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Authors: Alexandre Dumas

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Veinte años después (95 page)

—Sí —dijo Aramis—; pero cuando se estén batiendo no saldrá de su arzobispado.

—No hay tal. Pues ahí está el error, amigo Herblay. Cuando se están batiendo, se bate, de manera que, como por la muerte de su tío, tomado también asiento en el Parlamento, en todas partes se encuentra uno con él; en el Parlamento, en el consejo, en el combate. El príncipe de Conti es general sólo en la apariencia, ¡y vaya una apariencia! ¡Un príncipe jorobado, que es lo mismo que decir un saco de castañas! ¡Ah! ¡Qué mal va esto, señores, qué mal va esto!

—De manera que Vuestra Alteza está descontento, monseñor —dijo Athos echando una ojeada a Aramis.

—¿Descontento, conde? Decid que mi alteza está encolerizada. Mirad, a tal punto he llegado, y esto os lo digo a vos aunque no se lo diría a ningún otro, a tal punto he llegado, que si me diera una satisfacción la reina, si levantase el destierro de mi madre, si me cediese la futura del almirantazgo que pertenece a mi padre, y que para cuando muera me ha ofrecido… entonces no tendría mucha dificultad en ponerme a adiestrar perros y enseñarles a decir que todavía hay en Francia ladrones más grandes que Mazarino.

No fue tan sólo una mirada, sino una mirada y una sonrisa la expresión que animó las facciones de Aramis y Athos; sin ver a Chatillon y Flamarens, hubieran conocido allí las huellas de su paso. Por consiguiente no pronunciaron una palabra acerca de la presencia de Mazarino en París.

—Monseñor —dijo Athos—, quedamos satisfechos. Al venir a estas horas a ver a Vuestra Alteza, sólo teníamos por objeto evidenciaros nuestra adhesión y deciros que estamos a disposición de Vuestra Alteza como sus más leales servidores.

—Como mis más leales amigos, señores, como mis más fieles compañeros: así me lo habéis probado, y si llego a arreglarme con la corte, ya veréis que yo también soy siempre amigo vuestro y de aquellos caballeros… ¿cómo los llamáis? ¿D’Artagnan y Porthan?

—D’Artagnan y Porthos.

—¡Ah! Sí, eso es. Conque ya lo sabéis, conde de la Fère, y vos también, caballero de Herblay. Siempre vuestro.

Inclináronse Athos y Aramis y salieron del cuarto.

—Vive Dios, querido Athos —dijo Aramis—, que creo que no habéis consentido en acompañarme más que para darme una lección.

—Todavía no es tiempo de que lo digáis —respondió Athos—; lo será cuando salgamos de ver al coadjutor.

—Vamos, pues, al arzobispado.

Y los dos se encaminaron a la Cité.

Al acercarse a ésta se hallaron nuevamente con la inundación, y tuvieron que tomar otra barca. Eran más de las once; mas el coadjutor no tenía hora fija para recibir, y su increíble actividad convertía, según lo exigían las circunstancias, la noche en día.

Alzábase el palacio del arzobispo sobre las aguas, y por el número de las barcas que a su alrededor estaban amarradas, cualquiera hubiera creído hallarse, no en París, sino en Venecia. Estas barcas iban, venían y cruzábanse en todas direcciones, entrando en el dédalo de calles de la ciudad, o alejándose en dirección del arsenal o muelle de San Víctor, flotando entonces como sobre un lago. Unas marchaban silenciosas y con misterio, otras con ruido e iluminadas. Deslizáronse los dos amigos por entre aquella muchedumbre de embarcaciones y llegaron a su destino.

Todo el piso bajo del palacio, permanecía lleno de agua, pero de las paredes pendían unas escaleras, y el único cambio que de la inundación había resultado, era que en vez de entrar por las puertas se entraba por las ventanas.

Por este camino llegaron Athos y Aramis a la antecámara del prelado, la cual se encontraba llena con los lacayos y hasta una docena de caballeros que estaban aguardando en la sala.

—Mirad, Athos, mirad —dijo Aramis—. ¿Si intentará ese fatuo de coadjutor darse el gusto de obligarnos a hacerle antesala?

Athos se sonrió.

—Querido amigo —le dijo—, es menester aceptar el trato de la gente con todos los inconvenientes de su posición. El coadjutor es en este momento uno de los siete u ocho reyes de París, y tiene también su corte.

—Sí —contestó Aramis—, pero nosotros no somos cortesanos.

—Por esta razón haremos que pasen recado, y si no nos responden como es debido, le dejaremos entregado a los asuntos de Francia o a los suyos. Busquemos un lacayo y con medio doblón que le demos…

—Justamente —interrumpió Aramis—, si no me engaño… si… no… Si tal… ¡Eh Bazin, venid acá, tunante!

Bazin, que en aquel momento atravesaba majestuosamente la antecámara en traje talar, se volvió frunciendo el ceño para mirar al insolente que de aquel modo le apostrofaba. Mas no bien reconoció a Aramis, el tigre se convirtió en cordero, y acercóse a los caballeros.

—¡Calle! —murmuró— sois vos, señor de Herblay, y vos, señor conde, cabalmente cuando en tanta inquietud nos tenía vuestra ausencia. ¡Oh, cuánto celebro veros, señores!

—Bien, maese Bazin —dijo Aramis—, basta de cumplimientos. Venimos a ver al señor coadjutor, pero tenemos prisa y necesitamos entrar en este instante.

—¿Quién lo duda? —dijo Bazin—. Ahora mismo: personas de vuestra clase no hacen antesalas. Pero el señor coadjutor está ahora en conferencia secreta con un tal Bury.

—¡Bury! —exclamaron a la vez Aramis y Athos.

—Sí, yo le he anunciado y recuerdo perfectamente su nombre. ¿Le conocéis? —repuso Bazin volviéndose a Aramis.

—Creo que sí.

—No puedo yo decir otro tanto —repuso Bazin—, porque iba tan embozado, que no obstante la atención con que le miré, me fue imposible atisbar la más mínima parte de su rostro. Pero entraré a anunciaros y acaso tendré ahora más fortuna.

—Es en vano —dijo Aramis—, renunciamos a ver al señor coadjutor por esta noche; ¿verdad, Athos?

—Como gustéis —respondió el conde.

—Sí, tiene muchos negocios que tratar con el buen Bury.

—¿Le diré que habéis estado en el arzobispado?

—No, no hay para qué —contestó Aramis—; venid Athos.

Y pasando entre ambos amigos por entre la chusma de lacayos, salieron del arzobispado seguidos de Bazin, quien daba a conocer su importancia prodigándoles saludos.

—Vamos —dijo Athos a Aramis luego que estuvieron en la barca—; ¿vais creyendo ahora que hubiésemos hecho una mala obra a esa gente prendiendo a Mazarino?

—Sois la sabiduría en carne humana, Athos —repuso Aramis.

Lo que más sorprendía a ambos amigos era la poca importancia que en la corte de Francia se concedía a los terribles acontecimientos de Inglaterra, que en su sentir debían haber llamado la atención de la Europa toda.

En efecto, excepto una pobre viuda y una huérfana real que lloraban en un rincón del Louvre, nadie daba muestras de saber que hubiese existido un monarca llamado Carlos I y que este rey hubiese muerto en un cadalso.

Se citaron los dos amigos para el otro día a las diez de la mañana, porque aunque ya estaba bastante adelantada la noche cuando llegaron a la posada, Aramis dijo que tenía que hacer algunas visitas de importancia y dejó a Athos que se recogiera solo.

A la hora convenida reuniéronse. Athos había estado fuera de la casa desde las seis de la madrugada.

—¿Traéis alguna noticia que darme? —preguntó el conde.

—Ninguna; nadie ha visto a D’Artagnan ni a Porthos. Y vos, ¿sabéis algo?

—Nada.

—¡Diablo! —murmuró Aramis.

—En efecto, ese retraso no es natural —dijo Athos—; tomaron el camino directo y debían haber llegado antes que nosotros.

—Mucho más —añadió Aramis—, siendo tan vivo D’Artagnan en todas sus cosas que no hubiera perdido una sola hora sabiendo que le esperábamos.

—Si mal no recuerdo, proponíase llegar el día cinco.

—Estamos a nueve. Esta noche expira el plazo.

—¿Qué haréis? —preguntó Athos—, si no sabemos de él esta tarde.

—¡Pardiez! Buscadle.

—Soy de la misma opinión —repuso Athos.

—Pero, ¿y Raúl? —preguntó Aramis.

Una ligera nube oscureció la frente del conde.

—Raúl me tiene muy impacientado —dijo—; ayer recibió un mensaje del príncipe de Condé, marchó a Saint-Cloud y aún no ha dado la vuelta.

—¿Habéis visto a la señora de Chevreuse?

—No se hallaba en casa. ¿Y vos Aramis? Creo que debías visitar a la señora de Longueville.

—He ido en efecto pero…

—¿Qué?

—Tampoco estaba, pero por lo menos ha dejado las señas de su nueva residencia.

—¿Y cuál es?

—A ver si lo acertáis.

—¿Cómo queréis que adivine dónde estaba a media noche, porque supongo que al separaros de mí iríais a visitarla, cómo queréis que yo sepa dónde estaba a medianoche la más hermosa y activa de todas las frondistas?

—En las casas consistoriales.

—¡Cómo! ¿La han nombrado preboste de los mercaderes?

—No; mas ella se ha nombrado reina interina de París, y no atreviéndose a meterse de rondón en el palacio real o en las Tullerías, se ha instalado en la casa de la ciudad, donde se halla muy próxima a dar un heredero o una heredera al buen duque.

—No me habíais participado de eso, Aramis.

—¿No? Habrá sido un olvido; disimulad.

—¿Y qué vamos a hacer esta noche? —preguntó Athos—. Muy desocupados estamos.

—No tal, tenemos mucho que hacer.

—¿Dónde?

—¡En Charenton, pardiez! Pienso reunirme allí, si no falta a su promesa, con un tal Chatillon, persona a quien odio ha largo tiempo.

—¿Y por qué?

—Porque era hermano de un tal Coligny.

—¡Ah! Es verdad, ya no me acordaba… el que aspiró al honor de ser vuestro rival; pero sobradamente pagó su audacia, amigo, y me parece que debierais estar satisfecho.

—Ya, pero ¿qué queréis? no lo estoy. Soy rencoroso. Pero en ninguna manera estáis obligado a seguirme.

—¡Buena es ésa! —dijo Athos—. ¿Os chanceáis?

—Pues si queréis acompañarme, no tenemos tiempo que perder. Ya han sonado los tambores; he visto sacar las piezas de artillería; he visto a los ciudadanos formarse en batalla en la plaza; es seguro que van a batirse a la parte de Charenton, como ayer nos dijo mi adversario.

—Yo creía —repuso Athos—, que las conferencias de esta noche hubieran modificado algo esas belicosas disposiciones.

—No por eso dejarán de batirse, aunque no sea más que por disimular mejor las conferencias.

—¡Desgraciada gente! —dijo Athos—. Se dejarán matar porque Bouillon recobre a Sedán, porque den a Beaufort la futura del almirantazgo y porque el coadjutor sea cardenal.

—Vamos, amigo —dijo Aramis—, confesad que no seríais tan filósofo, si no anduviera Raúl complicado en toda esa barahúnda.

—Puede que tengáis razón, Aramis.

—Ea, partamos al sitio del combate; es el modo más seguro de encontrar a D’Artagnan, a Porthos, y acaso al mismo Raúl.

—¡Ah! —murmuró Athos.

—Querido —repuso Aramis—, ahora que estamos en París, es necesario que perdáis esa costumbre de suspirar a cada paso. ¡Al campo, voto a bríos, al campo, Athos! ¿Ya no sois militar? ¿Os habéis vuelto eclesiástico acaso? Mirad qué tiesos van esos paisanos. ¿Es espectáculo tentador, eh? ¿Y ese capitán? Casi, casi tiene aire marcial.

—Salen de la calle del Mouton.

—Con su banda de tambores a la cabeza como soldados reales. Pero reparad en ese buen hombre; ¡cómo se pavonea, qué tono se da!

—¡Uf! —murmuró Grimaud.

—¿Qué es eso? —preguntó Athos.

—¡Planchet!

—Teniente ayer —dijo Aramis—, hoy capitán, y mañana coronel seguramente; si pasan ocho días, es capaz el uno de llegar a mariscal de Francia.

—Vamos a saber de él algunas noticias —dijo Athos.

Y los dos amigos acercáronse a Planchet, el cual, más satisfecho que nunca de que lo vieran de servicio, se dignó manifestarles que tenía orden de tomar posición en la Plaza Real con doscientos hombres de que se componía la retaguardia general del ejército parisiense, y de dirigirse a Charenton cuanto fuese menester.

Como Athos y Aramis seguían el mismo camino, escoltaron a Planchet hasta la plaza.

Hizo Planchet maniobrar con bastante destreza a su gente, y la escalonó detrás de una larga fila de paisanos que se extendía por la calle y arrabal de San Antonio, esperando la señal de combate.

—Empeñada acción se prepara —dijo Planchet con belicoso tono y dándose importancia.

—Sí —contestó Aramis—; pero el enemigo está algo lejos.

—Ya se estrecharán las distancias, caballero —respondió un cabo. Saludó Aramis, y dirigiéndose a Athos:

—No me hace mucha gracia —le dijo—, acampar en la Plaza Real entre esa gente; ¿queréis que sigamos adelante?

—¿Y Chatillon no vendría a buscaros aquí, eh? Vamos adelante, querido.

—¿Qué, no pensáis decir también dos palabras a Flamarens?

—He resuelto —respondió Athos— no volver a desenvainar la espada si no cuando me vea absolutamente obligado a ello.

—¿Y de cuándo acá? —Desde que saqué el puñal.

—¡Vaya, otro recuerdo de Mordaunt! No falta más sino que también sintáis remordimiento por haber matado a ése…

—¡Chitón! —dijo el conde, poniéndose un dedo sobre los labios con la melancólica sonrisa que le era peculiar—, no hablemos de Mordaunt, es de mal agüero.

Y Athos se encaminó a Charenton, pasando por el arrabal y por el valle de Fecamp, preñado de ciudadanos armados.

Ocioso es decir que Aramis le seguía a distancia de medio cuerpo de caballo.

Capítulo LXXXII
La acción de Charenton

Mientras que avanzaban Athos y Aramis, dejando detrás los diferentes cuerpos de ejército escalonados en el camino veían trocadas en bruñidas corazas las armas tomadas de orín y en resplandecientes mosquetes las mal cuidadas partesanas.

—Parece que éste es el verdadero campo de batalla —dijo Aramis—. ¿Veis ese cuerpo de caballería que permanece delante del puente con pistola en mano? ¡Oh! Apartaos, aquí vienen cañones.

—¿Qué es esto, amigo? ¿Adónde nos habéis traído? Me parece que todos los que nos rodean son oficiales del ejército realista. ¿No es el señor de Chatillon en persona ése que se acerca con dos jefes de brigada?

Y Athos desenvainó la espada, en tanto que Aramis, persuadido, en efecto, de que había rebasado las avanzadas del ejército parisién, llevaba la mano a las pistoleras.

—Buenos días, señores —dijo el duque aproximándose—. Conozco que no comprendéis lo que aquí pasa, pero todo os lo explicaré en dos palabras. Por ahora tenemos treguas: hay conferencia. El príncipe de Condé, Retz, Beaufort y Bouillon se hallan hablando juntos de política. Ahora bien, una de dos: o no se arreglan los negocios, y entonces podrá realizarse nuestro encuentro, o se arreglan, y libre yo del mando que ejerzo, podrá realizarse igualmente.

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