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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

Veinte años después (87 page)

Frío era el viento y el muelle se encontraba desierto cuando llegó Groslow a Greenwich. Acababan de marcharse muchas barcas aprovechando la marea. En el mismo instante en que saltó en tierra Groslow, oyó un galope de caballos en el camino, empedrado de guijarros de la playa.

—Bien —dijo—; tenía razón Mordaunt al decir que no había tiempo que perder. Ahí están.

En efecto, eran nuestros amigos los que se aproximaban, o por mejor decir, era su vanguardia, compuesta de D’Artagnan y de Athos. Al llegar frente al paraje en que se hallaba Groslow, se detuvieron como adivinando que allí estaba la persona que buscaban. Apeóse Athos y sacó un pañuelo con un nudo en cada punta, agitándole en el aire, mientras D’Artagnan, con su acostumbrada prudencia, se inclinaba sobre su caballo y metía una mano en las pistoleras.

Groslow, que hasta cerciorarse si eran ellos, habíase acurrucado detrás de un cañón de esos que suele haber puestos de pie en el suelo y sirven para amarrar los cables, se levantó al ver la señal convenida y marchó rectamente a los caballeros. Tan embozado iba en su capote, que no era posible ver su rostro. Además la noche estaba tan oscura, que hacía superflua esta precaución.

Sin embargo, la penetrante vista de Athos adivinó, a pesar de la oscuridad, que no era Rogers el que estaba al frente.

—¿Qué me queréis? —dijo retrocediendo un paso.

—Quiero deciros, milord —respondió Groslow simulando acento irlandés—, que buscáis al capitán Rogers, pero que le buscáis en vano.

—¿Pues cómo? —preguntó Athos.

—Porque esta mañana se ha caído de un mastelero y se ha roto una pierna. Mas yo soy primo suyo; me lo ha contado todo y me ha encargado que reconozca en su nombre y que conduzca, haciendo sus veces, adondequiera que vayan, a los señores que traigan un pañuelo con un nudo en cada punta como el que tenéis en la mano y como el que tengo en el bolsillo.

Y a estas palabras sacó Groslow el pañuelo que enseñara a Mordaunt.

—¿Y nada más? —preguntó Athos.

—Sí, milord; me ha dicho también que debéis darme sesenta y cinco libras si os desembarco sanos y salvos en Boloña o en otro punto de Francia que me indiquéis.

—¿Qué decís de esto, D’Artagnan? —preguntó Athos en francés.

—Sepamos primero qué dice él —contestó éste.

—¡Ah! Es verdad; olvidaba que no sabéis inglés.

Y repitió a D’Artagnan la conversación que acababa de sostener con el patrón.

—Me parece bastante verosímil —dijo el gascón.

—Y a mí también —respondió Athos.

—Además, si nos engaña, siempre nos queda el recurso de levantarle la tapa de los sesos.

—Y entonces, ¿quién nos guiará?

—Vos, Athos; tanto sabéis, que no dudo que sepáis gobernar también un buque.

—Por mi honor —respondió Athos sonriéndose—, que hablando en chanza habéis acertado, amigo; mi padre me había destinado a servir en la marina y tengo algunas nociones de pilotaje.

—¿No lo veis? —murmuró D’Artagnan.

—Id a buscar a los otros y volved; son las once, no hay tiempo que perder.

D’Artagnan marchó hacia dos jinetes que con una pistola en la mano hallábanse apostados junto a las primeras casas de la población, esperando y observando; a un lado del camino, bajo una especie de cobertizo, se divisaban otros tres jinetes también en acecho y en expectativa.

Los dos primeros eran Porthos y Aramis, y los del cobertizo, Mosquetón, Blasois y Grimaud; pero mirando de cerca a este último, se observaba que iba doble, pues llevaba a la grupa a Parry, el cual debía conducir a Londres los caballos vendidos al posadero en pago del gasto hecho en su casa. Gracias a esta operación comercial, pudieron los cuatro compañeros llevar consigo una cantidad, sino considerable, suficiente al menos para atender a cualquier retraso o incidente imprevisto.

Invitó D’Artagnan a Porthos y Aramis a seguirle, y éstos hicieron seña a los criados de que se apeasen y tomasen sus maletines.

Parry se separó, no sin pesar, de sus amigos; le habían propuesto pasar a Francia, pero él se había negado a ello tenazmente.

—Es muy lógico —pensaba Mosquetón—; querrá arreglar cuentas con Groslow.

El lector recordará la herida que el capitán Groslow había hecho en la cabeza al fiel criado.

Reuniéronse todos con Athos; pero ya había vuelto D’Artagnan a su natural desconfianza: parecíale que el muelle estaba muy desierto, la noche estaba muy oscura, el patrón muy complaciente.

Contó a Aramis el incidente que dejamos indicado, y Aramis, tan desconfiado como él, contribuyó no poco a aumentar sus sospechas. Un castañeo con la lengua dio a conocer a Athos la impaciencia del gascón.

—No hay tiempo para desconfiar —dijo Athos—; ya nos espera el bote; entremos.

—¿Y quién nos quita conservar nuestra desconfianza y entrar? —preguntó Aramis—. Vigilaremos al patrón.

—Y si no anda derecho, le acogoto.

—Bien dicho, Porthos —repuso D’Artagnan—. Entremos: pasa, Mosquetón.

Y detuvo a sus compañeros, dejando que fueran delante los criados para probar la firmeza de la tabla que conducía del muelle a la barca. Los tres lacayos pasaron sin novedad.

Athos siguióles; después pasó Porthos, y tras éste Aramis. D’Artagnan entró el último sin dejar de mover la cabeza.

—¿Qué diantre tenéis, amigo? —dijo Porthos—. Seríais capaz de infundir temor al mismo César.

—¿Qué tengo? —contestó D’Artagnan—. Que no diviso en el puerto, inspectores, ni centinelas, ni guardas.

—¡Podéis quejaros! —dijo Porthos—. Cuando tan bien se presenta todo.

—Demasiado bien, Porthos. En fin, sea lo que el cielo quiera. Inmediatamente quitaron la tabla; el patrón se sentó al timón e hizo una seña a un marinero, el cual empezó a maniobrar armado con un botador, para salir de aquel dédalo de buques, en medio de los cuales marchaba la barca.

El otro marinero estaba ya a babor con su remo en la mano. Luego que pudieron hacer uso de éstos, se le reunió su amigo, y el bote bogó con más rapidez.

—¿Por fin partimos? —dijo Porthos.

—¡Ah! —respondió el conde de la Fère—. Partimos solos.

—Sí, pero vamos los cuatro en compañía y sin un arañazo; siempre es un consuelo.

—Aún no hemos llegado —dijo D’Artagnan—, cuenta con los tropiezos del camino.

—¡Canario! —dijo Porthos—. Parecéis un cuervo; no predecís más que desgracias. ¿Qué tropiezos podemos tener con una noche tan oscura, que no se ve a veinte pasos de distancia?

—Mas, ¿y mañana? —dijo D’Artagnan.

—Por la mañana estaremos en Boulogne.

—De todo corazón lo deseo —dijo el gascón—: mas confieso mi debilidad, Athos, y aunque os cause risa, diré que mientras hemos estado a tiro de fusil del muelle o de los buques del puerto, temí que alguna horrible descarga acabase con nosotros.

—No podía ser —repuso Porthos con un raciocinio que de obvio se pasaba—, porque hubieran matado al mismo tiempo al patrón y a los marineros.

—¡Bah! ¡Poco le importaría esto a Mordaunt! ¿Tan escrupuloso le creéis?

—En fin —dijo Porthos—, celebro que D’Artagnan confiese que ha tenido miedo.

—No sólo lo manifiesto, sino que me alabo de ello. No soy un rinoceronte como vos. ¡Hola! ¿Qué es eso?

—El
Relámpago
—dijo el patrón.

—¿Ya hemos llegado? —dijo Athos en inglés.

—Ahora llegamos.

En efecto, con tres golpes de remo más, se pusieron junto al buque. Ya les esperaba un marinero con la escala preparada; había reconocido el bote.

Athos subió delante con destreza enteramente marina; Aramis, con la costumbre adquirida de largo tiempo atrás de manejar escalas de cuerda y otros medios más o menos ingeniosos que existen a fin de atravesar espacios prohibidos; D’Artagnan, como un cazador de gamuzas; Porthos, con el exceso de fuerza que en él lo suplía todo.

Para los criados fue más difícil la labor; no para Grimaud, especie de gato flaco y larguirucho que siempre hallaba modo de encaramarse adonde quería, sino para Mosquetón y Blasois, a quienes tu vieron que poner los marineros al alcance del brazo de Porthos, el cual les cogió por el cuello del jubón, y los colocó de pie sobre cubierta.

El capitán condujo a los pasajeros a la cámara que les tenía prevenida, y que consistía en una única pieza que debían habitar juntos: hecho lo cual trató de alejarse so pretexto de dar algunas órdenes.

—Un momento —dijo D’Artagnan—; ¿cuánta gente tenéis a bordo, patrón?

—No entiendo —respondió éste en inglés.

—Preguntádselo en su idioma, Athos.

El conde repitió la pregunta de D’Artagnan.

—Tres —respondió Groslow—, sin contarme a mí.

D’Artagnan le comprendió, porque al contestar había alzado el patrón tres dedos.

—¡Tres! —dijo D’Artagnan—. Ya empiezo a tranquilizarme. Sin embargo, ínterin os instaláis, voy a dar una vuelta por el buque.

—Y yo —repuso Porthos— voy a dedicarme a la cena.

—Magnífico proyecto, Porthos; llévale a ejecución. Vos, Athos, prestadme a Grimaud; ha aprendido algo de inglés tratándose con su compañero Parry, y me servirá de intérprete.

—Id, Grimaud dijo Athos.

Sobre cubierta había un farol; tomóle D’Artagnan con una mano, sacó una pistola con la otra, y le dijo al patrón:

—Come.

Esta palabra y
goodman
era cuanto había podido aprender del idioma inglés.

El gascón bajó por una escotilla al entrepuente.

Estaba éste dividido en tres compartimentos, el que se presentaba a la vista de D’Artagnan, que podía extenderse desde el palo de atrás hasta la extremidad de la popa, y que tenía por techo el suelo de la cámara en que se disponían Athos, Porthos y Aramis a pesar la noche; el segundo, que ocupaba la parte media del buque y estaba destinada a los criados, y el tercero, que llegaba hasta la proa donde se hallaba el camarote improvisado por el capitán, en que estaba escondido Mordaunt.

—¡Cáspita! —dijo D’Artagnan bajando la escalera de la escotilla y llevando por delante el farol—; ¡cuántos toneles! Parece la caverna de Alí Babá.

Acababa de publicarse entonces la primera traducción de
Las Mil y una noches
, y estaba muy en boga.

—¿Qué decís? —preguntó en inglés el capitán.

D’Artagnan le comprendió por la entonación de la voz.

—Quiero saber qué hay en esos toneles —contestó dejando la luz sobre uno de ellos.

El patrón hizo un movimiento para subirse a cubierta, pero se contuvo y dijo:

—Oporto.

—¡Pardiez! Vino de Oporto —repuso D’Artagnan—; siempre es algo; así no nos moriremos de sed.

Y volviéndose a Groslow, el cual no hacía más que enjugarse la frente.

—¿Y están llenos? —le preguntó. Grimaud tradujo la pregunta.

—Unos llenos y otros vacíos —dijo Groslow con voz en que a pesar de sus esfuerzos se traslucía su impaciencia.

Dio D’Artagnan un golpecito con el dedo en algunos toneles, y vio que había cinco llenos y los demás vacíos; en seguida introdujo el farol, siempre con gran miedo del inglés, por los huecos que quedaban entre barrica y barrica, cerciorándose de que estaban desocupados.

—Vamos adelante —dijo, y fue hacia la puerta del segundo cuarto.

—Esperad —repuso el inglés, que se había quedado atrás, cediendo a la emoción que le embargaba—. Esperad, yo tengo la llave de esa puerta.

Y pasando con rapidez por delante de D’Artagnan y Grimaud, introdujo con trémula mano la llave en la cerradura, abriendo el segundo compartimiento en que se estaban preparando a cenar Mosquetón y Blasois.

Nada había en él digno de mencionarse; a la luz de la lámpara se descubrían todos sus rincones.

El gascón pasó rápidamente a ver el último aposento. Era el de los marineros.

Tres hamacas colgadas del techo, una mesa sostenida por dos cuerdas que pasaban por sus extremidades, y un par de bancos carcomidos y cojos formaban todo su ajuar. D’Artagnan levantó algunas lonas viejas que colgaban de las paredes, y no encontrando nada sospechoso, subió por la escotilla a cubierta.

—¿Y este aposento? —preguntó luego que llegó arriba. Grimaud tradujo al inglés las palabras del mosquetero.

—Es el mío —dijo el patrón; ¿deseáis entrar?

—Abrid la puerta.

Obedeció el inglés. D’Artagnan adelantó el brazo con el farol, metió la cabeza, y viendo lo reducido del camarote:

—Bien —dijo—, si hay algún ejército a bordo, no será aquí donde esté escondido. Vamos a ver si ha encontrado Porthos algo de cenar. Y despidiéndose del patrón con un movimiento de cabeza, volvió a la cámara principal que ocupaban sus amigos.

Sin duda no había hallado nada Porthos, o de lo contrario el sueño había vencido al hombre, pues cuando entró D’Artagnan estaba envuelto en su capa y dormía profundamente.

Cediendo Aramis y Athos al movimiento de las primeras olas del mar, empezaban también a cerrar los ojos; pero los abrieron al ruido que hizo su compañero al entrar.

—¿Hay novedad? —exclamó Aramis.

—Todo está perfectamente —dijo D’Artagnan—; podemos dormir descuidados.

Al decir esto inclinó Athos de nuevo la cabeza, Aramis hizo un movimiento afectuoso con la suya, y D’Artagnan, que, como Porthos, más necesitaba dormir que comer, despidió a Grimaud y tumbóse sobre su capa; con la espada desnuda al lado, de manera que su cuerpo cerrase el paso y no se pudiera entrar en la habitación sin tropezar con él.

Capítulo LXXVI
El vino de Oporto

A los diez minutos dormían los amos; pero no sucedía lo mismo con los criados, aguijoneados por el hambre, y sobre todo por la sed.

Preparábanse Blasois y Mosquetón a hacer su cama, que consistía en una tabla y en una maleta, mientras que sobre una mesa, colgada como la del aposento inmediato, se mecían a merced de las olas un pan, un cacharro con cerveza y tres vasos.

—¡Maldito vaivén! —decía Blasois—. Creo que me voy a marear como a la venida.

—¡Y no tener para resistir el mareo más que pan de cebada y vino de lúpulo!

—¿Pues y la botella de mimbres, señor Mostón? —preguntó Blasois acabando de arreglar su cama y acercándose, no sin trabajo a la mesa, ante la cual permanecía ya sentado Mosquetón, y en cuya operación le imitó—. Y la botella de mimbres, ¿la habéis perdido?

—No —dijo Mosquetón—, pero Parry se quedó con ella. Esos diablos de escoceses siempre tienen sed. Y vos, Grimaud —preguntó a su compañero, el cual acababa de entrar después de acompañar a D’Artagnan en su visita—, ¿sentís sed también?

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