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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

Veinte años después (96 page)

—Bien dicho, caballero —respondió Aramis—. Permitidme que os haga una pregunta.

—Hacedla.

—¿Dónde se encuentran los plenipotenciarios?

—En el mismo Charenton: en la segunda casa a la derecha conforme se entra por el camino de París.

—¿Y no se había previsto tal conferencia?

—No, señores. Es resultado, según parece, de las recientes proposiciones que por orden del señor Mazarino se hicieron anoche a los parisienses.

Miráronse Athos y Aramis riéndose, porque mejor que nadie sabían cuáles eran las proposiciones, a quién se habían dirigido y quién las había hecho.

—Y la casa en que están los plenipotenciarios —preguntó Athos—, ¿a quién pertenece?

—Al señor de Chanleu, que manda vuestras tropas en Charenton; digo vuestras tropas, porque os considero frondistas.

—Poco menos —respondió Aramis.

—¿Cómo poco menos?

—Sí, por cierto, caballero; no ignoráis que en estos tiempos nadie puede decir lo que es.

—Somos del partido del rey y de los príncipes —añadió Athos.

—Entendámonos —repuso Chatillon—; el monarca está con nosotros y tiene por generalísimos al señor de Orléans y al señor de Condé.

—Sí —respondió Athos—; mas debía estar en nuestras filas con los señores de Conti, de Beaufort, de Elbeuf y de Bouillon.

—Podrá ser —dijo Chatillon—; ya se sabe que a mí no me inspira muchas simpatías Mazarino; mis intereses se hallan en París; tengo pendiente en la capital un proceso de que depende toda mi fortuna, y aquí donde me veis, vengo de consultar a mi letrado.

—¿En París?

—No, en Charenton, ya le conoceréis de nombre; es Violé, hombre excelente, algo tozudo, pero que nada tiene que ver con el Parlamento. Pensé verle anoche, y nuestro encuentro no me dejó tiempo que dedicar a mis negocios. Y como de un modo o de otro es menester que éstos se arreglen, aprovecho la tregua y vengo del campamento frondista.

—¿Da el señor Violé sus consultas al aire libre? —dijo Aramis riéndose.

—Sí, señor, y a caballo. También hoy manda quinientos carabineros, y yo, por honrarle, le visito acompañado de esas dos piececitas de artillería, a cuya cabeza os ha admirado el verme. Debo confesar que me costó trabajo conocerle; sobre la toga ceñida lleva un espadón y trae dos pistolas al cinto, lo cual le da un aspecto tan formidable, que seguramente pasaríais un buen rato si le vierais.

—Si tan digno es de curiosidad, pudiera uno tomarse la molestia de buscarle —dijo Aramis.

—En caso de hacerlo, daos prisa, caballeros, pues ya no pueden durar mucho las conferencias.

—Y si se rompen sin resultado —dijo Athos—, ¿intentaréis tomar a Charenton?

—Tal es la orden; yo mando las tropas de ataque y haré lo posible por lograrlo.

—Caballero —dijo Athos—, puesto que mandáis la caballería…

—Perdonad, ejerzo el mando en jefe.

—Tanto mejor. Debéis conocer a todos los oficiales que dependen de vos; es decir, a los más distinguidos.

—Sí, por cierto, con cortas excepciones.

—Tened, pues, la bondad de decirme si está a vuestras órdenes el señor de D’Artagnan, teniente de mosqueteros.

—No, señor, no está con nosotros; más de seis semanas ha que salió de París, y según dicen, se encuentra en Inglaterra desempeñando una misión.

—Eso ya lo sabía yo, pero sin embargo suponía que hubiese vuelto.

—No he recibido noticia de que nadie le haya visto. Os lo puedo asegurar con tanto más fundamento, cuanto que los mosqueteros están de nuestra parte y el señor de Cambou es quien desempeña interinamente el empleo del caballero D’Artagnan.

Los dos amigos se miraron.

—Ya lo veis —dijo Athos.

—¡Cosa extraña! —murmuró Aramis.

—No hay duda que les ha sucedido alguna desgracia en el camino.

—Estamos a nueve y esta noche expira el plazo. Si para entonces no recibimos noticias, partiremos mañana.

Athos movió afirmativamente la cabeza, y volviéndose hacia Chatillon:

—¿Y el señor de Bragelonne, joven de quince años, que sigue al señor príncipe de Condé —preguntó un poco turbado al expresar delante del escéptico Aramis su paternal inquietud—, tiene el honor de que le conozcáis, señor duque?

—Sí, ciertamente —respondió Chatillon—: esta mañana llegó con el señor príncipe. ¡Bellísimo joven! ¿Es amigo vuestro, señor conde?

—Sí, señor —contestó Athos con cierta emoción—, y tanto que celebraría mucho el verle. ¿Sería posible?

—Nada más fácil. Tened la bondad de acompañarme y os conduciré al cuartel general.

—¡Pardiez! —dijo Aramis volviéndose—. Gran ruido se alza a nuestras espaldas.

—En efecto, viene hacia nosotros un cuerpo de caballería —murmuró Chatillon.

—Por su sombrero a la fronda reconozco al coadjutor.

—Y yo a Beaufort por sus plumas blancas.

—Viene a galope tendido. Les acompaña el señor príncipe de Condé. ¡Oh! Ahora se separan.

—Tocan llamada —repuso Chatillon—. ¿Oís? Bueno será tomar informes.

En efecto, los soldados corrían a las armas, los caballeros que estaban a pie montaban a caballo, sonaban las trompetas y tambores. Beaufort sacó la espada.

El príncipe de Condé hizo una seña y los oficiales del ejército realista, confundidos momentáneamente con las tropas parisienses, corrieron hacia él.

—Señores —dijo Chatillon—, es indudable que se han roto las treguas y que nos vamos a batir. Volved, pues, a Charenton; dentro de poco me propongo atacarle. Ya me da el príncipe la señal.

En efecto, un alférez elevó tres veces en el aire la enseña del príncipe de Condé.

—Hasta la vista, caballero —dijo Chatillon.

Y partió al galope a fin de reunirse con su escolta.

Athos y Aramis volvieron igualmente grupas y marcharon a saludar al coadjutor y a Beaufort. A Bouillon habíale dado al concluir la conferencia un ataque tan terrible de gota, que fue menester llevarle a París en litera.

En cambio el duque de Elbeuf, rodeado de sus cuatro hijos como de un estado mayor, revistaba las filas del ejército parisiense. Entretanto iba quedando entre Charenton y el ejército real un ancho espacio en blanco, que parecía destinado a servir de último lecho a los cadáveres.

—Ese Mazarino es la vergüenza de Francia —ordenaba el coadjutor, apretándose el cinturón de la espada, que según la usanza de los antiguos prelados militares, llevaba puesto sobre el traje arzobispal—; es un bergante, que desea gobernar a Francia como a una alquería, y Francia no puede esperar tranquilidad ni dicha hasta verle fuera de su seno.

—Parece que no están de acuerdo en cuanto al capelo —observó maliciosamente Aramis.

En el mismo momento alzó Beaufort su espada.

—Señores —dijo—, hemos malgastado el tiempo en diplomacias; queríamos sacudirnos de ese incapaz de Mazarino, pero la reina, que está embobada con él, persiste en que ha de ser ministro; pues no hay más remedio que sacudirle el polvo.

—¡Bravo! —dijo el coadjutor—; otra muestra de la usual elocuencia del señor de Beaufort.

—Por fortuna —observó Aramis—, corrige sus errores de francés con la punta de la espada.

—¡Psit! —dijo el coadjutor con desprecio—; os afirmo que en toda esta guerra ha andado bien flojo.

Y sacando igualmente la espada, añadió:

—Señores, ya viene a buscarnos el enemigo; confío en que le ahorraremos la mitad del camino.

Y echó a andar, sin cuidarse de si le seguían o no. Su regimiento, bautizado con el título de regimiento de Corinto, nombre de su arzobispo, rompió la marcha en pos de él y dio principio la acción.

Beaufort envió en tanto su caballería al mando de Noirmontiers hacia Etampes, donde creía hallar un convoy de provisiones, aguardado con impaciencia por los parisienses, y cuya marcha se proponía sostener. El comandante de la plaza, Chanleu, permanecía con el grueso de sus tropas dispuesto a resistir el asalto, y aún a hacer una salida, acaso de que fuera rechazado el enemigo.

Media hora después hablase generalizado el combate. Exasperado el coadjutor con la reputación de valiente que alcanzara Beaufort, se había adelantado y hacía por sí solo prodigios de valor. Sabido es que su vocación le inclinaba a las armas, y se conceptuaba dichoso siempre que podía desenvainar la espada, por cualquier motivo que fuera. Pero si en aquella ocasión desempeñó bien su oficio de soldado, no anduvo muy diestro en el de coronel. Con sólo setecientos u ochocientos hombres cayó sobre tres mil, quienes se pusieron en movimiento y arrollaron a los soldados del coadjutor, que retrocedieron desordenadamente hasta las murallas. El fuego de la artillería de Chanleu contuvo al ejército realista, el cual vaciló por algunos instantes. Fueron éstos, sin embargo, muy cortos, y las fuerzas enemigas se retiraron detrás de un grupo de casas y de un bosquecillo para rehacerse.

Creyó Chanleu que había llegado el momento, y se lanzó a la cabeza de dos regimientos en persecución del ejército realista; mas como ya hemos dicho, éste se había reorganizado y volvía a la carga, guiado por Chantillon en persona. Tan hábil fue la evolución, que Chanleu y su gente se vieron casi rodeados. Mandó el jefe frondista tocar retirada, y en efecto, ésta empezó a verificarse palmo a palmo. Por desgracia, Chanleu cayó gravemente herido un instante después.

Viéndole caer Chatillon, anunció en voz alta su muerte, con lo cual se duplicó el valor del ejército realista y se desmoralizaron completamente los dos regimientos que habían seguido a Chanleu. Por lo tanto, nadie pensó más que en salvarse y en llegar a las trincheras, a cuyo pie estaba haciendo el coadjutor inútiles esfuerzos para reformar su acuchillado regimiento.

De pronto salió un escuadrón de caballería a contener a los vencedores que iban ya a entrar en las trincheras confundidos con los fugitivos. Cargaban a la cabeza Athos y Aramis; Aramis con la espada y una pistola en la mano. Athos con la espada envainada y las pistolas en el arzón. Marchaba el segundo tranquilo y frío, cual si estuviera en una parada; pero sus nobles y hermosos ojos miraban tristemente a tantos hombres degollarse mutuamente, sacrificados los unos por la terquedad real, y los otros por el odio de los príncipes. Aramis, por el contrario, mataba y perdía poco a poco la cabeza según su costumbre. Brillaban sus expresivos ojos; su boca, de tan delicado corte, animábase con una lúgubre sonrisa, su dilatada nariz aspiraba el olor de la sangre; no descargaba golpe que no diese exactamente donde quería, y con la culata de la pistola remataba y aturdía al herido que pretendía levantarse.

A la parte opuesta, y en la primera fila del ejército realista marchaban dos caballeros, defendido el uno por una coraza, y el otro tan sólo por una piel de búfalo, que daba salida a las mangas de un justillo de terciopelo azul. El caballero de la dorada coraza cayó sobre Aramis, y le asestó una estocada que paró el ex mosquetero con su habitual destreza.

—¡Hola! ¿Sois vos, señor Chatillon? —exclamó éste—; bien venido, ya os esperaba.

—No creo haberos hecho aguardar mucho —contestó el duque—, y en todo caso aquí me tenéis.

—Chatillon —dijo Aramis sacando del arzón una pistola que tenía reservada para aquel lance—, creo que si está descargada vuestra pistola sois hombre muerto.

—No lo está a Dios gracias, caballero —dijo Chatillon.

Y apuntando con ella a Aramis, hizo fuego. Mas éste bajó la cabeza en el momento en que vio al duque poner el dedo en el gatillo, y la bala pasó por encima.

—¡Oh, no me habéis acertado! —dijo Aramis—. Prometo a Dios que yo no he de imitaros.

—Si os queda tiempo —dijo Chatillon espoleando a su caballo y arrojándose sobre él espada en mano.

Aguardábale Aramis con la terrible sonrisa que le era peculiar en tales casos, y Athos, que veía a Chatillon avanzar con la rapidez del rayo, iba a abrir la boca para gritar: «¡Tirad, tirad pronto!», cuando salió el tiro. Chatillon abrió los brazos y dejóse caer sobre la grupa del caballo.

Le había entrado la bala en el pecho por el costado de la coraza.

—¡Muerto soy! —exclamó el duque.

Y cayó del caballo al suelo.

—Os lo había dicho, caballero, y ahora siento haber cumplido tan bien mi palabra. ¿Puedo serviros en algo?

Llamábale Chatillon por señas, y Aramis iba a apearse, cuando recibió en el costado un violento golpe dado con la espada; la coraza aminoró su fuerza.

Volvióse con viveza y cogió por la muñeca a su nuevo antagonista. Entonces sonaron dos gritos a la par, lanzado el uno por el mismo Aramis, y el otro por Athos.

—¡Raúl!

Conociendo el joven a un tiempo el semblante del caballero Herblay y la voz de su padre, soltó la espada. Varios combatientes del ejército parisiense se arrojaron en aquel instante sobre Raúl, pero Aramis le defendió gritando:

—Es mi prisionero, marchad adelante.

Entretanto cogió Athos por la rienda el caballo de su hijo y le condujo fuera del lugar del combate.

El príncipe de Condé, que sostenía a Chatillon en segunda línea, se presentó entonces en la pelea; viéronle brillar sus ojos de águila, y por los golpes que descargaba conocióse su presencia.

El regimiento del arzobispo de Corinto, que no había podido reorganizar el coadjutor no obstante sus esfuerzos, se arrojó al ver al príncipe, en medio de las tropas parisienses, atropelló cuanto se le oponía y volvió fugitivo a Charenton, cuyo pueblo atravesó sin pararse. Sorprendido el coadjutor en el movimiento, pasó junto al grupo que formaban Athos, Aramis y Raúl.

—¡Ja! ¡Ja! —dijo Aramis alegrándose, por un impulso de celos, de aquel revés del coadjutor—; a fuer de arzobispo, debéis conocer la Escritura, señor.

—¿Y qué tiene que ver la Escritura con lo que me pasa ahora? —preguntó el coadjutor.

—Que el príncipe de Condé os trata hoy como San Pablo: la primera a los corintios.

—Vamos —dijo Athos—, el dicho es agudo, pero no es sitio de andarse en juegos de palabras. Sigamos adelante, o por mejor decir, volvamos atrás porque los frondistas llevan traza de perder la batalla.

—Me es indiferente —contestó Aramis—; sólo venía a batirme con Chatillon, lo he conseguido, y estoy satisfecho. ¡Un duelo con un Chatillon es cosa muy grata!

—Con un prisionero además —dijo Athos señalando a Raúl. Y los tres caballeros continuaron su camino a galope.

Nuestro joven estaba loco de alegría por haber encontrado a su padre, y marchaba junto a éste, asidos los dos de las manos.

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