asegurarme de que realmente lo comprendía. Sus inquietos ojos lo estaban analizando todo y, lentamente, me desplacé hacia el pasillo.


Ejem
, ¿Ceri? —le dije, sin estar segura hasta que empezó a seguirme—. ¿Prefieres que te llame Ceridwen?

Escudriñó a lo largo del oscuro pasillo hasta el santuario, tenuemente iluminado, siguiendo con su mirada los sonidos de los niños pixies. Se suponía que debían estar en la parte delantera de la iglesia, pero se metían por todas partes, y sus chillidos y quejidos se habían convertido en la música de fondo.

—Ceri, por favor.

Su personalidad estaba regresando a ella más rápidamente de lo que hubiera creído posible, pasando del silencio a las frases cortas en cuestión de minutos. En su forma de hablar había una curiosa mezcla de modernidad y encanto del mundo antiguo que probablemente le venía de haber estado tanto tiempo viviendo con demonios. Se detuvo ante el umbral de mi cocina, con los ojos muy abiertos al verla al completo. No creo que fuese por el impacto cultural. La mayoría de personas sufría una reacción similar al ver mi cocina.

Era enorme, con un hornillo de gas y otro eléctrico, de forma que pudiera cocinaren uno y preparar hechizos en el otro. El frigorífico era de acero inoxidable y lo bastante grande como para meter una vaca en su interior. Había una ventana corredera desde la que se contemplaba el jardín nevado y el cementerio, y mi pez beta, el
señor Pez
, nadaba feliz en una copa de brandi sobre el alfeizar. Las luces fluorescentes iluminaban la amplia encimera de resplandeciente cromo que no desentonaría si estuviera ante las cámaras de un programa de cocina.

A su vez, llamaba la atención una isla central con un estante lleno con mi equipo de hechicería y las hierbas secas recogidas por Jenks y su familia, que ocupaba gran parte del espacio. La antigua y extensa mesa de Ivy ocupaba el resto. La mitad estaba meticulosamente dispuesta como su despacho, con su ordenador (más rápido y potente que un paquete de laxantes de tamaño industrial), archivos ordenados por colores, mapas y los marcadores que utilizaba para organizar sus cacerías. La otra mitad de la mesa era mía, y estaba vacía. Ojalá pudiera decir que era por pulcritud, pero cuando yo iba de cacería, cazaba. No lo planificaba hasta la saciedad.

—Siéntate —le ofrecí despreocupadamente—. ¿Qué tal un poco de café?

¿
Café
?, pensé mientras me acercaba a la cafetera y me deshacía de los posos viejos. ¿Qué iba a hacer con ella? No se trataba de un gatito perdido. Ceri necesitaba ayuda. Ayuda profesional.

Ceri me observaba, una vez más con la mirada perdida.

—Yo… —balbuceó, con un aspecto asustado y frágil en su elegante atuendo. Miré mis vaqueros y mi jersey rojo. Aún llevaba puestas mis botas para la nieve, y me sentí estúpida.

—Toma —le dije sacando una silla—. Voy a hacer un poco de té.

Tres pasos hacia delante y uno hacia atrás
, pensé cuando ella ignoró la silla que le había ofrecido y usó en cambio la que había frente al ordenador de Ivy. Puede que el té fuese más apropiado, teniendo en cuenta que ella tenía más de mil años. ¿
Tendrían café en aquellos tiempos
?

Yo contemplaba mis estantes, tratando de recordar si teníamos alguna tetera, cuando Jenks y unos quince de sus hijos hicieron acto de presencia, hablando todos a la vez. Sus voces eran tan agudas y aceleradas que me provocaban dolor de cabeza.

—Jenks —le rogué, mirando hacia Ceri. Ya parecía lo suficientemente confusa—. Por favor.

—No van a hacer nada —protestó de forma beligerante—. Además, quiero que la olfateen como es debido. No sabría decir lo que es, apesta a ámbar quemado que es una barbaridad. ¿Pero quién es, y qué estaba haciendo descalza en nuestro jardín?

—Esto… —musité, con súbita cautela. Los pixies tenían un olfato excelente, eran capaces de saber de qué especie era cualquier cosa con tan solo olería. Tuve el palpito de que yo sabía lo que era Ceri, y en realidad no quería que Jenks lo averiguase.

Ceri levantó su mano a modo de columpio, sonriendo angelicalmente a las dos chicas pixies, quienes rápidamente se posaron sobre ella; sus vestidos de seda verde y rosa se agitaban ante la brisa que provocaban sus alas de libélula. Se encontraban parloteando amigablemente de la forma en la que lo hacen las chicas pixies, aparentando ser estúpidas pero en realidad conscientes hasta del último ratón que se esconde bajo el frigorífico. Estaba claro que Ceri había visto pixies con anterioridad. Eso la convertía en inframundana si tenía mil años de edad. La Revelación, cuando todos salimos de nuestro escondite para vivir abiertamente con los humanos, tan solo había ocurrido cuarenta años atrás.

—¡Eh! —exclamó Jenks al ver que sus hijos la estaban monopolizando, y se marcharon de la cocina revoloteando en un caleidoscópico remolino de color y sonido. Ocupó su lugar de forma inmediata, indicando a su hijo mayor, Jax, que se posara sobre la pantalla del ordenador que había detrás de ella.

—Hueles igual que Trent Kalamack —le espetó sin rodeos—. ¿Qué eres?

Me invadió una sensación de ansiedad y me volví, dándoles la espalda.
Maldita sea, yo estaba en lo cierto
. Era una elfa. Si Jenks se enteraba, lo contaría por todo Cincinnati en cuanto subiese la temperatura y pudiese salir de la iglesia. Trent no deseaba que el mundo supiera que los elfos habían sobrevivido a la Revelación, y rociaría todo el edificio con agente naranja para acallar a Jenks.

Me volví y agité frenéticamente mis dedos ante Ceri, simulando cerrar mi boca con una cremallera. Al darme cuenta de que no tenía ni idea de lo que quería decirle, puse un dedo sobre mis labios. La mujer me lanzó una mirada interrogativa y volvió a mirar a Jenks.

—Soy Ceri —dijo seriamente.

—Ya, ya —replicó Jenks con impaciencia apoyando las manos en sus caderas—. Lo sé. Tú eres Ceri. Yo soy Jenks. Pero ¿qué eres? ¿Eres una bruja? Rachel es una bruja.

Ceri miró hacia mí y luego apartó la mirada.

—Soy Ceri.

Las alas de Jenks se detuvieron, cambiando de azul a rojo.

—Ya —repitió—. ¿Pero de qué especie? Mira, yo soy un pixie, y Rachel es una bruja. Tú eres…

—Ceri —insistió.

—Eh, Jenks —le dije, al tiempo que los ojos de la chica se entrecerraban. Los pixies no habían logrado averiguar qué eran los Kalamack en toda la existencia de la familia. Averiguarlo le daría a Jenks más prestigio en el mundo pixie que si eliminase a un clan de hadas al completo por sí solo. Advertí que se encontraba al límite de su paciencia cuando aleteó para elevarse por detrás de ella.

—¡Maldita sea! —exclamó Jenks, con frustración—. ¿Qué demonios eres, mujer?

—¡Jenks! —grité alarmada cuando la mano de Ceri surgió como un rayo, atrapándolo. Jax, su hijo, dejó escapar un aullido, dejando una nube de polvo de pixie al salir volando hacia el techo. La hija mayor de Jenks, Jih, miró desde detrás de la arcada del techo, con un destello rosado en sus alas.

—¡Oye! ¡Suéltame! —exclamó Jenks. Sus alas se agitaron furiosamente, pero no pudo escapar a ninguna parte. Ceri tenía cogidos sus pantalones entre el pulgar y el índice. Sus reflejos eran incluso mejores que los de Ivy si tenía el suficiente control para ser así de precisa.

—Soy Ceri —dijo, apretando sus finos labios mientras Jenks continuaba atrapado—. Y hasta mi demonio captor tenía el suficiente respeto como para no maldecir en mi presencia, pequeño guerrero.

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