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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

Veinte años después (92 page)

—Ciertamente —dijo Porthos—; mas ¿cómo queréis, amigo, que hallándose tan rodeado de ocupaciones haya podido pensar Cromwell?…

—Cromwell piensa en todo y para todo dispone de tiempo. Lo importante es no perder nosotros el nuestro, que es precioso. No podemos considerarnos seguros hasta después de haber visto a Mazarino; y aun entonces…

—¡Pardiez! —respondió Porthos—. ¿Y qué le hemos de decir?

—Dejadme a mí; como dice el refrán: «Al freír será el reír». Muy fuerte es el señor Cromwell y muy solapado el señor Mazarino; pero todavía me gusta más habérmelas diplomáticamente con ellos que con el difunto Mordaunt.

—¡Qué grato es poder decir el
difunto Mordaunt
!

—Sí, por cierto —respondió D’Artagnan—; pero vamos andando.

Y sin perder un momento, tomaron ambos el camino de París, seguidos de Mosquetón, el cual, después de haber tenido mucho frío toda la noche, un cuarto de hora después tenía demasiado calor.

Capítulo LXXIX
La vuelta

Quedó adoptado al fin entre Athos y Aramis el itinerario que D’Artagnan les había indicado, y caminaron lo más deprisa posible, suponiendo que, en caso de prenderles, cuanto más cerca de París más les convenía.

Todas las noches trazaban, ora en la pared ora en los cristales, la señal convenida, temiendo que los cogieran, y todas las mañanas se despertaban sorprendidos por encontrarse libres.

Conforme se acercaban a París, se desvanecían como por encanto los grandes acontecimientos que habían presenciado, y que acababan de trastornar a Inglaterra, mientras que por el contrario les salían al encuentro los que durante su ausencia habían pasado en París.

Tantas cosas pequeñas habían sucedido en París durante aquellas seis semanas, que formaban casi un gran acontecimiento. Al despertar los parisienses una mañana sin reina y sin monarca, habían tomado muy a pecho este abandono, y la ausencia de Mazarino, que tanto deseaban, no compensó la de los fugitivos.

La primera impresión que produjo en París la fuga a San Germán fue ese impulso de terror que sienten los niños cuando despiertan de noche o en la soledad. Púsose en conmoción el Parlamento y decidió enviar una comisión a la reina, con objeto de que no privase por más tiempo a la capital de su regia presencia.

Pero todavía estaba la reina sujeta a la doble impresión de la victoria de Lens y de su fuga tan felizmente realizada. No sólo no tuvieron los comisionados el honor de ser admitidos en su presencia, sino que se les hizo aguardar en medio del camino real, adonde fue el canciller, el mismo canciller Seguier, a quien en la primera parte de esta obra vimos ir a buscar una carta hasta en el corsé de la reina, a participarles el
ultimátum
en que se expresaba que, si el Parlamento no se humillaba ante la majestad real, desistiendo de todas las cuestiones que produjeron la escisión, pondríase sitio a París al día siguiente, y que ya previendo este caso, el duque de Orléans ocupaba el puente de Saint-Cloud, y el príncipe de Condé, con todo el prestigio que le daban sus triunfos militares, se encontraba en Charenton y Saint-Denis.

Desgraciadamente para la corte, a la cual una respuesta moderada hubiera dado muchos partidarios, esta amenaza causó el efecto contrario al que se esperaba. Ofendido el orgulloso Parlamento, y viéndose éste vigorosamente apoyado por la clase media, la cual conoció sus fuerzas cuando la excarcelación de Broussel, contestó a la corte que puesto que era el cardenal Mazarino el autor notorio de todos los desórdenes, le declaraba enemigo del rey y del Estado; le intimaba que se retirase de la corte el mismo día, y de Francia en el término de ocho, y en caso de que no obedeciera expirado este plazo, mandaba a todos los súbditos del rey que le persiguieran.

Esta enérgica contestación, que no esperaba la corte, ponía a la vez a Mazarino y a París fuera de la ley. Faltaba sólo saber quién vencería a quién entre el Parlamento y la corte.

Esta hizo entonces sus preparativos de ataque, y París los de defensa. Estaban los vecinos ocupados en el ordinario trabajo que les corresponde en tiempo de revueltas, es decir, en colocar cadenas y desempedrar calles, cuando vieron llegar en su ayuda, conducidos por el coadjutor, al príncipe de Conti, hermano de Condé, y a su cuñado el duque de Longueville. Tranquilizáronse entonces, porque tenían en su favor a dos príncipes de la sangre, además de la fuerza numérica. El 10 de enero fue cuando recibieron los parisienses este inesperado socorro.

Después de una acalorada discusión fue nombrado el príncipe de Conti generalísimo de los ejércitos del rey fuera de París, siendo sus lugartenientes generales, los duques de Elbeuf y de Brouillon y el mariscal La Mothe. El duque de Longueville, sin empleo y sin título, se contentaba con ayudar a su cuñado.

En cuanto al duque de Beaufort, había regresado de Vendemois con su gentil talante, como narra la crónica, y sus largos y hermosos cabellos y aquella popularidad que le valió el título de
Rey de los mercados
.

Organizóse entonces el ejército parisiense con la prisa del paisano que se disfraza de soldado cuando a ello le mueve un motivo cualquiera. El 19 intentó el ejército improvisado una salida, más para cerciorarse y cerciorar a los demás de su propia existencia, que por emprender ninguna empresa seria. Llevaba a la cabeza una bandera en que se leía escrita esta extraña inscripción: «Buscamos a
nuestro rey
».

Fueron los siguientes días dedicados a algunas operaciones parciales, las que no produjeron más efecto que la aprehensión de varias reses y el incendio de varias casas.

Así llegaron los primeros días de febrero; el 1.° fue cuando llegaron nuestros cuatro amigos a Boulogne y se dirigieron a París cada cual por su camino.

Por la noche del cuarto día de marcha evitaron con precaución el entrar en Nanterre por no caer en manos de alguna partida de la reina.

Con harto descontento accedía Athos a tomar todas estas precauciones; pero Aramis le hacía presente con razón que no estaban autorizados para ser indiscretos, que iban a cumplir la última y sagrada misión del rey Carlos I, recibida al pie del cadalso, y que ésta sólo terminaría a los pies de la reina.

Athos cedió.

Nuestros hombres encontraron guardados los arrabales por respetables fuerzas; todo París estaba armado; el centinela no les dejó pasar y llamó al sargento.

Salió éste, y revistiéndose de la importancia que se dan los paisanos cuando pescan por fortuna una dignidad militar:

—¿Quiénes sois, señores? —preguntó.

—Dos caballeros —respondió Athos.

—¿De dónde venís?

—De Londres.

—¿A qué venís a París?

—A evacuar una misión cerca de S. M. la reina de Inglaterra.

—Todo el mundo viene hoy a ver a la reina de Inglaterra —replicó el sargento—. En el cuerpo de guardia hay ya otros tres señores que traen el mismo objeto, y cuyos pases se están reconociendo. ¿Y los vuestros?

—No traemos pases.

—¡Cómo!

—Ya os hemos dicho que acabamos de llegar de Inglaterra, y habiendo salido de París antes de marcharse el rey, ignoramos completamente el estado de los asuntos públicos.

—¿De veras? —dijo el astuto sargento—. Seréis mazarinos y vendréis a espiarnos.

—Amiguito —dijo Athos, que antes había dejado a Aramis que contestara—, si fuéramos mazarinos tendríamos todos los pases que quisiéramos. Creedme; en vuestra situación debéis desconfiar sobre todo del que venga enteramente en regla.

—Entrad —dijo el sargento—, y expondréis vuestras razones al comandante de la guardia.

Dicho esto, hizo una señal al centinela, apartóse éste, pasó el sargento delante y los dos caballeros siguiéronle al cuerpo de guardia. Hallábase éste lleno de vecinos honrados y gente del pueblo, de los cuales unos jugaban, otros bebían y otros peroraban.

En un rincón, y custodiados por centinelas de vista, estaban los tres caballeros llegados antes, cuyos pases revisaba en aquel instante el oficial en un aposento inmediato, pues por la importancia de su grado tenía cuarto aparte.

El primer movimiento de los recién llegados y de sus antecesores fue el echarse mutuamente una rápida e investigadora mirada desde los dos extremos del cuarto. Cubríanse los primeros con anchas capas, entre cuyos pliegues se envolvían enteramente. El más bajo de los tres permanecía detrás y oculto en la sombra.

Al anunciar el sargento cuando entró, que según todas las probabilidades había tropezado con dos cardenalistas, aplicaron el oído los tres caballeros con gran atención. El más bajo, que había dado dos pasos hacia adelante, dio uno hacia atrás y volvió a la sombra.

Cuando se supo que los recién llegados no llevaban pase, todo el cuerpo de guardias se manifestó contrario a dejarles entrar.

—Pero, señores —dijo Athos—, yo creo que os haréis cargo de la razón. Sólo pedimos una cosa sencillísima, que digan nuestros nombres a su majestad la reina de Inglaterra; si su majestad responde de nosotros, creo que no habrá inconveniente en dejarnos el paso libre.

A estas palabras creció la atención del caballero que se ocultaba en la sombra, y la acompañó con tal movimiento de sorpresa que se le cayó el sombrero, tropezando con el embozo, con que más que nunca cubríase el rostro; se inclinó y le recogió rápidamente.

—¡Dios Santo! —dijo Aramis codeando a Athos—; ¿habéis visto?

—¿Qué? —preguntó Athos.

—La cara de ese caballero.

—No.

—Me ha parecido…, pero es imposible.

En aquel momento apareció el sargento que había entrado en el cuarto del oficial para tomar sus órdenes, y dijo, designando a los tres caballeros, a los cuales entregó un papel:

—Los documentos están en regla; dejad pasar a estos señores. Hicieron los aludidos un ligero movimiento de cabeza, y se apresuraron a aprovechar el permiso y el camino que abríales la orden del sargento.

Siguióles Aramis con la vista, y al pasar el más bajo frente a él, oprimió vivamente la mano de Athos.

—¿Qué es eso? —preguntó éste.

—¿Qué?… Vamos, será una visión. Volviéndose al sargento, le preguntó:

—¿Conocéis por ventura a esas tres personas?

—Sólo los conozco por su pase; son los señores de Flamarens, de Chatillon y de Bury, caballeros frondistas que vienen a reunirse con el señor duque de Longueville.

—Es extraño —dijo Aramis, respondiendo más bien a sus propios pensamientos que al sargento—: se me figuró reconocer a Mazarino.

El sargento se echó a reír.

—¿Quién? —preguntó—. ¿Meterse él entre nosotros para que le ahorquen? No es tan tonto.

—¡Pché! —murmuró Aramis—, puedo haberme equivocado: no tengo la mirada infalible de D’Artagnan.

—¿Quién habla de D’Artagnan? —preguntó el oficial, presentándose en la puerta de su cuarto.

—¡Oh! —exclamó Grimaud admirado.

—¿Qué es eso? —preguntaron a un tiempo Athos y Aramis.

—¡Planchet! —murmuró Grimaud—. ¡Planchet de casaca!

—¡Señores de la Fère y de Herblay! —exclamó el oficial—. ¡De regreso en París! ¡Oh, qué gozo para mí, señores! Seguramente vendréis a reuniros con los príncipes.

—Ya lo veis, amigo Planchet —dijo Aramis mientras Athos se sonreía mirando el grado importante que tenía en la milicia ciudadana el antiguo compañero de Mosquetón, Grimaud y Bazin.

—¿Y el señor D’Artagnan de quien estabais hablando, señor de Herblay? Me atreveré a interrogaros si sabéis de él.

—Hace cuatro días que nos separamos, amigo, y todo nos hacía creer que nos hubiese precedido.

—Puedo aseguraros que no ha entrado en la capital: pero quizá se habrá quedado en San Germán.

—No es probable, porque estábamos citados en la Chevrette.

—Por allí mismo he pasado hoy mismo.

¿Y no tenía noticias suyas la hermosa Magdalena? —preguntó Aramis sonriendo.

—No, señor; está muy inquieta por no saber de él.

—Pues bien mirado —dijo Aramis—, no se ha perdido tiempo; nos hemos dado mucha prisa. Permitid, pues, amigo Athos, que sin tomar más informes sobre nuestro amigo, felicite al señor Planchet…

—Caballero… —murmuró Planchet inclinándose.

—¡Teniente! —dijo Aramis.

—Y con esperanzas de ascender a capitán.

—¡Excelente posición! —dijo Aramis—. ¿Y cómo han llovido sobre vos tantos honores?

—En primer lugar, ya sabéis que salvé la vida al señor de Rochefort.

—Sí, por cierto; él nos lo contó.

—Con este motivo estuve a pique de que me ahorcara Mazarino, lo cual me hizo aún más famoso que antes.

—Y gracias a esa popularidad…

—No, señor; gracias a otra cosa mejor. También sabéis que serví en el regimiento del Piamonte, en donde tuve el honor de ser sargento.

—Sí.

—Pues cierto día, que nadie podía hacer alinearse una turba de paisanos armados, que echaban a andar los unos con el pie izquierdo y los otros con el derecho, conseguí yo que rompiesen la marcha todos con el mismo pie, y me hicieron teniente sobre el campo de… ejercicio.

—Comprendo —dijo Aramis.

—¿Parece —preguntó Athos—, que tenéis aquí a una porción de nobles?

—Sí.

—¿Y el señor Raúl de Bragelonne? —añadió Athos con emoción—. D’Artagnan me ha dicho que os le recomendó al partir, buen Planchet.

—Sí, señor conde, como a su propio hijo, y no le he perdido de vista ni un solo momento.

—¿Con que está bueno? —exclamó Athos con voz alterada por el júbilo—. ¿No le ha sucedido ninguna desgracia?

—Ninguna.

—¿Y dónde habita?

—Donde siempre; en el Gran Carlomagno.

—¿En qué se entretiene?

—En visitar a la reina de Inglaterra y a la señora de Chevreuse. El duque de Guiche y él son inseparables.

—Gracias, Planchet —dijo Athos tomándole la mano.

—Señor… —dijo Planchet tomándole la punta de los dedos.

—¡Vamos, conde! ¿Qué hacéis? ¡A un lacayo!

—Sí —dijo Athos—, porque me da noticias de Raúl.

—Y ahora, señores —preguntó Planchet sin oír la observación de Aramis—, ¿qué pensáis hacer?

—Entrar en París, si nos dais permiso, amigo Planchet.

—¡Cómo si os doy permiso! ¿Os burláis, señor conde? Lo que deseo es serviros.

Y se inclinó.

Y dirigiéndose luego a su gente, dijo:

—Abrid paso a estos señores, yo los conozco: son amigos del señor de Beaufort.

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